No saber lo que ha sucedido
antes de nosotros
es como ser incesantemente niños.
Cicerón
¿Realidad verdadera… o una ficción?
—¿Y no pudo ser Jesucristo un fanático, o un esquizofrénico que se inventase su papel con gran genialidad?
«La verdad es que, si esto fuera así —continúa Tomás Alfaro—, sería el mayor farsante de todos los tiempos. Porque encarnó con una exactitud impresionante dieciocho siglos de profecías anteriores a Él. Y de las distintas interpretaciones a esas profecías, no fue a elegir la más fácil ni la más agradable. Continuamente surgían en Israel supuestos Mesías que pretendían ser el libertador victorioso. Naturalmente, ellos y sus seguidores eran eliminados en poco tiempo por la potencia dominante del momento. Sus burdas doctrinas no les sobrevivían más allá de unos meses, tal vez unos años en el mejor de los casos. Pero no se sabe de un solo caso de un farsante que quisiera representar el papel de la profecía del Siervo Sufriente y morir de una manera tan cruel (y tan infame en aquellos tiempos).»
—Bueno, podría decirse que era un loco muy especial.
Pero tampoco eso cuadra. De un esquizofrénico con manía autodestructiva no cabría esperar ni la serena doctrina ni la vida ejemplar de Jesucristo.
—¿Y la fe en Jesucristo no podría ser una simple ilusión, un hermoso sueño forjado por la humanidad?
Si se analiza la coherencia de la figura de Jesucristo, y su conveniencia en el corazón de la condición humana y de la historia —apunta André Léonard—, puede verse que no se trata de una coherencia artificial que el espíritu humano hubiera podido inventar, y después dominar, como si fuera una ilación lógica que caracteriza a un sistema filosófico bien trabado o a una ideología hábilmente adaptada a la mentalidad ambiental. Es algo muy distinto. Se trata de una coherencia tan compleja, tan contrastada, tan imprevisiblemente vinculada a un gran número de realidades históricas, que es totalmente imposible de construir por un esfuerzo de lógica.
De la figura de Jesucristo, tal como aparece en el Nuevo Testamento, emana un enorme poder de convicción. Se presenta con una capacidad de captación tan singular que la historia de los hombres no ha conocido nada semejante. Un poder de captación que, además, hace su figura convincente, pero no ineludible. Dios desea ser amado libremente por unas criaturas libres, y no una adhesión forzada por parte del hombre. Por eso, nuestra existencia empieza, y debe empezar, por el claroscuro de esta vida terrena, marcada por la no evidencia de Dios.
La garantía de la historia
—Pero siempre queda la posibilidad de que la figura de Jesucristo hubiera sido resultado de una inconsciente y casual creación del genio humano. ¿No podría ser como una proyección consoladora, como una objetivación engañosa de los deseos ocultos del hombre, sediento de una dicha que no posee?
Son muchas las esperanzas psicológicas, filosóficas o religiosas del ser humano que pueden explicarse por construcciones parecidas. Pero ese tipo de interpretaciones proyectivas presentan un obstáculo insalvable cuando se quieren aplicar al caso del cristianismo: los acontecimientos fundacionales de la fe cristiana son rigurosamente históricos.
La objeción según la cual toda la religión cristiana podría ser una simple ilusión reconfortante puede llegar a inquietar profundamente a algunos creyentes. Sin embargo, la esencial referencia histórica del cristianismo hacia sus acontecimientos fundacionales, le distingue radicalmente y desde un principio de todas las construcciones humanas. Hay una diferencia abismal entre la fe cristiana, inscrita en los hechos de la historia, y los mitos intemporales de las religiones antiguas, que carecen de historia y solo muestran de esta la apariencia superficial de una narración. Además, en Jesucristo se da una situación poco frecuente respecto a otros personajes de la Antigüedad, pues la existencia histórica de Jesucristo está testimoniada por documentos de tres culturas diferentes: la cristiana, la romana y la judía.
Las primeras menciones de Jesús en documentos literarios fuera de los escritos cristianos se pueden encontrar sobre todo en algunos historiadores helenistas y romanos que vivieron en décadas muy cercanas a los acontecimientos. Son menciones marginales en el conjunto de sus obras, escritas sin tener conciencia de la importancia que alcanzarían esos párrafos, precisamente por mencionar la figura de Jesús, que para ellos no tenía especial trascendencia. Lo que relatan es, habitualmente, los ecos de la expansión de los primeros cristianos por el Imperio romano. Y, al hacer esas referencias, atestiguan de modo fehaciente que Jesucristo fue un personaje histórico que desencadenó una movilización de personas de todas las clases sociales que, con enorme rapidez para la época, se difundieron por todos los rincones del Imperio, hasta el punto de que su presencia no pasa inadvertida a los historiadores generales de pocas décadas después.
El testimonio de tres culturas
Es perfectamente comprobable, como decíamos, que Jesús de Nazaret es el nombre de una persona histórica que vivió en Palestina bajo los emperadores Augusto y Tiberio, y que nació el año 6 o 5 antes de nuestra era (años 748 o 749 de la fundación de Roma), y murió el 7 u 8 de abril (14 o 15 del mes de Nisán) del año 30 de nuestra era, bajo el poder del procurador Poncio Pilato.
El historiador romano Tácito ya mencionaba de pasada en sus Annales —escritos hacia el año 116 a partir de las Actas de los archivos oficiales del Imperio— la condena al suplicio de un cierto Chrestus por el procurador Poncio Pilato, durante el imperio de Tiberio. Bien es sabido, por otra parte, que Tácito tenía pocas razones para interesarse por la oscura aventura de un profeta judío en un rincón perdido del imperio. Si menciona ese nombre se debe únicamente a que el relato de la vida de Nerón le lleva a hablar de los cristianos en relación con el incendio de Roma del año 64. Pero el nombre queda citado: “Para este propósito Nerón presentó como culpables y sometió a los más rebuscados tormentos a una raza de hombres detestada por sus prácticas de maldad, por vulgar denominación comúnmente llamados crestianos. Aquel de quien tomaban nombre, un tal Cresto, había sido ajusticiado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato. Reprimida momentáneamente, la execrable superstición irrumpió de nuevo, no sólo en Judea, de donde proviene el mal, sino incluso en la ciudad de Roma, donde todas las atrocidades y vergüenzas del mundo confluyen y se celebran.”(Annales, XV, 44, 2-3). El error de transcripción del nombre de Cristo y de los cristianos, unido al tono hostil y despectivo con que habla de ellos y las precisiones históricas que recoge, excluyen que pueda ser una interpolación posterior y avalan claramente su autenticidad.
Hay más testimonios de Jesucristo totalmente externos al Nuevo Testamento. Aparece, por ejemplo, una larga mención en una carta escrita en el año 112 por Plinio el Joven, legado imperial para las provincias del Ponto y de Bitinia, que dirige a su tío el emperador Trajano y constituye un documento excepcional sobre la rápida expansión de los discípulos de Cristo entre personas de todas las clases sociales: «Maestro, es regla para mi someter a tu consideración todas las cuestiones en las que tengo dudas. Nunca he participado en las investigaciones sobre los cristianos. Por tanto no se qué hechos ni en qué medida deban de ser castigados o perseguidos. Y con no pocas dudas me he preguntado si no habría de hacer diferencias por razón de la edad, o si la tierna edad ha de ser tratada del mismo modo que la adulta; si se debe perdonar a quien se arrepiente, o si bien a cualquiera que haya sido cristiano de nada le sirva el abjurar; si ha de castigarse por el mero hecho de llamarse cristiano, aunque no se hayan cometido hechos reprobables, o las acciones reprobables que van unidas a ese nombre.
»Mientras tanto, esto es lo que he hecho con aquellos que me han sido entregados por ser cristianos. Les preguntaba a ellos mismos si eran cristianos. A los que respondían afirmativamente, le repetía dos o tres veces la pregunta, amenazándolos con suplicios: a los que perseveraban, los he hecho matar. No dudaba, de hecho, confesaran lo que confesasen, que se los debiera castigar al menos por tal pertinacia y obstinación inflexible. A otros, atrapados por la misma locura, los he anotado para enviarlos a Roma, puesto que eran ciudadanos romanos (…).
»Tienen la costumbre de reunirse determinado día antes de salir el sol, y cantar entre ellos sucesivamente un himno a Cristo, como si fuese un dios, y en obligarse bajo juramento, no a perpetrar cualquier delito, sino a no cometer robo o adulterio, a no faltar a lo prometido, a no negarse a dar lo recibido en depósito. Concluidos esos ritos, tenían la costumbre de separarse y reunirse de nuevo para tomar el alimento, por lo demás ordinario e inocente (…).
»He considerado sumamente necesario arrancar la verdad, incluso mediante la tortura, a dos esclavas a las que se llamaba servidoras. Pero no logré descubrir otra cosa que una superstición irracional desmesurada.
»Por eso, suspendiendo la investigación, recurro a ti para pedir consejo. El asunto me ha parecido digno de tal consulta, sobre todo por el gran numero de denunciados. Son muchos, de hecho, de toda edad, de toda clase social, de ambos sexos, los que están o serán puestos en peligro. No es solo en la ciudad, sino también en las aldeas y por el campo, por donde se difunde el contagio de esta superstición. Sin embargo, me parece que se la puede contener y acallar.» (Cayo Plinio Cecilio Segundo, Epistolarum ad Traianum Imperatorem cum eiusdem Responsis liber, X, 96.)
También hay recogidas otras referencias de Suetonio, secretario de Adriano, que publicó en el año 121 una gran obra llamada Vitae Caesarum (Vidas de los doce Césares), que tienen una gran importancia histórica, ya que por su cargo tenía acceso a los archivos y a la correspondencia de César y Augusto, a sus testamentos, a los escritos de Nerón y a muchos otros documentos oficiales. En el quinto de los ocho libros, dedicado a Claudio, que gobernó el Imperio del año 41 al 54, comenta que el emperador «expulsó de Roma a los judíos, que provocaban alborotos continuamente a instigación de Cresto». El interés de esta breve mención es grande, ya que dicha expulsión está muy bien documentada, se relata en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 18,2), y tuvo lugar en el año 49, es decir, menos de veinte años después de la muerte de Jesús en Jerusalén. Demuestra que hubo una presencia de cristianos muy temprana en Roma, y, a la vez, que la proclamación de que Jesús es el Mesías ya estaba muy extendida en ese tiempo, y suscitaba altercados entre los judíos de la ciudad.
También Flavio Josefo, conocido historiador judío, en sus Antigüedades judías, del año 94, hace una mención: «Por este tiempo, un hombre sabio llamado Jesús tuvo una buena conducta y era conocido por ser virtuoso. Tuvo como discípulos a muchas personas de los judíos y de otros pueblos. Pilato lo condenó a ser crucificado y morir. Pero los que se habían hecho discípulos suyos no abandonaron su discipulado y contaron que se les apareció a los tres días de la crucifixión y estaba vivo, y que por eso podía ser el Mesías del que los profetas habían dicho cosas maravillosas».
El mismo Talmud de los judíos hace varias referencias despectivas acerca de Jesús, como un hereje que sedujo y extravió al pueblo de Israel interpretando torcidamente la Torah. Se trata de una fuente histórica especialmente interesante, pues tiene el indudable interés de proporcionar unos datos que han llegado por vías alternativas a las cristianas, y por tanto no son sospechosos de haber recibido una manipulación favorable al personaje del que hablan. Su interés radica sobre todo en que las coincidencias de fondo que se aprecian en cuestiones que son asumidas tanto por las fuentes judías como por las cristianas, sirven para acercarse a hechos que se pueden considerar probados, pues no fueron discutidos por sus protagonistas inmediatos, ni seguidores ni detractores. Por ejemplo, testimonia de modo muy claro que Jesús tuvo un grupo de hombres que eran discípulos suyos. También deja claro que Jesús no había venido a abrogar la Ley, que la comentaba de modo semejante al empleado por los fariseos, a los que contradijo pero siempre hablando bien de Israel. Confirma también que hizo numerosos hechos prodigiosos, que resultaban innegables, y que el mismo Jesús no se había opuesto al reconocimiento espontáneo de su divinidad por parte de los que escuchaban su predicación y contemplaban los prodigios que realizaba, lo cual, para los redactores del Talmud, era una clara prueba de ser un impostor y un hechicero, un grave delito en aquellos tiempos y la causa de que lo colgaran de una cruz. Recoge numerosos detalles que dan credibilidad histórica a los hechos narrados en el Nuevo Testamento, entre los que destacan los signos portentosos y las curaciones milagrosas de enfermos por parte de Jesús y de sus discípulos, que atribuyen a la hechicería pero que en ningún momento sugieren que haya podido ser un invento de sus seguidores.
Hay otras fuentes ajenas a las cristianas, como el griego Luciano de Samosata, que presenta a Jesús como un vulgar embaucador, o las de Celso, un filósofo pagano, que se refiere a él como un peligro para la sociedad.
Nadie se atrevería a calificar de interesados o comprometidos con la fe cristiana a todos esos autores, que —sin saberlo— han contribuido a probar inequívocamente la existencia histórica de Jesús de Nazaret. Los testimonios son tan incontrovertibles que hace ya mucho tiempo que ningún historiador serio se atreve a negar la existencia histórica de Jesucristo y de sus discípulos.
A la ciencia del siglo XIX le gustaba presentar un universo determinista donde la libertad humana apenas tenía cabida, y donde no hacía ninguna falta contar con la intervención de Dios. El poder de ese cientifismo fue formidable, en parte porque la religiosidad popular cristiana de por entonces estaba, en muchos sentidos, bastante poco cultivada. Sin embargo, a medida que ha ido avanzando la ciencia, se ha hecho más evidente su compatibilidad con la fe. Lo que entonces parecía fuente de incredulidad, hoy nos muestra lo contrario. «Todavía a comienzos del siglo XX —escribe Pedro Laín Entralgo— circulaban por las librerías publicaciones con el título “Jesucristo nunca ha existido” u otros semejantes. Ya no es posible encontrarlos. La investigación histórica rigurosa ha eliminado tales desvaríos. La existencia real de Jesús de Nazaret puede ser afirmada con el mismo grado de certidumbre con que afirmamos la de Sócrates o de Atila. Los Evangelios no son tan solo fundamento de una fe religiosa, son también documentos históricos fiables, aunque, desde luego, susceptibles de análisis y de crítica. La existencia de Jesucristo no es objeto de una creencia religiosa en sentido estricto, sino una certidumbre de carácter histórico, una convicción impuesta por testimonios y argumentos enteramente fiables.»
Alfonso Aguiló