¿Estamos ante un hecho transitorio o realmente la familia, tal como la hemos conocido hasta ahora, está en trance de desaparición? El hecho es que el número de familias que se rompen con la separación y el divorcio de los padres es cada día mayor, sobre todo en parejas de menos de cuarenta años.
No hay más que mirar en torno a nosotros, muchas veces en nuestra propia familia, para ver matrimonios que se separan, a veces por los motivos más fútiles. No quisiera ser pesimista, pero creo que en España debemos estar ya cerca del 20% de hogares rotos por el divorcio, aunque todavía no hemos llegado a la proporción de otros países «más avanzados» como los Estados Unidos, en el que cuatro a cinco de cada diez matrimonios acaban rotos.
No vamos a considerar aquí las causas de estas separaciones ni las consecuencias que producen en los padres, sino que nos ocuparemos únicamente de los efectos que generan en los hijos, a los que un psiquiatra vienés, hace ya más de cincuenta años, pronosticaba un porvenir de «abandono social, inmoralidad y delito». Hoy nos parecen, afortunadamente, estas palabras bastante exageradas, aunque tampoco hay que minimizar el problema porque puede que los padres ganen con la separación, y es posible que así sea en muchas ocasiones, pero «los que nunca ganan y siempre pierden son los hijos».
No he visto un solo caso, repito, ni uno solo, en el que los hijos se hayan alegrado de la separación de los padres. El mayor o menor número de problemas que presenten depende de una serie de circunstancias como son: las relaciones padres-hijos anteriores, el grado de unión de los hermanos, la forma en que los padres llevan su separación, la buena integración social del niño y, en última instancia, del temperamento y carácter de éste.
En algunas ocasiones el niño llega a sentir cierto alivio, si la ruptura ha sido precedida de esa situación penosa e insostenible que se conoce con el nombre de «divorcio emocional», durante la cual los hijos han tenido que soportar momentos de fuerte tensión, discusiones, amenazas y aun agresiones físicas entre los padres. Durante este tiempo es frecuente ver ya en los hijos síntomas de ansiedad, depresión, insomnio, problemas de carácter, disminución de los rendimientos escolares, falta de apetito o cefaleas y en ocasiones, sentimientos de culpa por haber tomado partido por uno de los progenitores, con las correspondientes tendencias hostiles hacia el otro. De todas maneras, por muy bien que vayan las cosas, todos presentan, más pronto o más tarde, y más cuanto más pequeños son, un sentimiento de frustración, de «hambre de afecto» y de que algo les falta, y ello aunque los padres hayan formado nuevos hogares y rehecho la pareja, ya que entonces aparecen ambivalencias afectivas que pueden tardar años en superarse, si es que se superan.
Los casos que nos llegan a los psiquiatras o psicólogos a la consulta son, naturalmente, los de los niños que han reaccionado peor. Yo he visto bastantes en los últimos años y puedo decir que, en casi todos estos «hijos de divorcio», las complicaciones se debían a algo muy frecuente y realmente penoso: la lucha de los padres por atraerse a los niños. Por ello es frecuente ver que, cuando el hijo está en casa de la madre, ésta aprovecha para hablar mal del padre, y cuando está con el padre, éste ataca a la madre, en un intento de ambos de predisponerle en contra del otro cónyuge, convirtiendo al niño en una especie de rehén en una situación de secuestro afectivo.
Siempre recordaré que, en una ocasión, tuve que intervenir en un caso en que una madre, al no fiarse de lo que hacía el padre con los hijos cuando estaban en casa de éste, llegó al extremo de colocarle a uno de ellos, el mayor, un micrófono debajo de su camisa para, introduciéndose en un coche aparcado en las cercanías del domicilio, escuchar todo lo que hablaban y lo que allí sucedía; lo peor fue que se produjo una confirmación de los temores de la madre, pues dos niños sufrían un verdadero maltrato psicológico y físico por parte del padre.
La separación con niños pequeños De todas formas, y aunque las cosas transcurran más apaciblemente y sin tanta lucha, lo habitual es que los hijos pasen, una vez consumada la separación, por un estado, más o menos importante, de depresión y ansiedad. Se manifestará en una tendencia al aislamiento y al rechazo social a mostrarse huraños y recelosos y a elaborar una conducta con rebeldía, negativismo, cóleras inmotivadas y aun con fugas del domicilio que le ha tocado «en suerte».
En el mejor de los casos uno o los dos progenitores formaban un nuevo hogar y yo veía a los hijos hechos un verdadero lío. No sabían cómo colocar exactamente a los miembros de su nueva familia en su anterior esquema familiar. Había un chico que para distinguir a los padres, el antiguo y el nuevo, a uno le llamaba papá y al otro padre; otro que denominaba «tía» a la nueva mujer de su padre, si bien la mayoría decían «la que vive con mi padre» o «el que vive con mi madre», aunque era aún peor cuando ni siquiera les identificaban; eran simplemente «el otro» o «la otra».
Todo el que conozca algo de psicología infantil sabe cuán importante es el proceso de identificación, para el desarrollo de la personalidad infantil, de la niña con la madre y del niño con el padre.
¿Qué sucede cuando tienen que identificarse con dos padres o dos madres, o a veces con más en los casos de más de un divorcio? Esta identificación es más difícil y no es infrecuente que, en este proceso de cruces y de cambios de afectos, el niño acabe odiando a alguno de sus padres. Al padre porque le ha dejado sin madre, a la madre porque le ha dejado sin padre o a los dos por haber roto la unidad familiar. Y cuando esto se produce, también a los nuevos padres a los que acaba asignando los antiguos y odiados papeles de padrastro o madrastra (no se olvide que la terminación «astro» es despectiva en nuestro idioma), pudiendo conducir todo ello al desarrollo de «contraidentificaciones» que perturban grandemente la personalidad del niño o del adolescente.
Hemos hablado de las parejas separadas que rehacen sus vidas formando un nuevo hogar, pero hay ocasiones en que los padres, sobre todo las madres, no quieren o no pueden hacerlo y viven solos con los hijos que el juez les ha asignado, aunque con la obligación de que éstos pasen determinado tiempo con el otro cónyuge.
Esto puede crear algún otro problema como es el que se produce cuando a un niño pequeñito le separan de la madre por la probada incapacidad de ésta para educar al hijo (esto sucede muy raras veces) y el niño acaba sufriendo lo que se conoce con el nombre de «carencia afectiva», que está producida por la privación del afecto materno, y lleva a una deficiencia en las relaciones interpersonales que comienzan precisamente en la relación madre-hijo, pero que, y esto vale para los que encuentran nuevos hogares, se produce también con frecuentes cambios de figura materna, si esto sucede en los primeros cuatro años de la vida.
Además de esto hay que consignar que los hombres no suelen estar especialmente dotados para el cuidado de niños pequeños, y tienen que encargar a manos mercenarias este cuidado y la educación de los hijos, si es que los jueces, como sucede en algunos países con buenas instituciones para niños pequeños, no encuentran preferible internar a los niños en alguna de ellas; en nuestro país creemos que muy incapaz tiene que ser el padre para recurrir a esta última solución.
La realidad es que los jueces entregan la custodia de los niños pequeños a la madre pero, y aquí podemos tropezar con un nuevo problema: si no trabajaba antes, tiene que empezar a hacerlo en la mayoría de los casos, pues la pensión del ex-marido no suele bastar y a veces ni llega, produciéndose una situación que tiene cierto parecido a la que sufren las madres solteras: el trabajo les roba el tiempo necesario para el cuidado de los hijos, pues éstos no necesitan sólo amor y dedicación sino también bastante tiempo.
La solución podría ser una guardería infantil, pero este arreglo es sólo bueno si el niño permaneciera en ella cuatro o cinco horas y el resto del día lo pasara con la madre, cosa que sucede raramente; en la mayoría de los casos ésta lleva al hijo o hijos a las ocho de la mañana y los recoge casi a la hora de darles la cena y meterles en la cama. Veamos un par de casos en los que se dan estas circunstancias y que tuvimos que ver por problemas de ansiedad y de carácter.
El primero se trataba de una niña de cuatro años que era dejada en casa de una vecina a las siete de la mañana porque la madre entraba a trabajar a las ocho; la vecina la tenía en su casa hasta las ocho y media, hora en que la llevaba a una guardería en la que permanecía hasta las cinco de la tarde; después la recogía otra vecina y estaba en su casa hasta las siete, hora en que su madre, al terminar de trabajar, la llevaba a su hogar. A las ocho de la noche la acostaba, dado el madrugón que tenía que sufrir la niña al día siguiente. Resultado: la niña había estado, por lo menos, con cuatro «madres», si es que en la guardería no había pasado por más de una cuidadora.
El otro caso era el de una niña de seis años. Era recogida por una familia extraña a las siete de la mañana, se encargaba de llevarla al colegio, recogerla por la tarde y estar con ella hasta las ocho de la noche, hora en la que la recogía la madre. Aparentemente el caso parece menos traumático para la niña; pero lo malo es que, cuando yo la vi, ¡iba por la cuarta familia! La separación con niños mayores Si la separación se produce cuando los hijos son ya adolescentes los problemas son de otro tipo. Ellos ya han tomado parte por uno de los progenitores durante el período tempestuoso del pre-divorcio y a lo mejor o, si hablamos con propiedad, a lo peor, les cae la custodia al padre o a la madre odiados; con ello aparecen choques verbales o físicos que acaban mal para el hijo, lo mismo si se doblega (aparición de depresiones, ansiedad, ruptura con el medio ambiente) que si se rebela (agresividad, malhumor, fugas). En ambos casos, el chico o la chica acaban distanciándose afectivamente de la familia, más de lo que es corriente a esta edad, y resuelven sus problemas fuera del hogar, en el grupo o pandilla en el que encuentran la afinidad de la que carecen en casa.
Al no disponer del contrapeso que supone unas buenas relaciones con los padres es más fácil que se produzca una mayor dependencia del grupo y una mayor posibilidad de desarrollar conductas antisociales o de caer en alcoholismo y drogas, sin que esto quiera decir que ello sucederá indefectiblemente. No todo hijo del divorcio acaba en delincuente, como quería nuestro psiquiatra vienés, pero si es cierto que está más expuesto y, aunque sólo una minoría termine así, en todas las estadísticas sobre problemas de conducta y delincuencia juvenil hay una gran proporción de padres separados.
Podríamos decir, si no fuera un contrasentido, que !a «mejor edad» del niño para que sus padres se separen es la comprendida entre los siete y los once años pues ya no sufre de «carencia afectiva». Tiene un grado suficiente de madurez, su comprensión de lo que sucede es mejor, sobre todo si los padres se lo explican adecuadamente asegurándole su amor a pesar de todo y su capacidad de adaptación es lo suficientemente elástica para integrarse en las nuevas condiciones familiares.
Una situación verdaderamente lamentable se produce cuando un juez superior revoca una sentencia anterior y los hijos, después de haberse adaptado a una situación tienen que cambiar a otra, que suele ser la opuesta. Tal es el caso en el que tuve que intervenir hace ya algunos años, en el que un juez, ante la conducta inadecuada de la madre, entregó la custodia de tres niñas y un niño comprendidos entre los dos y diez años de edad al padre, y otro juez, con unas ideas muy particulares al respecto, pasó la custodia a la madre, cuando la hija mayor era casi una mujer a sus dieciséis años, teniendo ésta que dedicarse a la defensa de sus hermanos frente a los maltratos de la madre, con la consiguiente desesperación del padre que no podía hacer nada para evitarlo.
Prevención y actitud a tomar ¿Qué hacer en todos estos casos de ruptura familiar? En medicina hace muchos años que sabemos que es mejor la prevención que la curación, es decir, que para evitar las consecuencias de las separaciones y divorcios, lo mejor es no separarse ni divorciarse. Esto dicho así parece, y lo es, una perogrullada, pues si la gente se separa es quizá porque no ha encontrado otra solución mejor, o por lo menos así lo parece, y ya hemos hablado del penoso período anterior a la separación y su influencia en los hijos, pero lo cierto es también que, en estos últimos treinta años, se ha producido algo que pudiéramos denominar la «futilización» del divorcio, ya que las parejas se separan, en una gran proporción de casos, por motivos más bien banales que podrían ser superados, si no fácilmente, sí con un poco de sacrificio y una mejor formación ética, moral y religiosa de los esposos que les proporcionarían un mayor sentido de la responsabilidad y una madurez de las que parece que carecen hoy en día mucha gente que se casan un poco alegremente.
Cuando la prevención falla se produce la separación, y si en los hijos aparecen las señales de que algo va mal en ellos hay que tratar adecuadamente sus problemas. Esto no quiere decir que haya que poner en tratamiento a todos los hijos de los separados, pues si las separaciones están hechas con un poco de sensatez explicando a los hijos lo que ha pasado, sin más traumas que la pérdida parcial (en el espacio y en el tiempo) de uno de los progenitores, pero asegurándoles la permanencia de su amor y dedicación, y, sobre todo, sin que se produzcan guerras entre los padres, primero por su posesión y luego para que odien al otro miembro de la pareja desunida, estos hijos no presentarán con tanta frecuencia síntomas patológicos. De todas maneras, casi siempre se producen mecanismos de defensa del Yo infantil, siendo el más común el desarrollo de un «caparazón afectivo» que les hace inmunes al sufrimiento y les evita las heridas y que de momento resuelve sus problemas pero que, a la larga, produce un tipo de personalidad frío, inafectivo y egoísta.
El tratamiento más idóneo de los problemas infantiles de la separación es el de la psicoterapia, bien individual o bien familiar, siendo esta última la preferida e interviniendo todos los miembros de la familia, pero sin perder nunca de vista que lo que nosotros, los paidopsiquiatras, intentamos, es tratar la patología del niño, no arreglar el matrimonio, que es misión de otros terapeutas, aunque algunas veces pueda producirse en el curso de nuestra intervención, si bien mi experiencia me dice que esto sucede raras veces.
La muerte de uno de los padres Otro caso es cuando la familia se rompe, no por una separación, sino por la pérdida de algún progenitor. Y si uno lee los antiguos tratados de psicología y psiquiatría infantiles ve que dedicaban extensos capítulos a la orfandad, bien parcial por la desaparición del padre o de la madre, bien total si faltaban ambos.
Afortunadamente, hoy en día la vida media de hombres y mujeres se ha alargado tan considerablemente que, en general, cuando los padres mueren los hijos son tan mayores que difícilmente podría tildárseles de huérfanos (sólo la carretera sigue produciéndolos con cierta asiduidad). Hay una excepción a lo dicho anteriormente y la constituyen las guerras, que todavía son capaces de llenar orfanatos en los países en que esta desgracia ocurre.
Veamos en primer lugar los efectos de la carencia de la madre: Cuando ésta se produce, y una vez pasado el shock que la muerte de la madre origina en el padre y en los hijos, la familia intenta adaptarse a la nueva situación e indefectiblemente tenderá a recuperar el equilibrio perdido, buscando para ello una sustituta de la madre, bien fuera de la familia con un nuevo matrimonio del padre, surgiendo con ello la figura de la madrastra, bien dentro de ella adoptando la hija mayor el papel de madre.
Cuando es la hija mayor la que ocupa el papel de la madre ausente, los demás hermanos la respetan y obedecen con arreglo a su nuevo «rol» y acaban por tener hacia ella una relación afectiva que es más de madre-hijos que de hermana-hermanos, mientras que con el padre se produce una situación ambivalente, pues tiene que ser una especie de esposa para llevar la casa, cuidar de las necesidades materiales de la familia, compartir con él las inquietudes económicas, conllevar la educación de los hermanos pequeños, etc., mientras que en el plano afectivo no puede haber ningún cambio y las relaciones tienen que seguir siendo las puramente filiales.
Esta situación suele durar hasta la emancipación de todos los hijos, pero no es extraño que la simbiosis creada respecto al padre se mantenga durante toda la vida de éste, con el consiguiente cercenamiento de las posibilidades vitales de la hija. Por ello el padre debe renunciar a tiempo a la comodidad que esta situación supone para él y permitir que la hija viva su propia vida.
Cuando el padre se casa de nuevo, el papel de la madre muerta es incorporado por la madrastra, lo cual suele ser motivo de conflictos en un principio, sobre todo si los hijos son ya un poco mayores, y más aún si se había llegado al equilibrio familiar descrito anteriormente cuando una de las hijas tenía ya en propiedad el papel de madre y tanto ella, como los demás hijos, toleran mal que «otra mujer» venga a suplantarla. De todas maneras, sobre todo si los hijos son pequeños, tarde o temprano se vuelve a rehacer el equilibrio familiar, aceptando cada cual el papel que le corresponde sin que se produzcan traumas mayores, en contra de la leyenda que hace de la madrastra un ser necesariamente negativo.
Cuando realmente pueden aparecer cuadros de carencia de afecto y posteriormente trastornos de la vida emocional y de la personalidad en estos niños sin madre, es cuando no aparece ninguna imagen sustitutiva de esta hermana, madrastra, abuela joven, tía soltera, etc., y se recurre a personal contratado que suele cambiar con relativa frecuencia, pues la imagen de la sirvienta abnegada que se sacrifica durante muchos años, quizá toda la vida, pasó a la historia hace ya mucho tiempo. Peor aún es si se recurre a un internado precoz.
Si es el padre el que fallece, su ausencia suele producir problemas que son más bien de tipo económico que afectivo, sobre todo antes, cuando las madres no trabajaban fuera del hogar pero, aun en el caso de que la madre sea solvente económicamente, se puede reproducir el cuadro antes descrito de la madre separada a la que confían la custodia de los hijos.
Cuando la carencia paterna se hace notar más es cuando los hijos se van haciendo mayores y más aún durante su época de adolescentes, al carecer «éstos» y aun «éstas» de una figura paterna con la que identificarse (su Yo ideal) que les dé seguridad y estabilidad y que les pueda servir de guía en el camino de la vida, amén de que en esta edad es más necesaria que nunca la autoridad que el padre representa.
Es cierto que la madre puede desempeñar el papel de padre, si tiene las cualidades necesarias para ello, pero lo que es mucho más raro, es que uno de los hermanos lo tome. La figura del padrastro está más desdibujada y éste suele ser mejor tolerado por las hijas que por los hijos, sobre todo si estos últimos han llegado ya a la edad de la adolescencia, pues verán en el nuevo padre un intruso y un rival que les disputa el cariño de la madre, produciéndose así verdaderas situaciones edípicas en el sentido freudiano.
Por último he de señalar la posibilidad, tanto en estos casos de padre muerto y nuevo matrimonio de la madre como en el de la formación de un nuevo hogar por parte de la madre separada, de que se produzcan casos de incesto o, por lo menos, de abusos sexuales por parte del nuevo padre con las hijas de los anteriores matrimonios, al debilitarse el tabú de la consanguinidad en personas de muy deficiente formación, no ya religiosa, sino de simple ética o moral, dada la convivencia forzosamente íntima que supone la vida familiar. En casos de muerte de la madre o nuevo matrimonio del padre, la posibilidad de un incesto es afortunadamente, hoy por hoy, mucho menor.