Es evidente que los hombres podemos tener miedo, y ésta es una experiencia por la que todos hemos pasado, no siendo el valor nada más que una superación del mismo. Los niños también lo tienen, como es natural, aunque de otro modo y de otras cosas que los adultos.
Los miedos infantiles han sido muy estudiados desde que, ya en 1895, el francés Binet escribió una obra sobre ellos, “La peur chez les enfants” y, a partir de entonces, la psicología evolutiva ha desarrollado el tema y elaborado unas tablas en las que se describen estos miedos con arreglo a la edad del niño, llegándose al extremo de describir miedos prenatales y paranatales.
Los miedos precoces Se han descrito, y experimentado, los miedos que puede sufrir el recién nacido, pues se ha comprobado que éste no sólo tiene sentimientos de placer (al mamar) y de displacer (al estar mojado) sino también de temor, como el que se produce si se le retira al bebé bruscamente su base de sustentación (reacción de sobresalto).
Para la moderna etología del austríaco Lorenz, los miedos tienen una base genética, con esquemas innatos de desencadenamiento frente a determinadas señales, en nuestro caso de peligro, que determinan un código de conducta de temor.
Los miedos infantiles van aumentando de frecuencia a partir del nacimiento, son ya muy visibles a los tres años, alcanzan un máximo de cuatro a siete, comenzando a descender, aun con alternativas, desde esta edad hasta la adolescencia, edad en la que casi desaparecen como tales y son sustituidos por los temores propios de la edad adulta.
Un niño de tres a seis meses puede asustarse cuando una persona o cosa (un juguete, una jeringuilla), con la que ha tenido una experiencia displacentera, vuelve a ponerse otra vez delante de él. A los ocho meses se puede producir lo que se conoce con el nombre de «temor del octavo mes» que se desencadena como reacción frente a caras extrañas cuando la madre está ausente y no puede, por tanto, identificarla.
He de señalar que algunos autores han criticado bastante la universalidad de estos miedos precoces, considerando que son producto de «laboratorio psicológico» pues, si se observa al niño en el propio hogar, o no aparecen, a lo hacen en mucha menor proporción, viéndose por ello que muchos niños de ocho meses reaccionan con una sonrisa en presencia de una persona que no conocen, si se encuentran en su hábitat habitual y conocido.
Con dos años, los niños pueden demostrar ya miedos a ruidos, movimientos bruscos, luces y sombras y animales.
De los 3 a los 10 años A los tres años, manifiestan sus miedos con mucha mayor claridad y dan señales de temor frente a cambios repentinos de “status”, como una nueva cara, un nuevo aposento o un nuevo sitio de recreo. Estos temores son todavía bastante fragmentarios y focalizados, es decir, muy concretos, tal como puede suceder cuando un padre, lleno de ilusión, compra un bonito juguete mecánico a su hijo y éste empieza a llorar porque siente miedo ante este nuevo objeto, lo que produce una gran decepción en el progenitor.
Con cuatro o cinco años aparecen ya unos miedos que podríamos calificar de «naturales», como son los que se desencadenan con los truenos, la oscuridad, el fuego o los animales salvajes. Estos miedos no son, para los junguianos (del psiquiatra suizo Jung) más que una huella hereditaria de las angustias sufridas por la humanidad desde sus albores, es decir forman parte de nuestro «inconsciente colectivo».
Cuando el niño llega a los seis años, sigue con sus miedos anteriores, pero se le suman otros nuevos como hombres malvados, ladrones y secuestradores. Aparecen los miedos a los personajes irreales como brujas, fantasmas y otros con los que todavía, en ambientes un poco primitivos, se asusta a los niños y cuyo paradigma es el «coco», aunque afortunadamente hayan desaparecido ya figuras tan siniestras como «el hombre del saco» o «el sacamantecas». En cambio han aparecido otros personajes tan irreales como los anteriores, pero igualmente atemorizantes, bueno, más aún, porque no sólo son oídos, sino vistos, y me estoy refiriendo a algunos que aparecen en algunas películas de dibujos animados que ven en la TV.
Todos ellos pueden entrar en el cuarto del niño por la noche, a favor de la oscuridad, él no sabe por dónde, ni cómo, ni por qué, pero sí para qué: para hacerle daño. Lo curioso es que no entran en el cuarto donde duermen sus padres o cuando la madre se va a dormir con él.
También los médicos, y más aún los que llevan bata blanca, despertamos bastante temor a los niños de esta edad, sobre todo si han tenido experiencias penosas con anterioridad; es decir, se han condicionado negativamente, cosa que puede suceder con cualquier persona, animal, objeto o situación, que pasan inmediatamente a convertirse en productores de temor si se repite la experiencia.
A los siete y ocho años siguen con sus miedos anteriores, a la oscuridad, a quedarse solos y a los animales, pero con éstos sucede un hecho curioso, van perdiendo el miedo a los animales grandes como lobos, leones o tigres y empiezan a tenerlo de los pequeños como cucarachas y otros insectos.
Sobre estas edades o un poco más tarde, a los nueve años, en la mayoría de los niños se produce una ambivalencia emocional, siguen temiendo a sus miedos, pero al mismo tiempo se sienten atraídos por ellos, tal como sucede con las películas de terror, que les asustan, pero no pueden dejar de verlas. También a esta edad comienzan a utilizar un mecanismo defensivo contra la angustia del miedo, consistente en meter miedo a niños más pequeños.
Con el paso del tiempo todos estos temores van disminuyendo, pero no cesan del todo y pueden aparecer otros nuevos, tal como sucede en las niñas en las que empiezan a sentir miedo a ser raptadas o violadas, pues noticias de este tipo aparecen todos los días en periódicos y televisión. A esta edad de la preadolescencia comienzan a desarrollarse miedos a las enfermedades, tal como que se les pare el corazón y cosas por el estilo, y es seguro que el 80% o más de estos chicos y chicas muestran todavía algún temor específico.
Tipos más frecuentes de miedos Hace ya bastantes años publiqué los resultados obtenidos con el test proyectivo (estos tests son los que revelan, por las respuestas que se obtienen al ser aplicados, rasgos y problemas personales que, a veces, se quieren ocultar) de las «Fábulas» de Louise Düss. Este test tiene dos preguntas referidas a los miedos infantiles: –«Había una vez un niño que dijo muy bajito: ¡Oh, qué miedo tengo! ¿De qué tenía miedo ese niño?» –«Una vez un niño despertó por la mañana muy cansado. Al despertar dijo: ¡Ay que sueño tan feo he tenido! ¿Qué es lo que soñó el niño?» A la primera pregunta las respuestas más frecuentes fueron: lobos, quedarse solos, el infierno, la oscuridad, una agresión externa, el coco, las brujas, toros y truenos. Me chocó que no aparecieran diferencias significativas entre chicos y chicas.
Estas diferencias sí aparecieron con la segunda fábula, pues las respuestas «el demonio» y «la muerte», fueron mucho más frecuentes en las niñas que en los niños. En cambio no había apenas diferencias en otras respuestas, también frecuentes, como que «les cogía un hombre» o «cosas feas».
Salta a la vista la diferencia de estas respuestas a unas preguntas que no han sido hechas directamente, sino achacadas a otros personajes ficticios, con las que se suelen obtener por medio de inventarios que hacen la pregunta directamente (¿De qué tienes miedo?), pues las respuestas, que pueden variar de unos autores a otros, se refieren a unos temas básicos como son los factores meteorológicos (truenos, rayos, terremotos); los animales (leones, tigres, perros); la muerte, miedo social (encontrarse en determinadas situaciones, hacer el ridículo); lugares cerrados, etc.
En un estudio que hice posteriormente hace muy pocos años, pero hecho en ciento dieciocho niños (el anterior lo fue con trescientos escolares de cinco a doce años), que habían sido llevados a consulta por los padres debido a la intensidad de sus miedos, encontré lo siguiente: Lo más frecuente eran los miedos nocturnos con ochenta y un casos, viniendo después el miedo a la oscuridad aun siendo de día (cuartos oscuros), a la soledad (quedarse solos en un cuarto), a ir solos de una habitación a otra, a los ruidos extraños, a las tormentas y a las calificaciones escolares. Hubo dos casos que decían que tenían miedo «sin saber por qué», aunque en el curso de la psicoterapia si lo supimos.
Frente al frecuente miedo nocturno, los niños se defendían de diferente manera: durmiendo con la luz encendida, yéndose a dormir a la cama de los padres, haciendo que viniera otra persona a dormir con ellos (aunque algunas veces fueran hermanos más pequeños), teniendo una persona, generalmente la madre, al lado hasta que se dormía, dejando abierta la puerta del dormitorio o tapándose la cabeza con sábanas o mantas. Había trece de ellos que se pasaban su miedo solos, sin hacer ningún ritual defensivo.
Los niños que no tienen miedo Como hemos ido viendo, los miedos pueden considerarse normales en las distintas etapas del desarrollo, por lo que quizá, y sin quizá, el niño que no los presenta es más patológico que el que los presenta, pues al fin y al cabo, el miedo es un mecanismo defensivo y carecer completamente de él puede hacer que el niño se exponga a unos peligros que una cierta dosis de miedo puede evitar: el miedo a separarse de la madre produce ansiedad, no tener este miedo puede facilitar que el niño se pierda en un parque público.
El pediatra y psicoanalista inglés Winnicot decía: «Un niño que no tiene miedo en las calles de Londres e incluso en una tempestad, está enfermo, y padres y profesores se engañan pensando que es un niño razonable y valeroso.» Es más, una de las peculiaridades de los niños y adolescentes caracteriales con problemas de conducta, es precisamente su ausencia de temor hacia los posibles castigos.
Sin embargo, la carencia de temor puede resultar beneficiosa en algún caso excepcional, como sucedió en el caso que les voy a relatar: se trata de un deficiente mental de doce años que, en una excursión colectiva, se perdió al anochecer en unos pinares al pie de una montaña y no apareció hasta la mañana siguiente en la cima de la misma, sonriente, tranquilo y sin la menor señal de ansiedad. Se había pasado la noche andando sin miedo a la oscuridad, a caerse por algún barranco, a la soledad, al frío o a algún animal que pudiera atacarle; otro chico de su edad probablemente se habría asustado, se hubiera quedado quieto y, posiblemente, ni hubiera sobrevivido.
Actitud ante un hijo miedoso A los adultos nos parece, olvidándonos de que hemos sido niños, que los miedos infantiles son injustificados la mayoría de las veces; a los niños, claro, les parece lo contrario, por ello hay que mitigarlos en lo que se pueda hasta que desaparezcan con el paso del tiempo. Las explicaciones racionales sirven para poco y lo mejor es hacer que venzan sus miedos poco a poco y sin brusquedades.
Veamos un simple ejemplo: el niño tiene que dormir con la luz encendida, porque si no tiene miedo. Después se va disminuyendo la potencia de la bombilla, luego se le pone una azul y más tarde se tapa con algo, hasta que se acostumbra poco a poco a la oscuridad; si hay que dejar encendida algún tiempo la luz del pasillo, pues se deja y no pasa nada.
Si los miedos son muy intensos se hace una psicoterapia individual o en grupo o se emplean técnicas de descondicionamiento más sofisticadas. Sólo en casos de verdadero pavor, se hará uso de tranquilizantes, controlados siempre por un médico, y por poco tiempo.