Hoy en día está muy de moda el término «acoso sexual» para referirse a las mujeres que sufren algún tipo de persecución sexual por parte de los hombres y, casi todos los días, aparecen en periódicos, revistas, radio o televisión, noticias sobre este tema y son frecuentes los debates, en estos dos últimos medios de comunicación, entre personas más o menos conocidas de la sociedad que discuten apasionadamente sobre el mismo.
Es curioso, sin embargo, que nadie mencione el otro acoso sexual, el que sufren los niños, no ya en el sentido que se da a este tipo de «relaciones» entre adultos, que también lo hay y de consecuencias mucho más graves, sino en el del bombardeo de incitaciones a la sexualidad que la infancia sufre a todas horas y desde todas partes, aun en los sitios o en los medios más inesperados. Y ello está cambiando vertiginosamente, no sólo el comportamiento sexual de nuestros niños y adolescentes, sino también el modelo de familia y de sociedad vigentes hasta este último cuarto de siglo.
Hace no mucho tiempo vimos y oímos, en un programa de televisión en el que intervenían padres e hijos, aunque separadamente en ciertos momentos, cómo dos niños, dos hermanos de diez y doce años, a la pregunta de la presentadora de ¿cuál creéis vosotros que fue el motivo de que vuestros padres se enamoraran y casaran?, respondieron, uno detrás del otro, la misma cosa: que lo más importante fueron los atributos anatómicos de la madre (naturalmente los niños se expresaron en realidad con otras palabras).
Hay que decir que parecía una familia media acomodada, que había dado a sus hijos una educación aparentemente esmerada, aunque ya podemos figurarnos de dónde habían sacado las respuestas los dos niños y qué cualidades femeninas iban, bueno, ya lo eran, a ser las apreciadas en un futuro no muy lejano.
Esta escena que acabo de relatar hubiera sido impensable no más lejos de hace veinte años, no digamos cuarenta o cincuenta. ¿Qué ha pasado para que suceda? Entre otras muchas cosas se ha producido lo que, en conjunto, se conoce con el nombre de «revolución sexual», que comenzó con las teorías freudianas sobre el sexo, que se desarrolló después de la primera guerra mundial y, sobre todo, de la segunda y que hoy se encuentra en pleno apogeo. Esta revolución ha coincidido en el tiempo y en el espacio (el mundo occidental) con otra, el llamado «movimiento de la liberación de la mujer», que incluye, dentro de otras muy justas reivindicaciones sociales, el de una libertad sexual semejante a la que gozaba el hombre y que comenzaría ya en la infancia.
Todo ello ha producido que familia, escuela y sociedad estén invadidas de sexo. Todo es válido, no hay inhibiciones, no debe haber prohibiciones y los individuos que intentan substraerse a esta intoxicación masiva empiezan a ser considerados como marginados.
Este problema de la «sexualidad sin fronteras» preocupa ya seriamente a una parte de la sociedad, aunque es más inquietante para los padres de chicas adolescentes, por las consecuencias que, a pesar de todo, pueden derivarse para ellas y sus familias, pues parece que en España andamos ya por los treinta mil embarazos de menores al año. Pero, aun sin consecuencias, los padres advierten que en las adolescentes, la fractura generacional, el «gap» de los angloparlantes, ha sido abismal.
No hace mucho tiempo, una señora, que se encontraba muy inquieta por la conducta desordenada que llevaba una hija suya de diecisiete años, me preguntaba: «Doctor, ¿usted cree que mi hija habrá tenido ya relaciones íntimas con alguno de los chicos con quien sale». Yo, que todavía no había visto a la chica tuve que contestarle: «Señora, el 70% de las chicas de la edad de su hija ya las tienen, pero con la conducta que usted me dice que ella lleva, las probabilidades suben al 100%.» Efectivamente, cuando hablé a solas con la chica, se confirmó plenamente el pronóstico.
Estas mismas estadísticas nos dicen que a los quince años, cerca del 20% de las adolescentes han tenido ya la primera experiencia sexual completa. Por cierto, que los defensores de la igualdad total entre el hombre y la mujer, pueden sentirse plenamente satisfechos en el aspecto que ahora tratamos, pues estas estadísticas revelan absoluta paridad entre chicos y chicas.
Todo esto nos lleva a considerar el problema de la precocidad en las relaciones sexuales y su trivialización. Un ginecólogo amigo mío, me contaba que un día se le presentó, en su consulta de la Seguridad Social, una chica de quince años con la petición de que le recetara unos anovulatorios, y al preguntarle mi amigo que para qué los quería, la respuesta fue: «Es que ya he cumplido los quince años y, en cualquier momento, tendré mi primera relación sexual, por lo que quiero estar prevenida.» El problema no está sólo en el aumento galopante de los embarazos de adolescentes, con sus secuelas de abortos o maternidades precoces, amén del crecimiento de las enfermedades de transmisión sexual, sino también en los efectos que, a la larga, acaban produciendo en la personalidad, y aun en la propia sexualidad, de estos jóvenes inmaduros, física, emocional y psicológicamente para comenzar tan pronto una vida sexual que acaba siendo promiscua y que conduce a una conducta desinhibida que no se limita a lo sexual sino que se difunde a todo el ser del joven. Son los chicos y chicas del «todo vale», en cualquier circunstancia de la vida y ante cualquier problema. Lo malo es que de adulto, sus respuestas seguirán siendo las mismas.
Veamos ahora algunas de las circunstancias que están contribuyendo poco a poco a estos cambios de la conducta sexual de niños y adolescentes.
Consideremos en primer lugar el ambiente en el que se desarrollan los primeros años del niño, es decir, la familia.
Condicionamientos familiares En el capítulo dedicado al complejo de Edipo, comentaba la costumbre adquirida por algunos, bastantes, matrimonios, de exhibirse desnudos, parcial o completamente, delante de sus hijos pequeños. Esta desnudez puede ser física, pero también puede ser psicológica cuando hablan delante de ellos de sus intimidades, aun de las sexuales, tal como veíamos en el caso de los dos niños del programa de la TV.
A este respecto de las costumbres parentales, recuerdo que el único caso visto por mí de aberración sexual a una edad tan temprana como los tres años, fue el de una niña de este tiempo, cuyos padres me decían muy extrañados: «Doctor, no sabemos por qué hará eso la niña, pues en nuestra casa somos muy liberales en esto del sexo y ella nos ha visto desnudos muchas veces, y hasta nos bañamos toda la familia juntos.» Les hice ver, con el mayor tacto que pude, dónde residía el problema y, al poco tiempo, dejó de imitar lo que había visto e imitado.
Sin salir del hogar, trataremos ahora de ese personaje, parlanchín, omnipresente y podríamos decir que casi omnipotente, al que se le ve y escucha más que a cualquier miembro de la familia, incluidos los padres. Como habrán adivinado los lectores me estoy refiriendo a la televisión, y aunque este problema se trata más ampliamente en otro capítulo, es curioso el hecho de que se hayan producido protestas múltiples por la gran cantidad de escenas violentas que aparecen en la pantalla, porque se supone, y con razón, que pueden incitar a la violencia a los niños y adolescentes que las contemplan y, sin embargo, son muy pocos los que se han atrevido a hablar, quizá para que no se les tache de retrógrados, del gran número de escenas de la más cruda sexualidad que los niños pueden ver en TV.
Para muchos niños de seis o siete años, ya no tienen secretos las relaciones sexuales completas, no ya entre marido y mujer, que también se ven, sino entre hombres y mujeres y aun entre adolescentes, por ahora de distinto sexo, que no tienen más lazo común que el de acabar de conocerse, pareciendo que la relación sexual constituye un rito casi obligado para acabar los encuentros entre dos o más personas.
Ni qué decir tiene que los niños que ven mucha televisión acaban considerando normal que cuando un esposo o una esposa hacen un viaje solos, o se van simplemente unas horas fuera de casa, aprovechan unas y otros para cometer adulterio con algún amigo o amiga, o ni siquiera eso, con un simple conocido accidentalmente.
Se pueden ver series, como una muy conocida, dado la hora de la emisión, en la que unas señoras, que no sólo podrían ser las madres sino también las abuelas de los niños que la pueden estar viendo, no hablan más que de sexo y de sus respectivos líos amorosos, como si esto fuera lo más normal del mundo a esas edades. En otra serie, una señora y su hija comparten los favores de un apuesto joven, con escenas que ni los más atrevidos «vaudevilles» franceses de hace algunos años, se hubieran atrevido a sacar a un escenario. Y como éstas, montones y montones de series televisivas que los niños se tragan sin pestañear con la aprobación y el consentimiento de los padres. Yo creo que no hay una sola serie de las «especiales» para adolescentes, que no sea una invitación pura y simple al sexo libre.
Todo lo dicho se refiere a unas horas del día que pudiéramos llamar normales, porque después, sobre todo en algunos canales especializados en desnudismo y pornografía, se emiten numerosas series y películas eróticas que, en teoría, los niños y adolescentes no deberían ver, pero que el uso, cada vez más extendido, de que los chicos y chicas tenga un aparato de TV en su habitación, hace que la seguridad de que no las van a ver desaparece por completo, y lo que ven en esas películas acabará por entrar en su concepto de «normalidad».
A esto añadiremos que en muchos anuncios, y se ha calculado que al año se pueden ver hasta quince mil, hay claras insinuaciones y referencias sexuales y, como colofón, una propaganda «sanitaria» comercial y aun estatal, que invita a los jóvenes a tener relaciones sexuales completas, aunque eso si, utilizando medios mecánicos para evitar problemas.
Dentro de esta sexualización del mundo infantil, hay que señalar también el cambio que están sufriendo sus lecturas, esos denominados cómics, escritos y dibujados expresamente para ellos, que están plagados de escenas de violencia, sadismo y una sexualidad mal encubierta y que los padres compran a sus hijos como si de los antiguos e inocentes tebeos se tratara.
Para terminar con los problemas que se pueden encontrar en el hogar, tenemos el de las líneas telefónicas o páginas de internet eróticas, que por la facilidad del servicio, hace que sean utilizados por los niños sin que sus padres se enteren.
El factor colegio y la educación sexual Pasemos ahora a ocuparnos de otro factor importante en el problema que nos preocupa, la escuela y, dentro de ella, de la coeducación y de la educación sexual.
La coeducación, en sí, no es mala, pues los niños y niñas juegan juntos fueran de las horas escolares y durante las vacaciones. ¿Por qué no han de estudiar juntos? Esto parece tan razonable que hasta muchas órdenes religiosas tienen colegios mixtos. El problema reside en la clase de colegios al que los padres mandan a sus hijos, porque en algunos de ellos, naturalmente en nombre del progreso y de la liberación sexual, se hacen acampadas y otras actividades parecidas donde niños y niñas duermen en el mismo dormitorio.
Por supuesto que la educación monosexual, es decir, con chico y chica en distintos colegios, sigue teniendo los mismos valores que tuvo siempre; muchas generaciones de hombres y mujeres hemos sido así educados y no parece que nos haya ido tan mal.
Sobre el tema de la educación sexual se han escrito toneladas de papel, se han pronunciado miles de conferencias y se han dado cientos de cursillos para padres y educadores y parece que se ha llegado a un consenso sobre su utilidad para evitar la falta de información o, valga la paradoja, una información deformada.
Que el niño y la niña estén enterados de cómo funciona el organismo y de cómo se produce desde un principio la maternidad, ayudará a evitar muchas fantasías sobre estos temas que, sobre todo en las niñas, pueden originar angustias y sobresaltos. Ahora bien, de ahí a enseñar a preadolescentes de diez y doce años las técnicas de acoplamiento sexual va un abismo. Y eso es lo que en determinados países y determinados colegios se enseña, produciendo, casi matemáticamente, una precocidad en las relaciones sexuales, porque es muy tentador pasar de la teoría a la práctica. Humorísticamente podríamos comparar esta información con las clases de cocina, en las que las alumnas acaban comiéndose sus propios trabajos culinarios.
El problema reside en que, en muchos sitios se confunde la educación sexual con la información sexual y, si me apuran, con la información genital. La verdadera educación es la «formación», tanto en esta materia como en otras. Por ello no puede abordarse lo propiamente sexual sin tratar los aspectos afectivos, emocionales y éticos de la relación mujer-hombre, para evitar que se acabe considerando las personas del otro sexo como un «objeto de placen» y no como un «sujeto», con toda la riqueza que cada chico o chica posee en sus cualidades personales.
En relación con estos temas, es muy revelador el que, en una reciente reunión de la Asociación Médica Británica, sonó la alarma general cuando se reveló que, en Inglaterra, se producían ya 117.000 embarazos anuales en chicas de quince a diecinueve años. La solución que preconizaron algunos médicos fue la de comenzar la educación sexual «obligatoria» a partir de los seis años «lo más tarde», es decir, que para hacer frente a las consecuencias de una excesiva libertad sexual, lo mejor era aprender sexo antes de los seis años. Sin embargo, la mayoría opinó que el remedio iba a agravar más la enfermedad, pues los embarazos juveniles no eran más que el signo de que el sistema familiar inglés estaba desintegrándose y que lo que había que hacer era combatir el mal, no los síntomas, llegándose a la conclusión final de que, «si se trata de construir, hay que hacerlo a partir de los fundamentos de la fidelidad y no de la promiscuidad protegida».
El quién y el cuándo de la educación sexual son los otros dos temas importantes de ésta. Es incuestionable que toda esta información debe ser suministrada cuando la madurez intelectiva del niño lo permita, pues las cosas a medio entender producen unas fantasías erróneas, aún más perjudiciales que la pura ignorancia.
En cuanto al quién, creo que, salvo casos muy concretos de confianza en el profesorado, la educación sexual debe ser, por lo menos, comenzada en el propio hogar y por los propios padres, aunque éstos tengan que vencer, primero, su propia ignorancia en algunos aspectos, pues no todos tienen por qué saber donde está la Trompa de Falopio y segundo, cierto pudor de hablar «de estas cosas» a los hijos. Mi consejo es que se lean alguno de los manuales de confianza que hay en el mercado.
Una cosa muy importante que los padres deben inculcar a sus hijos es que los conceptos de virilidad y feminidad se refieren, no sólo a lo estrictamente sexual, sino también a un conjunto de cualidades psicológicas que configuran los prototipos hombre-mujer y que se puede ser muy viril o muy femenina dentro de una castidad libremente asumida.
Los condicionamientos sociales El tercer factor que interviene, también muy activamente, en lo que he llamado «acoso sexual a la infancia», es la sociedad en su conjunto. Veamos cómo.
Hace casi veinte años vi a una chica de diecisiete, que trabajaba en unos grandes almacenes, y cuya familia la llevaba a la consulta porque se estaba volviendo bastante rara: no quería salir de casa, parecía muy deprimida y no quería decir lo que le pasaba. Cuando quedó a solas conmigo me confesó que si no salla apenas de casa, iba reduciendo sus amistades y se encontraba un poco triste, era porque se iba encontrando cada vez más aislada, al hacer gala sus compañeras de una libertad sexual que a ella no le gustaba y, ante esta situación, no sabía qué hacer.
Fue la primera vez que se me presentaba un caso semejante pero, a partir de entonces, lo he visto en bastantes ocasiones y son un exponente del aislamiento social al que se ven sometidos los adolescentes de ambos sexos que se resisten a las costumbres actuales en materia de sexualidad. Sin embargo me ha parecido notar, en los últimos dos o tres años, que el sexo libre ya no está tan bien visto como antes y que la castidad empieza a ser otra vez valorada positivamente, al menos en las chicas.
Y es que nuestros adolescentes han cambiado, en estos últimos veinte años, sus hábitos sociales y se comportan según los dictados de una cultura dominante que ha uniformado a media humanidad juvenil. Todos visten los mismos vaqueros, escuchan la misma música, beben Coca Cola y comen hamburguesas, tal como lo ven en las películas, aparece en las pantallas de TV o les inducen los anuncios de las multinacionales. Dentro de esta uniformidad está la conducta sexual que, según estos medios de comunicación de masas, es de absoluta libertad.
Si ya es difícil substraerse a esta presión del medio ambiente, el Estado lo ha puesto aún más, al divulgar desde un ministerio y mediante folletos que reparten gratuitamente a los escolares, las excelencias de la masturbación solitaria o en comandita y lo beneficioso que es para su «realización sexual».
Por todo ello conviene aclarar dos cosas. Si es falso que la masturbación produce graves enfermedades de la médula o debilita la mente, no lo es menos que la continencia sexual puede ser causa de neurosis, depresiones o aun enfermedades mentales. Si un chico o una chica no desea mantener relaciones sexuales, no ha de ser mirado como un bicho raro o aun insultado más o menos veladamente con adjetivos como el de «reprimido», pues la represión no es una imposición de la que hay que liberarse, sino que el control de los instintos puede ser algo voluntario y activo, control que, naturalmente, debe empezar y acabar en uno mismo, sin intentar imponérselo a los demás por la fuerza, así como que los demás tampoco deben imponer su descontrol al que no quiere descontrolarse.
A propósito: ¿se acuerda alguien que fue el propio Freud el que desarrolló la teoría de la sublimación de los instintos? En resumen, que hay que huir de las exageraciones. Ni prohibir decir la palabra «pierna» delante de una señora, como dicen que pasaba en la corte de la Reina Victoria de Inglaterra, ni declarar las relaciones sexuales de uso obligatorio en la adolescencia, bajo pena de ostracismo.