Quien busca la verdad
busca a Dios,
aunque no lo sepa.
Edith Stein
Una constante en la historia de los pueblos
El pensamiento de Dios ronda la mente humana desde tiempo inmemorial. Aparece con terca insistencia en todos los lugares y todos los tiempos, hasta en las civilizaciones más arcaicas y aisladas de las que se ha tenido conocimiento. No hay ningún pueblo ni período de la humanidad sin religión. Es algo que ha acompañado a nuestra especie desde siempre, como la sombra sigue al cuerpo.
La existencia de Dios ha sido siempre una de las grandes cuestiones humanas, pues se presenta de un modo inevitablemente comprometedor. Toda persona busca una respuesta a los grandes enigmas de la condición humana, que ayer como hoy surgen ineludiblemente en lo más profundo de su corazón: el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el mal, el origen y el misterio del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, el enigma de la muerte y de la retribución después de ella. Todo apunta hacia el misterio que envuelve nuestra existencia, de donde procedemos y hacia el que nos dirigimos, hacia aquella oculta presencia que late en el curso de todos los acontecimientos humanos, y que impregna la vida de un íntimo sentido religioso.
—Pero a mucha gente no le importa qué hayan hecho todos los pueblos a lo largo de la historia. Quieren vivir su vida, no repetir lo que hacían otros en el pasado.
Efectivamente no se trata de hacer lo mismo que nuestros antepasados. Toda persona busca su propio camino, diferente de quienes le han precedido. Pero nunca está de más echar una mirada a la historia, aunque solo sea porque nos da una cierta perspectiva que siempre arroja luz sobre la propia vida. Y como decía Aristóteles, si la religión es una constante en la historia de los pueblos, ha de ser porque pertenece a la misma esencia humana.
Por fuerte que haya sido a veces la hostilidad o el influjo laicista y secularizante de su entorno, jamás la humanidad ha quedado indiferente ante el problema religioso. Dondequiera que hayan sido suprimidas las instituciones religiosas, o se haya perseguido de un modo u otro a los creyentes, el sentimiento y el impulso religioso han vuelto a brotar una y otra vez. La pregunta sobre el sentido de la vida, sobre el enigma del mal y de la muerte, sobre el más allá, son interrogantes que jamás se han podido eludir. Dios está en el origen mismo de la pregunta existencial humana.
¿Puede deberse todo al azar?
—¿Y no cabe pensar que todo el universo es, simplemente, obra del azar?
Desde los tiempos más antiguos, el hombre se ha preguntado con asombro cuál sería la explicación de toda esa armonía que hay en la configuración y las leyes del universo.
Cuando el hombre de hoy —comenta José Ramón Ayllón— observa la complejidad y perfección de los procesos bioquímicos en el interior de una célula diminuta, o la de los más gigantescos fenómenos de movimiento y transformación de las galaxias; cuando se asoma al mundo microfísico y propone unas leyes que intentan explicar fenómenos que suceden a escalas de hasta una billonésima de milímetro; o cuando profundiza en la estructura a gran escala del universo hasta límites de más de un billón de billones de kilómetros; contemplando todo ese grandioso espectáculo, cada día con más profundidad gracias a los avances de la ciencia, resulta cada vez más difícil sostener que todo obedece a una misteriosa evolución gobernada por el azar, sin ninguna inteligencia detrás.
Allí donde existe un plan, ha de haber alguien que planifica. Y detrás de una obra de tal complejidad y de tales proporciones, ha de haber un creador, cuyo poder y sabiduría trasciendan cualquier medida.
Pensar que toda la armonía del universo y todas las complejas leyes de la naturaleza son fruto del azar, sería como pensar que las andanzas de Don Quijote de la Mancha que escribió Cervantes pudieron aparecer íntegras sacando letras al azar de una gigantesca marmita con una sopa de letras. Recurrir a una gigantesca casualidad para explicar las maravillas de la naturaleza es una explicación demasiado simple.
—¿Y no cabe también, como dicen algunos, que el mundo haya existido desde siempre?
Cuando vemos un libro, o un cuadro, o un edificio, inmediatamente pensamos que detrás de esas obras habrá, respectivamente, un escritor, un pintor, un arquitecto.
Y de la misma manera que a nadie se le ocurre pensar que el Quijote surgió de una inmensa masa de letras que cayó al azar sobre unos pliegos de papel y quedaron ordenadas precisamente de esa forma tan ingeniosa, tampoco puede decirse que aquel edificio “está ahí desde siempre”, o que ese cuadro “se ha pintado solo”, o cosas por el estilo. No podemos sostener seriamente que el mundo “se ha hecho solo”, o “se ha creado a sí mismo”. Son incongruencias que caen por su propio peso.
¿Ha de haber una “causa primera”?
«”No conozco ningún alfarero —dijo la olla—. Nací por mí misma y soy eterna.”
»Pobre loca. Se le ha subido el barro a la cabeza».
Así reflejaba Franz Binhack en su obra Topfer und Topf, con cierto toque de humor, lo ridículo que resulta esa actitud de cerrar los ojos ante la inevitable pregunta sobre el primer origen del ser.
Si de un grifo sale agua, es porque hay una tubería que transporta esa agua. Y esa tubería la recibirá de otra, y esa a su vez de otra. Pero en algún momento se acabarán las tuberías y llegaremos al depósito. Nadie afirmaría que hay siempre agua en el grifo simplemente porque la tubería tiene una longitud infinita.
«De la nada —explica Leo J. Trese— no podemos obtener algo. Si no tenemos bellotas, no podemos plantar un roble. Sin padres, no hay hijos. Así, pues, si no existiera un Ser que fuera eterno (es decir, un Ser que nunca haya empezado a existir), y omnipotente (y capaz por tanto de hacer algo de la nada), no existiría el mundo, con toda su variedad de seres, y no existiríamos nosotros.
»Un roble procede de una bellota, pero las bellotas crecen en los robles. ¿Quién hizo la primera bellota o el primer roble?
»Los hijos tienen padres, y esos padres son hijos de otros padres, y estos de otros. Ahora bien, ¿quién creó a los primeros padres…?
»Algunos evolucionistas dirían que todo empezó a partir de una informe masa de átomos. Bien, pero… ¿quién creó esa masa de átomos?, ¿de dónde procedían?».
¿Quién guió la evolución de esos átomos, según leyes que podemos descubrir, y que evitaron un desarrollo caótico? Alguien tuvo que hacerlo. Alguien que, desde toda la eternidad, haya gozado de una existencia independiente.
Todos los seres de este mundo, hubo un tiempo en que no existieron. Cada uno de ellos deberá siempre su existencia a otro ser. Todos, tanto los vivos como los inertes, son eslabones de una larga cadena de causas y efectos. Pero esa cadena ha de llegar hasta una primera causa. Pretender que un número infinito de causas pudiera dispensarnos de encontrar una causa primera, sería lo mismo que afirmar que un pincel puede pintar por sí solo con tal de que tuviera un mango infinitamente largo.
—Hay quien dice que basta con saber que las cosas simplemente existen, que no importa mucho de dónde provienen, que no hace falta hacerse tantas preguntas.
Es respetable pensar así, pero preguntarse por el origen de las cosas es mejor que negar lo que no comprendemos bien. Si vemos una chaqueta colgada de una pared (el ejemplo es de Sheed), pero no vemos que está sostenida por una percha, y eso nos lleva a pensar que las chaquetas desafían a las leyes de la gravedad y cuelgan de las paredes por su propio poder, entonces no viviríamos en el mundo real, sino en un mundo irreal que nos hemos forjado. Si vemos que las cosas existen, o suceden, y no vemos con claridad cuál es la causa de que existan o sucedan, y eso nos llevara a negar o a ignorar esa causa, estaríamos poco próximos a la realidad.
Un pequeño “dribling” dialéctico
—Pero algunos filósofos han asegurado que la relación causa-efecto no es más que una cuestión dialéctica, mientras que en la naturaleza los fenómenos se repiten de manera incesante sin que esa relación de causa a efecto exista más que en nuestro entendimiento…
No parece que la noción de causa sea una simple elucubración humana. Es algo que comprobamos cada día, y que la ciencia no cesa de invocar. Como apunta André Frossard, “si veo unos niños, la experiencia me dice que no se han hecho solos. Podrá surgir quizá un filósofo afirmando que no puedo demostrarlo, pero también él se vería en apuros para demostrar que yo estoy equivocado si aseguro que han surgido de unas lechugas.”
Rechazar de esa manera la relación causa-efecto no parece lo más sensato. De hecho, los que así piensan, luego, en la vida normal, no son consecuentes con esa teoría. Saben, por ejemplo, que si meten los dedos en un enchufe, recibirán la correspondiente descarga, y por eso procuran no hacerlo. Saben que la relación enchufe-descarga no es una dialéctica ajena a la naturaleza que exista solo en su entendimiento…, aunque solo sea porque en los dedos no está el entendimiento. Cuando se niega la evidencia de las causas, y se sostiene que el mundo es fruto del azar, se hace una renuncia puntual al uso de la razón.
La fe cristiana confía totalmente en la recta razón, mediante la cual se puede llegar al conocimiento de Dios. Para el creyente, la razón es inseparable de la fe y ha de ser respetada como un don divino que es.
—Y si se puede llegar a Dios con la luz de la razón, ¿para qué es necesaria la fe?
No es difícil mediante la razón llegar a reconocer que Dios existe. Hemos repasado algunas reflexiones que nos llevan a eso, y veremos aún bastantes más. De todas formas, no es un trabajo siempre fácil. Además de exigir —como sucede con todo conocimiento— una manera recta de pensar y un profundo amor a la verdad, hay que contar con que, en muchos casos, los hombres renunciamos a proseguir un discurso racional cuando comprobamos que sus conclusiones se oponen a nuestros egoísmos o nuestros malos deseos.
Supongo que esta será una de las razones por las que Dios dio un paso adelante y, dándose a conocer mediante la Revelación, nos tendió la mano. Así, además, todos los hombres podemos conocer todas esas verdades de forma más fácil, con mayor certeza y menos errores.