Si de verdad vale la pena hacer algo,
vale la pena hacerlo a toda costa.
G. K. Chesterton
- Independencia personal
- Autoestima
- Aprender a fracasar
- Capacidad de ilusionarse
- Capacidad de resolución
- Dominio de uno mismo
- Superar el egoísmo
Independencia personal Todos hemos venido al mundo como niños totalmente dependientes de otros. Hemos sido dirigidos, educados y sustentados por otros durante bastante tiempo, y está claro que si no hubiera sido así no habríamos vivido más que unas pocas horas, o a lo sumo unos pocos días. Después, nos fuimos haciendo cada vez más independientes. Se podría decir que nos fuimos haciendo cargo gradualmente de nosotros mismos.
Una persona con una dependencia física (un paralítico o un enfermo de Alzheimer, por ejemplo), necesita ayuda de los demás. Una persona que sea muy dependiente emocionalmente, tomará sus decisiones y se sentirá segura muy en función de la opinión de los demás, de lo que otros piensen de él. Una persona que sea muy dependiente intelectualmente, cuenta con que otros piensen y decidan por él ante los principales problemas de su vida.
En cambio, una persona independiente se desenvuelve por sus propios medios, tiene su propia opinión sobre las cosas y sus propias pautas para la construcción de su vida.
—Parece claro que la independencia es un logro importante en la vida, pero debe tener también su justa medida, porque ser absolutamente independiente no parece que tampoco sea el gran paradigma de la existencia.
Naturalmente. Entre otras cosas, porque –como señala Stephen Covey– los más altos logros de nuestra naturaleza tienen siempre que ver con nuestra relación con los demás: la vida humana es de por sí interdependiente, y por esa razón hay que encontrar un equilibrio adecuado, una justa medida entre ambos extremos erróneos.
Podría decirse que la sensibilidad de nuestra época ha entronizado a veces de modo exagerado la independencia, como si fuera la más grande meta humana y una garantía segura de felicidad. Sin embargo, un exagerado o mal entendido afán de independencia puede en muchos casos acabar en dependencias mucho más amargas.
Por ejemplo, la que se ve en esas personas que abandonan su matrimonio y sus hijos en nombre del amor y la independencia, aunque en el fondo lo hacen por razones egoístas bastante fáciles de suponer. O la de aquellos que desatienden a su familia, o traicionan a sus amigos, o renuncian a sus principios, en razón de un desmedido afán de afirmación personal en su trabajo, por ganar más dinero o alcanzar mayores cotas de poder. O la que se ve en aquellos otros que hablan de romper las cadenas, liberarse, vivir la propia vida…, y en realidad están con ello sujetándose a otras cadenas que suponen dependencias mucho más fuertes, porque son dependencias que están en su interior: en una búsqueda egoísta de placer o comodidad, en una renuncia a enfrentarse a la propia responsabilidad, o en echar la culpa a los demás de todo lo que les resulta difícil en sus vidas.
La independencia personal nos hace actuar por cuenta propia, en vez de entregar a otros el control de nuestra vida, y eso es un logro muy importante. Pero no es suficiente como meta final de una vida.
Hay que añadir siempre a la independencia una buena dosis de sensatez y buen criterio, para tampoco caer en la idiotez independiente, que por ser independiente no deja de ser idiota.
La vida, por naturaleza, es interdependiente. El hombre no puede buscar la felicidad poniendo la independencia como valor central de su vida. De entrada, porque cualquier logro en la vida afectiva de una persona pasa necesariamente por depender en cierta manera de su mujer, su marido, sus hijos, sus amigos, su proyecto profesional, etc.; y todos también necesitamos depender de unos principios, ideales y valores que dan sentido a nuestra vida.
En definitiva, se puede ser independiente y comprender que se avanza más trabajando en equipo, que necesitamos enriquecer nuestro pensamiento con el de otras personas, que hay que ser fiel a unos valores acertados, o que todo hombre necesita dar y recibir afecto. La vida ha de plantearse buscando compartirla profunda y significativamente con otros, y esto supone siempre un contrapunto ante un afán de independencia mal entendido.
Autoestima Como ha señalado Miguel Ángel Martí, a veces parece como si sólo existieran dos tipos de personas: unas que se sobrevaloran, cayendo así en actitudes más o menos engreídas o prepotentes; y otras que se infravaloran, que únicamente son capaces de ver en su personalidad los aspectos negativos y las deficiencias, y con eso su relación con ellos mismos es autodestructiva, se sienten culpables de todos sus fracasos, aunque estos se deban a factores externos, y esto les lleva a una cruel inseguridad, a valorar siempre más la opinión de los otros que la suya propia.
La falta de autoestima, además, suele conducir a un círculo vicioso de actitudes mentales negativas. Esa persona puede comenzar pensando, por ejemplo, que no será capaz de alcanzar una meta que se ha propuesto, porque tiene la impresión de que rara vez logra lo que se propone. Con esa premisa, se encamina hacia esa meta con talante gris y mortecino, tarde y sin entusiasmo, con más miedo al fracaso que afán de lograr el éxito. Si luego las cosas no salen –y no suelen salir cuando se acometen así–, la experiencia, una vez más, vuelve a reforzar el juicio negativo anterior: de nuevo se ha demostrado que no es posible, que no valgo, que he fallado y que las cosas seguirán igual en el futuro.
En cambio, cuando alguien aprende a respetarse a sí mismo, y a no compararse dañosa e inútilmente con los demás, tiene entonces mayor facilidad para tomar conciencia de su propia singularidad y dignidad. Es decisivo comprender que cada ser humano posee unas virtualidades propias que sólo él mismo –con la ayuda que sea necesaria– puede llegar a hacer rendir, proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenarán de contenido su existencia.
—¿Y piensas que fomentar la autoestima puede llevar, de alguna manera, a promover un modelo de personalidad narcisista? Puede suceder si no se hace adecuadamente. Por eso hay que plantear la autoestima como un sensato y equilibrado afecto por uno mismo, que no tiene por qué conducir al egoísmo ni a la vanidad. La autoestima es respeto a la propia persona, convicción de que cada uno es portador de una alta dignidad como hombre, y comprensión profunda de que cada ser humano es irrepetible y está llamado a realizar en el mundo una tarea que dará sentido a su vida y que nadie puede hacer por él.
Estimarse a sí mismo es necesario para el propio equilibrio interno, y necesita encontrar su justa medida.
Quien se sobreestima, lo hace habitualmente a costa de minusvalorar a quienes tiene a su alrededor, que suelen interesarle básicamente como meros servidores o espectadores. También para quien se subestima resulta difícil estimar a los demás, y esto provoca con facilidad conflictos personales en el ámbito de la amistad, la familia o el trabajo. Tanto en un caso como en otro, manifiestan un amor propio destructivo y frustrante.
—¿Piensas entonces que son compatibles autoestima y humildad? Entendidas correctamente, no sólo son compatibles sino que se exigen una a otra. Algunas personas consideran que son excluyentes porque imaginan que la autoestima es una tonta y arrogante sobrevaloración propia, o porque piensan que la humildad es algo tan simple como tener una mala opinión acerca de los propios valores y talentos. La verdadera humildad no es una absurda simulación de falta de cualidades: la humildad no puede violentar la verdad, no está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida al conocimiento propio, a la sinceridad, a la sencillez y a la naturalidad.
—Pero las personas de mucho talento tienen más fácil caer en la vanidad o la egolatría…
No estoy muy seguro de eso. A veces tengo la impresión de que las actitudes vanidosas o ególatras no son cuestión de mucho o poco talento, sino que son más bien un problema de falta de virtud, educación y sentido común. Es más, podría incluso decirse que las actitudes engreídas revelan, en cierta manera, poca cabeza: porque con todo ese tórrido presumir suyo (casi siempre por talentos que han recibido sin ningún mérito propio) hacen el ridículo y sólo logran producir rechazo en los demás, lo que quizá viene más bien a mostrar que todo ese supuesto talento es bastante escaso.
Aprender a fracasar El conocido estadista británico Winston Churchill aseguraba que el éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso sin desesperarse.
Nadie puede decir que no fracasa nunca, o que fracasa pocas veces. El fracaso es algo que va ligado a la limitación de la condición humana, y lo normal es que todos los hombres lo constaten con frecuencia cada día.
Por eso, los que –por llamarlo de alguna manera– triunfan en la vida, no es porque no fracasen nunca, o lo hagan muy pocas veces: si triunfan es porque han aprendido a superar esos pequeños y constantes fracasos que van surgiendo, se quiera o no, en la vida de todo hombre. Por el contrario, los que –por seguir con el mismo lenguaje– fracasan en la vida, son aquellos que con cada pequeño fracaso, en vez de sacar experiencia, se van hundiendo un poco más.
Por eso quizá el aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción: aceptar que las cosas no son como las queríamos, como las pensábamos o como nos las habían contado. En cierta manera, triunfar es aprender a fracasar: El éxito en la vida viene de saber afrontar las inevitables faltas de éxito del vivir de cada día.
De esta curiosa paradoja depende en mucho el acierto en el vivir. Cada error, cada descalabro, cada contrariedad, cada desilusión, lleva consigo el germen de una infinidad de capacidades humanas desconocidas, sobre las que los espíritus pacientes y decididos han sabido ir edificando lo mejor de sus vidas.
Por otra parte, es positivo –además de natural– que notemos con intensidad el peso de nuestros errores: si no fuera así, quizá sería mucho más difícil que nos corrigiéramos.
—Pero de los errores también hemos de aprender a ver cuáles son nuestras limitaciones, para no estar dándonos golpes contra lo mismo toda la vida…
Sin duda, porque si nos empeñamos en pedirle a la vida lo que ésta no puede dar, surgirá en nosotros un sentimiento de permanente y continua frustración. Es positivo ser ambicioso en los deseos, si son nobles, pues llenarán de luz nuestra existencia. Pero no podemos perder de vista nuestra limitación: proponerse metas desproporcionadas produce insatisfacción y desencanto.
A lo mejor, por ejemplo, habíamos idealizado nuestro trabajo, nuestra vida familiar, o a nuestros amigos, casi sin darnos cuenta; y en un momento dado, al encontrarnos ante la dura realidad, surge irremediable en nosotros una profunda sensación de fracaso.
En esos casos, lo que a veces nos falta es algo tan simple como aprender a encontrar satisfacción en las cosas ordinarias de la vida.
Algunos lo descubren demasiado tarde, cuando ya no queda casi tiempo para vivir, y han consumido sus mejores años en un estado de permanente ansiedad.
Capacidad de ilusionarse La ilusión –vuelvo a glosar a Miguel Ángel Martí– constituye una manera de vivir de unas personas determinadas: Son esos hombres y mujeres que, de una forma habitual, encuentran diariamente motivos para ilusionarse.
Se suele decir que son personas de temperamento alegre, tienen capacidad para ilusionarse con las cosas. Es algo que responde a una actitud básica de su modo de vivir. Son personas de refrescante y perpetua juventud, que saben encontrar, en lo que otro ve tal vez la monótona repetición de un acto, una ocasión para disfrutar de la vida.
La ilusión está presente en los más variados ámbitos de nuestra vida, iluminándola y llenándola de alegría. Todos quisiéramos hacer de nuestra vida una existencia ilusionada, libre de planteamientos tristes y ramplones, de cansancios y de desencantos. Todos deseamos aprender de esas personas que han encontrado, a lo mejor casi sin saberlo ellas mismas, el arte de vivir, y lo manifiestan en el lenguaje vivo de sus ojos, en la frescura de su sonrisa o en los temas de sus conversaciones, que no suelen centrarse en agravios, quejas, ingratitudes o cosas semejantes.
La alegría es como una criatura frágil con la que todos queremos vivir, pues todos quisiéramos ser alegres, pero es una criatura huidiza. Hace falta energía, grandeza de ánimo y finura de espíritu para poseerla, para hacer de la vida algo más que un producto a granel envuelto en una triste monotonía. Nunca poseeremos la alegría por entero, pero debemos apostar decididamente por ella, porque es una exigencia de nuestra condición de hombres.
El temperamento alegre, como la capacidad de ilusionarse, o la de sintonizar con las alegrías de los demás, son en buena parte conquistas personales que hay que lograr con esfuerzo.
Debemos hacer todo lo posible para adueñarnos de nuestro humor y no dejarnos llevar a su merced, acostumbrar los ojos a la luz que hay en cada momento de nuestra vida.
—Pero hay temporadas en las que casi no hay nada de luz, y es difícil evitar la tristeza.
Es natural que a veces nos invadan sentimientos de tristeza, remordimiento o angustia. Pero todos contamos con la posibilidad de reconducir en bastante grado esos sentimientos. Hemos de buscar dónde está el origen, y según cuál sea, rectificar lo que haya que rectificar, o aceptar serenamente lo que ya no tenga remedio. Así combatiremos esa carcoma silenciosa e implacable que es la tristeza.
Volviendo al símil de la luz, piensa en las oscuras profundidades del mar, donde no llega ni un rayo de sol y hay una presión abrumadora, en ese ambiente lóbrego y asfixiante de esos parajes abisales. Allí hay peces que viven sin dificultad. Son ellos los que con su cuerpo luminoso hacen de linterna. El hombre debe saber hacer, cuando sea preciso, como esas criaturas de los abismos: procurar acomodar nuestra pupila a la luz que hay y, si es preciso, hacer de linterna nosotros mismos, sabiendo sobreponernos a los motivos de tristeza.
Capacidad de resolución Las personalidades tímidas, vacilantes, inseguras, suspiran siempre por tener a su lado dictadores, aunque a veces se revistan de la modesta apariencia de consejeros. ¿Qué debo hacer?, preguntan siempre, con la esperanza de que una receta les libre de cualquier decisión personal. No quieren decidir, no quieren arriesgar, se les hace insoportable la responsabilidad.
Otros son excesivamente razonadores y se ahogan en la perplejidad. Tienen miedo a la realidad. Son individuos que retrasan siempre sus decisiones, porque les paraliza su ansia de seguridad y su terror a asumir riesgos. Siempre les parece que aún no han reflexionado suficientemente.
Quizá son personas que fueron educadas con excesiva dureza, o con excesiva blandura, que sufrirán mucho en su vida a consecuencia de ese apocamiento de carácter. Es como si hubieran quedado heridas en el núcleo de su personalidad, con unas heridas que sangrarán por mucho tiempo, y que harán difícil asumir el riesgo de sus decisiones personales y superar el desánimo de posibles frustraciones.
Una buena formación del carácter ha de fomentar tanto las decisiones rápidas como la reflexión, la libertad como la responsabilidad, la pasión como el juicio.
El verdadero consejero, el verdadero educador, jamás debe dejarse seducir por esa especie de compasión que le llevaría a limitarse a prescribir acciones, recetar criterios e imponer conductas. Educar exige ayudar al perplejo a reconocer su verdadero problema, dejándole luego la responsabilidad de tomar él mismo sus decisiones.
Para no quedarse habitualmente paralizados ante la duda, para no tirar la toalla a la primera dificultad, para no cambiar inmediatamente de objetivo en cuanto este se presenta costoso, para todo eso, es preciso educar y educarse en un ambiente de cierta resolución ante los habituales problemas de la vida.
Para lograrlo, es preciso fortalecer la voluntad, imponerse el cumplimiento de actos que a uno le cuestan, obligarse a decidir a un plazo determinado, no sustraerse a la realidad, por dura que sea. Así, poco a poco, la voluntad indecisa se irá consolidando.
Se trata de una cuestión importante, porque la vida de cualquier persona requiere ordinariamente una considerable capacidad de decisión. No hay que olvidar que –como dice J. R. Ayllón–, el gobierno más difícil es el gobierno de uno mismo, que supone colocar y mantener la razón en el vértice de una pirámide donde se amontonan libertades, deberes, responsabilidades, sentimientos, afinidades, deseos, aficiones, e incluso manías y rarezas. Una especie de circo nada fácil de gobernar, sobre todo para las personas indecisas.
Dominio de uno mismo «Ayer comencé, por quinta vez en este año, un nuevo régimen de comidas. Sé que tengo que perder peso, y estoy empeñado en lograrlo. Me leo todo lo que encuentro sobre este tema. Me mentalizo. Pienso que voy a lograrlo. Pero todas las veces me pasa igual. A las pocas semanas me vengo abajo. Me parece imposible mantener mis propósitos siquiera unos meses».
Ideas semejantes a estas atormentan con frecuencia la mente de muchas personas, que sufren la angustia de comprobar que son muy poco dueñas de sí mismas, que apenas logran tomar las riendas de su existencia. Son personalidades un poco flojas, flácidas. Se encuentran enganchadas a la televisión, pesan diez kilos de más, han intentado ya quince veces dejar de fumar, les cuesta una barbaridad levantarse de la cama o de su sillón, apenas prestan atención a nada que exija pensar un poco y, junto a eso, sienten un aburrimiento que les abruma.
—¿Y cómo crees que puede combatirse esa situación? Lo mejor es prevenirla, si es posible, llevando una vida de cierta exigencia. Ya hemos hablado de los males que tienen su origen en la vida fácil: mediocridad, pereza, falta de dominio sobre uno mismo. Uno de los mayores riesgos del exceso de bienestar es que, como la experiencia nos enseña, muchos terminan quedando bastante dominados por ese bienestar. La seducción de una vida excesivamente cómoda hace que los hombres perdamos a veces un poco esa libertad interior, ese necesario señorío sobre nosotros mismos, convirtiéndonos en esclavos de esas comodidades.
No quiere esto decir que la formación deba conducir a una crispada lucha contra el bienestar. Pero las circunstancias reales en que se mueve el hombre hacen necesario insistir en la necesidad de la templanza, en el dominio de uno mismo, en saber poner límites a las desmesuradas exigencias de nuestras apetencias personales. La templanza es muy importante para evitar que el bienestar se revuelva contra el hombre, apartándolo de los valores superiores que está llamado a alcanzar.
La templanza es señorío sobre uno mismo. Con ella el hombre aprende a prescindir de lo que le produce un daño, y con el tiempo advierte que el sacrificio es sólo aparente, porque al vivir así, con sacrificio, se libra de muchas esclavitudes. La lucha y el sufrimiento –apunta Enrique Monasterio– son peajes inevitables en el camino de nuestra vida, y para ser feliz es indispensable perderles un poco el miedo. La felicidad, o el amor, no son simples fenómenos químicos de escasa duración, sino que exigen siempre un compromiso y un sacrificio mantenidos. Quien pretende ingenuamente eludirlos, sólo logra alejarse de la felicidad, sólo encuentra pequeños placeres, cada día menos intensos y más frustrantes, porque, queramos o no, el paladar –y lo digo en sentido amplio– también se desgasta.
Como decía Ortega, mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. Y buena parte de ese riesgo de deshumanización proviene de la pérdida de libertad interior, casi siempre más grave que la privación de la libertad física.
—¿Por qué dices que es más grave? Sobre todo por sus efectos, pero también por la facilidad con que pasan inadvertidos. Los peligros que nos acechan para desposeernos de la libertad interior suelen ser bastante solapados, difíciles de descubrir.
Se producen –como ha señalado José Antonio Ibáñez-Martín– cuando se impide que la acción pase por el tamiz de la deliberación, de la reflexión, de manera que se insta a actuar de modo instintivo más que racional; cuando una persona queda esclavizada por sus propias pasiones, inmersa en el error o atenazada por la ignorancia.
Esto es lo que sucede cuando se busca conseguir en las personas unas respuestas determinadas, manipulando para ello las diversas pasiones humanas. Por ejemplo, cuando se busca exacerbar el impulso sexual, o la pasión por el juego, la bebida o la droga, con objeto de desencadenar de modo compulsivo esas fuerzas para provecho de quien lo induce; o cuando se trata al hombre como una mera afectividad a captar, y para ello se le engaña con un inexistente cariño, o mediante la seducción o el miedo; o cuando se fomentan sentimientos de egoísmo, odio, venganza, etc.
Es importante estar prevenidos ante esos posibles errores. El inmoderado afán de placer y de satisfacción causa una angustiada atención al yo, que destruye precisamente lo que anhela. Kierkegaard decía que la puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más.
Superar el egoísmo Cualquier persona, cuando bucea en su interior y busca en lo mejor de sí misma, encuentra bien nítida esa llamada humana a la entrega desinteresada, a darse a los demás. Educar o educarse en ese impulso generoso de servir a los demás sin esperar nada a cambio, es a todas luces decisivo para llevar una vida verdaderamente humana.
Aunque por fortuna son pocos quienes reivindican el egoísmo como elemento de la propia tabla de valores, no por eso sus efectos dejan de estar presentes de modo constante en la vida de todo hombre. Se trata de una pugna que durará toda la vida.
Quien no lucha decididamente contra sus tendencias egoístas, se encamina hacia una auténtica quiebra personal.
Igual que una persona generosa encuentra la felicidad haciendo felices a los demás, el egoísta pasa su vida quejándose de que el resto del mundo no se consagra a hacerle feliz a él.
—Tengo la impresión de que la generosidad y el egoísmo pugnan por lograr el dominio de cada persona, y parece como si esa dominación cristalizara ya desde muy temprana edad.
Un niño o una niña con muy pocos años de edad ya distingue bastante bien la generosidad del egoísmo, y hace opciones morales bien concretas. Son decisiones en las que influye mucho el ejemplo que reciben, pues en la educación de los hijos, como en cualquier proceso de formación, los gestos son más importantes de lo que parece. Las conductas o actitudes egoístas engendran a su vez otras similares en quienes las observan, pues su capacidad de imitación es grande y los modelos vivos son los que tienen mayor capacidad de persuasión. Los comportamientos, las palabras, los gestos, los modos de reaccionar ante sucesos concretos son imitados con rapidez y trasladados a la vida, y así se crea una dinámica que luego no siempre es fácil reconducir.
—Supongo que sucederá lo mismo en sentido positivo…
Afortunadamente. Por eso es importante que las personas descubran pronto la satisfacción personal que brota de la generosidad, del servicio, del hecho de ayudar a otros. Incluso el trabajo nos satisface verdaderamente sólo cuando vemos que aporta algo, que está contribuyendo a hacer algo positivo para otros.
“La mejor forma de conseguir la realización personal –asegura Víctor Frankl– es dedicarse a metas desinteresadas”. La búsqueda egoísta de la felicidad constituye una contradicción en sí misma, puesto que el egoísmo obstruye el camino de la felicidad. Cuando el placer o la comodidad se deben a intereses egoístas, se produce una curiosa paradoja: cuanto más se buscan, tanto más se diluyen; cuanto más se persiguen, tanto más se apartan de nosotros.
Querer a los otros es el mejor regalo que podemos hacernos a nosotros mismos.
Porque ese cariño que damos a los demás revierte en nuestro propio enriquecimiento haciéndonos mejores.
—¿Y ser generoso para alcanzar una satisfacción interior no es, en el fondo, una forma solapada de egoísmo? Existe ese riesgo, sin duda, aunque no me parece muy peligroso, puesto que la propia dinámica de la generosidad va mejorando a la persona y purificando su intención y sus intereses.