Cada día son más frecuentes en nuestras consultas las visitas de padres en busca de asesoramiento, porque no saben qué hacer con sus hijos que van mal en el colegio y quieren saber qué es lo que les pasa.
Unas veces son los propios padres los primeros en darse cuenta del problema por las continuas malas calificaciones o por la pérdida de algún curso, otras son los profesores los que les llaman para decirles que sus hijos no aprenden lo que debieran y, en alguna ocasión, es la propia dirección del colegio que les envía una nota recomendando que el niño vaya a otro colegio, «con pocos alumnos por clase», a ver si así consigue avanzar más en sus estudios.
Cuando los vemos, advertimos enseguida un cierto grado de ansiedad, tanto en el niño, que ya es consciente de su situación, como en los padres, que temen que su hijo tenga algún retraso en su desarrollo intelectivo o, en el mejor de los casos, que tenga algún otro problema que produzca su fracaso escolar y frustre así las esperanzas puestas en él.
El pseudofracaso y el fracaso verdadero Pero antes de proseguir conviene hacer hincapié en la existencia de lo que podríamos denominar «pseudofracasos escolares». Tales son los casos de niños cuyos padres no se conforman con que sus hijos obtengan notas medias y consideran que son lo suficientemente inteligentes para ser los primeros de la clase, como lo fueron ellos, o quizá porque no lo fueron nunca.
Este tipo de padres suele forzar el ritmo del aprendizaje de, sus hijos que, en un principio, a lo mejor pueden responder a estas exigencias, pero que con el tiempo no pueden seguir el esfuerzo y acaban rechazando el colegio y todo lo que signifique estudiar.
Los profesores, ellos en particular o el colegio en general, son a veces también los responsables de estos pseudofracasos al no tolerar más que alumnos brillantes, tachando de incapaces a los que no son tan gratificantes para ellos, pero que en otros colegios menos elitistas, se desenvuelven perfectamente.
Pero ¿qué es realmente el fracaso escolar? Existen muchas definiciones más o menos complicadas aunque, en definitiva, no es otra cosa que el problema que se presenta cuando el niño no obtiene los resultados que se espera de él, es decir, cuando no alcanza los objetivos señalados para su nivel y edad.
Muchos padres, y por supuesto los abuelos, piensan que en sus tiempos no existía este gran problema que, hoy en día, según las estadísticas de casi todos los países occidentales puede alcanzar hasta a la tercera parte de los alumnos. ¿Qué es entonces lo que ha pasado? Aparentemente sólo hay tres respuestas posibles: los niños son ahora más torpes, los planes de estudio son cada vez más difíciles o a los maestros se les ha olvidado enseñar.
Sin embargo hay que fijarse en una cosa: el fracaso escolar aparece cuando la enseñanza se hace obligatoria. ¿Y esto que quiere decir? Pues que el niño que antes no podía estudiar, lo dejaba y se dedicaba a otros menesteres, pero ahora tiene que seguir estudiando porque así lo exige la ley, y van pasando de curso en curso a trancas y barrancas, hasta que al final tiene que arrojar la toalla y dejar los estudio. Lo malo es que, en este momento, se ha creado un fracasado escolar.
Si repasamos en conjunto las posibles causas que se han aducido para explicar este cuadro vemos que, en un principio, fueron valorados primordialmente los factores intelectuales, y el niño que no progresaba en los estudios era simplemente porque tenía una infradotación intelectiva.
Más tarde pasaron a un primer plano los factores afectivo-emocionales y no había fracaso escolar que no se intentara vencer mediante psicoterapia, y ahora son los factores socioculturales los más tenidos en cuenta, pues un entorno desfavorable da lugar a un mayor número de estos fracasos, que son además los más difíciles de corregir.
También es conocida la gran importancia que han tenido en estos últimos años los llamados déficits instrumentales, sobre todo la tan socorrida dislexia, diagnóstico que ha saturado las fichas de psiquiatras, psicólogos y pedagogos en época muy cercana.
Asimismo, la escuela y los profesores han sido objeto de muchas investigaciones y estudios, y últimamente parece que hay una cierta tendencia a considerar los planes de estudio como los máximos responsables del fracaso escolar.
Factores intelectivos y de aprendizaje Vamos a empezar el repaso de estas causas por lo primero que temen los padres: efectivamente los niños no aprenden porque no pueden hacerlo ya que, sin llegar a deficientes mentales, son un poco más cortos de inteligencia que sus compañeros de edad y clase, constituyendo el grupo bastante numeroso de los llamados torpes (en un grupo de niños con fracaso escolar estudiado por mí, la mitad correspondía precisamente a los que tenían el nivel mental más bajo).
Haciendo un inciso, considero muy importante el que los padres sean, en estos casos, informados realísticamente de la capacidad de sus hijos, sin camuflar el problema bajo términos eufemísticos como el de «inmadurez», con el fin de que puedan valorar debidamente los esfuerzos que hace el hijo y que, aunque los resultados no sean muy brillantes, puedan ayudarles a mantener la confianza en sí mismos al no estar continuamente echándoles en cara que son unos vagos y que no estudian porque no quieren.
Un caso especial es el de los niños que padecen lo que se conoce hoy con el nombre un poco enrevesado de «disarmonías cognitivas», concepto que expresa que los procesos intelectivos pueden no tener un desarrollo armónico y, en las sucesivas fases evolutivas, mostrar unos niveles de organización más primitivos y otros más desarrollados con lo que, aun sin ser muy malo el conjunto, hay retrasos en determinadas áreas.
Sin embargo, en otro grupo de cincuenta niños, que también consultaron por problemas escolares, pero tenían un nivel intelectivo normal, al final se produjo un fracaso escolar prácticamente igual al que presentaban los menos dotados intelectivamente.
¿Qué nos quiere decir esto? Pues que efectivamente, en el fracaso escolar intervienen otros factores que no son los puramente intelectivos, totales ni parciales.
A propósito de estos factores recuerdo que, hace ya algunos años, entró en mi consulta una señora con su hijo de unos diez años y me dijo con aire desafiante: «Vengo de Suiza y allí le han diagnosticado a mi hijo algo que usted no sabrá seguramente lo que es: ¡Legastenia!» Yo me sonreí y le dije: «Pues sí que sé lo que es, pero aquí se le suele llamar dislexia.» (Estuve a punto de añadir que también se llama estrofosimbolia, pero me pareció demasiado ensañamiento.
Lo que padecía ese niño, la dislexia, junto con la disgrafía o dificultad para escribir correctamente y la discalculia o tener problemas con las operaciones aritméticas (ésta en mucha menor proporción) constituyen otro gran grupo causante de numerosos fracasos escolares, el de los llamados «trastornos instrumentales» o, para los americanos, «trastornos de las habilidades académicas».
Como hemos dicho, las discalculias son francamente raras, pero en mi experiencia son las de más difícil corrección, pues persisten prácticamente toda la vida. Las disgrafías puras son también poco frecuentes, siéndolo más la dificultad para dibujar las letras por trastorno de la psicomotricidad y de la coordinación, es decir, lo que se llama «dispraxia».
Las dislexias, en cambio, son muy frecuentes, casi siempre acompañadas de disgrafías, y sobre cuya causa hay muchas opiniones (trastorno del oído director, problemas de lateralidad con confusión derecha-izquierda o, y esto parece lo más seguro, disfunción de los hemisferios cerebrales).
Aunque el pronóstico de las dislexias es bastante bueno, ya que el 90% de ellas desaparecen o mejoran notablemente, no hay que dejar por ello de tratarlas lo más pronto posible, pues el estudio en los niños que la padecen llega a hacerse muy penoso, al tener que gastar mucha parte de su tiempo y de sus energías en descifrar lo escrito en los libros. Lo que todavía no sabemos es por qué el trastorno es mucho más frecuente en los niños que en las niñas.
Influencia de la personalidad Hace ya algunos años, más de treinta, un autor francés apellidado Le Gall estudió la correlación que había entre la personalidad de los niños y su éxito en la escuela, y descubrió que ciertas formas de ser temperamentales influían negativamente en los estudios, mientras que otras lo hacían positivamente.
La peor parte la llevaban los llamados «amorfos», también los «apáticos» y, en menor grado, los «nerviosos o inestables». Pues bien, en el grupo antes citado de los fracasos escolares con inteligencia normal, la tercera parte eran pasivos y retraídos y la cuarta parte inquietos y nerviosos, o sea, que Le Gall tenía mucha razón.
El que el fracaso sea producido por un trastorno temperamental no quiere decir que haya que cruzarse de brazos, ya que se puede, y se debe, actuar sobre él, y cuanto antes mejor; a los amorfos y apáticos estimulándoles a la acción mediante el deporte, el scoutismo, dándoles responsabilidades de grupo, etc., y a los inquietos mediante métodos conductuales, de relajación y, en casos muy extremos, hasta con medicación.
Otras veces de lo que se quejan padres y maestros es de la escasa atención del niño, que parece que está siempre «en babia» y que por ello no aprende. Cuando esto sucede, y no es un hiperactivo o inestable de los que hemos descrito en un capítulo anterior, es porque el niño tiene un bajo estado de lo que se conoce con el nombre de «tensión psicológica» o «estado de alerta psicológica permanente» que es la que pone en marcha los mecanismos intelectivos, justo lo contrario del «ensueño» o estado en el que se dejan vagar imágenes e ideas. Sin embargo, hay que considerar que este niño fracasado escolar por excesiva ensoñación, puede que algún día se convierta en un inspirado poeta o un gran novelista y por ello no debe valorarse demasiado negativamente.
Otro problema que se ve con relativa frecuencia es el que se refiere a los niños tímidos y poco agresivos, que cuando en el colegio tienen que enfrentarse solos con las dificultades del aprendizaje escolar, se declaran vencidos ante las primeras contrariedades serias, se refugian en sí mismos y toman una actitud retraída que puede acabar en una inadaptación y, con el tiempo, en un fracaso escolar. Éstos son los clásicos niños que se pierden en una clase muy numerosa y que se salva cuando encuentra un profesor que le ayuda, anima y comprende.
Mucho se ha hablado y escrito de la «inhibición intelectual», término que se refiere a que un bloqueo en el aprendizaje es causa de que el niño, aunque intenta trabajar y obtener buenos resultados, la carga emocional que pone en ello se lo impide y éstos son cada vez más frustrantes, con lo que se aumenta el bloqueo y el estado de ansiedad subsiguiente.
En ocasiones, el bloqueo se produce solamente en determinada materia que tiene un especial significado para el niño, como ser precisamente en la que su padre quiere que triunfe o en la que un hermano ya ha triunfado y él desea o teme superarlo.
No hay que confundir estos cuadros con el de la «inhibición en la expresión» de lo ya aprendido y que se ve también en niños muy tímidos. Esta inhibición les lleva a tartamudear o a callar completamente cuando les preguntan en clase, siendo mejores los resultados en los exámenes escritos. Afortunadamente los profesores suelen darse cuenta pronto del problema.
En otros casos nos encontramos con un tipo de niño al que los franceses denominan «enfant bebe» que, en la mayoría de sus procesos psicológicos no intelectuales, muestran unas características que corresponden a edades inferiores y que ya deberían haber superado. Estos niños suelen ser inconstantes e inquietos, siguen en la edad del juego y desesperan a los padres porque no se toman en serio sus tareas escolares. Suelen ser de buen pronóstico pues, aunque tarde, acaban madurando (éstos sí que son verdaderamente inmaduros), aparece su sentido de la responsabilidad y se toman en serio sus estudios.
Dejando a un lado los niños oposicionistas que se describen en otro lugar, que no estudian porque no quieren y que rechazan el colegio dentro de un cuadro de general rechazo a cualquier deber y norma, tenemos un cuadro que recibe el curioso nombre de «desinterés escolar» y que es una especie de «inapetencia» para los estudios (algunos autores le han comparado con la anorexia nerviosa) y que yo creo que está ligado al mundo de las motivaciones.
Si el niño no tiene motivo para aprender el fracaso final es casi seguro. Un punto muy importante a considerar es que, como el éxito es en sí mismo un motivo de primer orden, las excesivas exigencias en los primeros años de escolaridad son más bien perjudiciales ya que, cuando el niño empieza a ir al colegio, lo suele hacer con una gran ilusión para aprender pero, si surge pronto el «no puedo», puede pasar rápidamente al «no quiero» o al «me tiene sin cuidado».
Lo que yo he visto con relativa frecuencia en estos últimos años es que niños, que hasta entonces no iban mal en sus estudios, al llegar a la adolescencia se «desmotivan», no ya por el bache normal de los chicos y chicas a esta edad, sino porque las motivaciones que antes tenían pierden su prestigio para ellos; así las chicas quieren dejar los estudios para ser modelos de alta costura o los chicos para meterse pronto en negocios, profesiones ambas en las que creen que se gana el dinero fácilmente, sin mucho trabajo y pronto.
Enfermedades físicas y psíquicas Un capítulo muy importante era antes el de los fracasos escolares por defectos sensoriales, tales como defectos de !a audición y de la visión. Hoy tienen una menor importancia dado que en todos los colegios se hacen exámenes médicas frecuentes y estos defectos se detectan pronto.
En cambio los psiquiatras hemos de llamar la atención sobre el hecho de que el retraso y fracaso escolar pueden constituir la manifestación precoz de una enfermedad psíquica que comienza, tal como sucede con una depresión o una psicosis.
El colegio y los métodos de enseñanza Los cambios repetidos de colegio pueden ser causa también de retraso o fracaso escolar debido al esfuerzo que tiene que hacer el niño para adaptarse a sus nuevos compañeros, a sus nuevos profesores y a distinta pedagogía. Asimismo la discontinuidad en la asistencia al colegio, debido en muchas ocasiones a enfermedades de larga duración, son también causa de que el niño pierda el hábito de estudiar después le cueste mucho volver a coger los libros.
Veamos ahora el papel jugado por el colegio en este asunto que nos interesa. Hay opiniones para todo y lo cierto es que los hay magníficos y cada vez mejor dotados de aulas, campos de deporte, profesorado eficiente y hasta equipos psicológicos que estudian el desarrollo intelectivo y de la personalidad del alumno, pero… algunos, en vez de ser centros en los que se atiende a la «formación» global de los niños y a su maduración, tanto intelectiva como afectiva, ética y moral, se preocupan tan sólo meter en sus cabezas un conjunto de saberes en un ambiente de competitividad. Competir es la palabra clave de este tipo de educación y el que no sepa o no pueda hacerlo se quedará en el camino, aunque alguna vez aparezca en los periódicos que un niño se ha fugado en casa o ha intentado suicidarse porque tenía malas notas en el colegio.
En cuanto a los métodos de enseñanza, sólo quiero trasladar aquí lo que oí en un congreso dedicado exclusivamente al fracaso escolar: «Es bueno que haya tantos alumnos que rechazan los actuales planteamientos escolares, pues ello pone en evidencia que son seres psicológicamente sanos y coherentes.» Esto es evidentemente una exageración, pero constituía un aldabonazo para los que tienen el deber de confeccionar los planes de estudio y una llamada de atención para los que tienen que aplicarlos.
La colaboración de los padres Y los padres ¿qué pueden hacer? Lo primero que deben saber es que el «ambiente» educativo familiar es fundamental a la hora de la adaptación del hijo al colegio. Un niño educado en un hogar en el que predominen el orden y la disciplina adecuada se integrará mucho mejor, ya que la mayoría de los colegios están así estructurados.
Asimismo, sobre todo cuando ya son un poco mayores, es también muy importante el ambiente familiar que el niño «respira», y estudiará mucho más motivado en uno en el que el estudio y el saber son altamente valorados y los demás miembros de la familia leen, estudian y se disciplinan en el trabajo.
Creo que es un buen consejo a los padres el que procuren organizar debidamente el estudio de los hijos, sin dejarlo al capricho y a la improvisación de éstos. Debe establecerse un horario, siempre el mismo en lo posible, y un lugar, también siempre el mismo, tranquilo y bien iluminado y, desde luego sin radio ni televisor. Por supuesto han de evitarse las interrupciones de hermanos, amigos o producidas por llamadas telefónicas frecuentes.
Aunque sea un poco pesado e incordiante para los padres, deben seguir muy de cerca los progresos y dificultades escolares y ayudarles dentro de lo que se pueda y deba pero; y ahí está lo más difícil, sin convertir la casa en una cárcel ni el estudio en trabajos forzados.
Por último, cuando se vea que las cosas no marchan bien, hay que buscar ayuda, primero en el mismo colegio y si en él no pueden resolverlo consultar con un psiquiatra o un psicólogo, preferiblemente especializados en problemas de infancia, hasta llegar al fondo del problema y poner los medios adecuados para resolverlo. Todo menos rechazar la realidad y racionalizarla con un «ya aprenderá» o «todavía es muy pequeño», porque en este problema el tiempo es de decisiva importancia.