En 1935, una expedición arqueológica francesa descubrió en Mari, a orillas del Éufrates, los restos de dos habitaciones que posiblemente fueran las aulas de una escuela, una vieja escuela sumeria de más de 4.000 años de antigüedad, en la que unos alumnos, sentados en unos bancos hechos de ladrillos de arcilla, aprendían los saberes de su época y recibían una buena tunda si no estudiaban o se portaban mal, pues no en balde uno de los puestos de profesor recibía el nombre de “Encargado del látigo”. Lo que hacían allí los niños lo sabemos bastante bien, porque en las excavaciones se han descubierto miles de tablillas de arcilla escritas en caracteres cuneiformes que nos lo describen. En una de ellas un padre atribulado escribía amargamente: «Hijo perverso que te tengo bajo mi vigilancia…; he interrogado a mis parientes y amigos, he comparado y no he hallado alguno como tú…; no pierdas el tiempo en el jardín público ni vagabundees por las calles.» En otra –no hay nada nuevo bajo el sol- se describe cómo los padres de un mal alumno invitan al maestro a su casa y le agasajan para incitarle a ser benevolente con su hijo que no sacaba muy buenas notas.
Por aquellos tiempos, y no demasiado lejos de Sumer, un sabio egipcio llamado Ptahhotep, que vivió cuando reinaba la V Dinastía, escribía, no en tablillas ni en caracteres cuneiformes, sino en papiro y con la bella escritura jeroglífica, lo que él denominaba «Enseñanzas», las cuales consistían en consejos para los padres: «Si eres un hombre de calidad educa a tu hijo… Si eres instruido seguirá tu ejemplo… Haz por él toda cosa buena puesto que es tu hijo… No separes tu corazón de él…» Un poco más tarde, en tiempos de la XII Dinastía (1.900 años a. C.), otro sabio, Jeti, en un texto que era uno de los preferidos en las escuelas egipcias recomendaba a los niños, quizá un poco exageradamente: «Amar a los libros más que a la propia madre.» Con el tiempo se fue conociendo un poco mejor lo que era el alma del niño y aunque un historiador nos diga que «al igual que todos los pueblos antiguos, los griegos ignoraban del todo la existencia de la psicología infantil», lo cierto es que Plutarco escribió en aquella época su tratado “Sobre la educación de los niños”. Espigando un poco a través de los siglos, vemos que Raimundo Lulio (siglo XIII) en un libro sobre la infancia pedía que «se produzca en armonía el desarrollo mental y el crecimiento corporal del niño» y que Erasmo de Rotterdam (siglo XVI) escribiera una obra llamada “De pueris”, de la que dice un autor moderno, Debesse, que «un psicólogo moderno puede encontrar ideas más cercanas al sentido común que la psicología genética contemporánea».
A lo largo del tiempo, sobre todo a partir de los siglos XVIII y XIX, el conocimiento del niño y de su psicología fue desarrollándose paulatinamente hasta que, en 1882, apareció el libro que se considera como el primer tratado de psicología infantil, la obra de W. Preyer titulada “El alma infantil”.
A partir de entonces han aparecido cientos, y puede que miles de libros que tratan de explicarnos cómo es la psicología del niño, del adolescente y su evolución hasta alcanzar la juventud y la madurez, amén de los artículos, más o menos científicos, que aparecen todos los días en revistas especializadas y que muestran los trabajos de cientos de autores repartidos por todo el mundo, constituyendo en su conjunto una nueva ciencia, la Paidopsicología, que ya en 1914 con taba con veintiún revistas dedicadas a ella.
La Psiquiatría infantil o Paidopsiquiatría apareció, como tal ciencia, en el último tercio del siglo pasado con la obra de Emminghaus “Trastornos psíquicos de los niños”, aparecida en 1887 y, en la actualidad, constituye una espléndida realidad en la mayoría de los países. El primer tratado español de esta especialidad data de 1908 y lo escribió el Dr. Vidal Perera, apareciendo pocos años después el del Dr. Rodríguez Lafora.
Si cualquier persona se interesa hoy por estos temas de la psicología y psiquiatría infantiles, puede entrar en cualquier librería y escoger una gran cantidad de textos, unos más técnicos y otros más orientados hacia la divulgación, que tratan de hacer comprender a los padres cómo es el niño, cuál es su desarrollo psicológico y los problemas que éste lleva consigo y la manera más científica de educarle, guiarle a lo largo de su infancia y adolescencia, para integrarle de la mejor manera posible en nuestra complicada y aun conflictiva sociedad actual, muy diferente de las vieja, civilizaciones antes comentadas.
Y sin embargo hoy, siglos después, podemos hacernos esta pregunta inquietante: ¿al cabo de tantos miles de años, conocemos y formamos mejor a nuestros hijos que nuestros antepasados sumerios y egipcios? La respuesta tiene que ser forzosamente positiva. ¿Sería posible que hoy sucediera lo que el médico Heroard relataba del rey Luis XIII de Francia del que decía: «Su madre, María de Médicis, le acaricia al fin por primera vez cuando tenía ya cerca de siete meses», así como que, el mismo Luis XIII, habiendo sido ya coronado a los diez años, dijera «Preferiría no tantas reverencias y tantos honores, pero que no me hicieran azotar»? Por supuesto que no en la mayoría de los casos, aunque es precisamente en nuestro siglo cuando se han descrito los cuadros clínicos de las «carencias afectivas» y de los «niños maltratados» para vergüenza nuestra, aunque eso sí, todos los países del mundo han hecho suya la legislación sobre “Los derechos del niño” aprobada por la ONU.
De todas formas hemos de admitir que en la actualidad conocemos mucho mejor el psiquismo del niño, cuáles son sus necesidades y apetencias y cuáles sus formas de reaccionar ante las estimulaciones que le llegan del medio en que se desenvuelve, familiares, escolares y sociales y de ese modo hacer que la infancia y la adolescencia no sean unas etapas conflictivas y dolorosas, aunque también vemos que las diferentes escuelas psicológicas tienen a veces unos puntos de vista tan distintos y en ocasiones tan opuestos (psicoanálisis y conductismo, geneticismo y ambientalismo, Freud y Adler) que resulta difícil conocer dónde está, aunque sea aproximadamente, la verdad.
Con estas líneas no tengo la pretensión de hacer un nuevo tratado, uno más, de psicología y psiquiatría infantil, sino simplemente hacer unas reflexiones sobre lo aprendido por mí mismo en más de cuarenta años de ver y tratar problemas infantiles. Queremos poner a los padres sobre aviso en los errores que pueden caer cuando intentan aplicar, siempre y en todos los casos, lo que han leído en algún libro o escuchado en conferencias y cursillos, generalmente bien intencionados, pero sesgados doctrinariamente en determinados casos. Y, al mismo tiempo, llevar la tranquilidad a sus espíritus cuando temen no saber educar a sus hijos o creen haber hecho algo que puede producir en ellos el famoso «trauma de la infancia», que les llevará a la infelicidad, a la neurosis o a algo peor.