El Director del Hospital Psiquiátrico de Valladolid, en un artículo publicado en el Norte de Castilla el 21.IX.02 afirma que muchos pacientes necesitan más bien un confesor.
UNA suposición frecuente sobre la tarea de los psiquiatras nos recuerda nuestra disfrazada condición de confesores. Quien nos los imputa, que acompaña generalmente su atribución de cierta sonrisita, sabe bien que si no acierta del todo tampoco dice ninguna tontería.
Si tomamos en serio este criterio popular, deberíamos detener de una vez nuestras cábalas acerca de la multitudinaria concurrencia que satura hoy las consultas. Pues estamos perdiendo el tiempo con conjeturas epidemiológicas por no tener en cuenta el factor confesional que nos insinúan. Si atendemos en cambio a la mordaz comparación, podremos ya dirigirnos al gerente del recién estrenado Sacyl y decirle respetuosamente: «Don Antonio María, sepa usted que no vamos a resolver los problemas de salud mental mientras se confiese tan poco en esta Autonomía».
Resulta que muchos de nosotros nos hemos buscado la vida en una profesión que nos parecía laica, e incluso provista de cierta dosis de anticlerecía, y hete aquí que acabamos convertidos en indulgentes confesores. Porque buena parte de las consultas que recibimos, descartada la cada vez más minoritaria presencia en nuestros dispensarios de la locura, la componen los problemas cotidianos con la culpa. Muchos malestares de los ciudadanos, aunque comparezcan bajo la apariencia de depresiones, miedos o angustias, son pequeñas indigestiones de culpa. Dispepsias morales que antes se resolvían con una confesión rutinaria, o mediante confesión general si la gravedad lo exigía, pero que actualmente no tienen dónde acudir si no es a un especialista, bien dispuesto, eso sí, a aceptar como enfermos a simples penitentes ávidos de excusa.
Sin saberlo del todo, aunque secretamente lo presuman, las gentes acuden a consulta buscando absolución antes que cura. Vienen a que les traten, sin duda, pero sobre todo a que les eximan. Y para este fin nada es tan eficaz como la confesión sacramental. Porque en su seno uno examina la conciencia, propone la enmienda, cuenta lo que puede y se libera después de la mórbida carga con una agridulce penitencia. Es decir, que pasada su pequeña contrición, el pecador se puede marchar tranquilo, exento ya de responsabilidad y dispuesto a seguir confesando la misma falta cuantas veces la tentación le persiga. La clínica, por contra, no alcanza esta sublime perfección, aunque lo intente con porfía. Con nosotros, estos consumidores crónicos de comprensión y consejo también encuentran fácil disculpa, dado que pueden atribuir sus males a algún defecto de aprendizaje o a cualquier hipótesis bioquímica. Igualmente, nuestras buenas palabras van a intentar animarles sin censura y hacerles ver que los sufrimientos son universales, que la depresión es producto del estrés social y que cualquiera tiene malos días. Para penitencia disponemos de halagüeños ejercicios de autoayuda y, si es necesario, de alguna píldora. Pero debemos desengañarnos. Ni podemos proteger el futuro como la religión ni lavar la culpa como la confesión.
A la vista de las circunstancias, lo más sensato será renunciar al poder que la sociedad nos ha confiado y devolver a los confesores la dirección de conciencia que a la chita callando les hemos usurpado. La confesión, que durante siglos fue el instrumento más poderoso de control y normalización de la sociedad, debe volver por sus fueros, mientras nosotros prestamos de nuevo toda nuestra distraída atención a los psicóticos que, por su parte, son auténticos maestros a la hora de despojarse de la culpa.