En el más remoto confín de la china vive un Mandarín inmensamente rico, al que nunca hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Si pudiéramos heredar su fortuna, y para hacerle morir bastara con apretar un botón sin que nadie lo supiese…, ¿quién de nosotros no apretaría ese botón?”
J. J. Rousseau Me han venido este texto a la memoria, porque quiero escribir sobre el aborto. Me cuesta hablar ¾y hasta pensar¾ sobre tan triste asunto.
No soy tan presuntuoso como para suponer que tengo algo nuevo que decir. Pero no debería haber un sólo cristiano, ni un sólo hombre o mujer de buena voluntad (escritor, periodista, maestro o pregonero de cualquier especie) que no gritara al menos una vez en la vida contra la salvajada vergonzosa del aborto provocado, que es la mayor amenaza que sufre nuestra civilización.
Mi problema es que no entiendo lo que está pasando. Como sacerdote debo escuchar, comprender y perdonar todas las atrocidades y miserias de los demás con la esperanza de que Dios perdone las mías: también los crímenes y asesinatos más viles… Pero me desconcierta que nuestra bienoliente sociedad siga legitimando tanta barbarie. ¿Son humanos los cerebros de esos matarifes que van de médicos para triturar niños antes de que nazcan? ¿Qué hay en las seseras de los políticos y de los sedicentes intelectuales que aprueban estas conductas? Ya nadie en su sano juicio y con un mínimo conocimiento de la biología, se atreve a negar que en el seno de una mujer embarazada hay un ser humano vivo. De ahí que los abortistas necesiten emboscarse en una selva grotesca de eufemismos y de amaneramientos sintácticos para defender sus prácticas asesinas. Es una cursilería macabra eso de la interrupción voluntaria del embarazo o, como oí por la radio hace un mes, la suspensión quirúrgica de la gestación en fase embrionaria. Ni así cuela.
Pero el monstruo sigue alimentándose de millones de víctimas inocentes.
¿Será que vivimos rodeados de mentes criminales? ¿O son sólo estúpidos, incapaces de entender algo tan simple? Probablemente ni lo uno ni lo otro.
Quizá la respuesta sea la que da el Dr. Nathanson: En realidad -escribe en un libro estremecedor[1]- los médicos sabíamos muy poco sobre el feto y nunca lo habíamos visto excepto como carne picada y desmembrada… Y, al narrar el aborto de su propio hijo, que él practicó con sus manos, expresa la misma idea: todo fue frío y aséptico. El niño nunca fue visto como niño, sino como tejido fetal triturado por la más gélida tecnología.
Sí, es eso. Se trata de niños nunca vistos, de Mandarines lejanos como los de Rousseau, de seres invisibles a los que nadie, ni sus propios padres ni los que les dan muerte, han mirado a los ojos. Si lo hicieran, no podrían continuar la matanza.
Provocar un aborto es matar apretando un botón, a ciegas; ejecutar a un intruso con una firma. No hay olor a sangre, ni ataúdes, ni cementerios. Degollar en un acto quirúrgico, con música de Mozart, anestesiados el cuerpo y la conciencia, entre vuelos silenciosos de batas verdes.
Las víctimas son etéreas, niños virtuales exterminados sin saña, igual que se elimina un archivo de ordenador. No hay verdugos. ¿Cómo llamar asesino a ese doctor de mejillas sonrosadas y ademanes bondadosos? Los niños invisibles, en realidad, no existen. Son seres sin rostro, sin gestos, sin parecido con nadie. Don Quijote, Hamlet o Mafalda poseen mucha más realidad. El niño invisible no tiene nombre de niño: lo llaman feto, que es nombre de cosa, de apenas nada.
Hay asesinos que nunca olvidan la última mirada aterrorizada de sus víctimas. Esas miradas permanecen fijas en el cerebro del criminal como un cuchillo, que, en ocasiones, les lleva a la desesperación, al arrepentimiento o al suicidio. Pero los niños invisibles no lloran, ni suplican, ni han aprendido a mirar. Son sólo carne de carnicería, deshecho de quirófano, tejido reciclable. Sus honorables homicidas pueden acallar la conciencia con un güisqui a media tarde.
Los niños invisibles, algunas veces tienen los ojos negros como el azabache, azules como el mar, o verdes como la esperanza.
Pero hay que evitar que lo sepan sus madres. ¡Ah, si lo supieran!: aún sería posible la salvación.
Sólo Dios los mira. Cuando los niños invisibles abren los ojos ven los ojos de Dios empañados de lágrimas.
[1] Bernard Nathanson, La mano de Dios (autobiografía y conversión del llamado “Rey del aborto”). Libros mc, Madrid 1997.
Tomado de PuertoVida.com