Fundamento de la tolerancia

Nada perturba tanto la vida humana
como la ignorancia del bien y el mal.
Cicerón

 

El problema del "mal menor"

Tolerancia viene del latín tolerare —soportar, sufrir, sostener, llevar—, y es un término cuyo significado, como hemos visto, puede variar bastante según el contexto en que se emplee.

Su uso más común se refiere a una disposición de indulgencia y comprensión hacia el modo de pensar o actuar de los demás, aunque sea diferente al nuestro. En este sentido, de respeto a la legítima diversidad, la tolerancia tiene su fundamento en el reconocimiento de las libertades y los derechos fundamentales de la persona, que a su vez se remite a la dignidad humana.

En su sentido más específico, la tolerancia hace referencia a permitir algún mal, cuando existen razones proporcionadas. Y esto se debe a que hay acciones ilícitas que deben ser prohibidas y castigadas, y otras que sin embargo es preferible tolerarlas, pues

En algunas circunstancias puede ser moralmente lícito permitir un mal —pudiendo impedirlo—, en atención a un bien superior, o para evitar males mayores.

Es más, a veces, puede incluso ser reprobable impedir un mal, si con ello se producen directa e inevitablemente desórdenes más graves.

Ya Tomás de Aquino, por ejemplo, señaló que es propio del sabio legislador permitir transgresiones menores para evitar las mayores. Los que gobiernan, toleran razonablemente algunos males para que no sean impedidos otros bienes importantes, o para evitar males mayores.

Como puede verse, la tolerancia —en este sentido suyo más específico— se remite directamente al problema moral del mal menor. El deber de reprimir el mal no es una norma última y absoluta de acción, sino que es un deber subordinado a normas más altas y generales, que en algunas circunstancias permiten —o incluso exigen— no impedir que otros actúen mal, para así evitar males más graves.

Parece por tanto que el fundamento último de la tolerancia, y lo que justifica permitir el mal menor cuando podría impedirse, es el deber universal y primario de obrar el bien y evitar el mal.

Como señala Fernando Ocáriz, "cuando reprimir un error comporta un mal mayor, la tolerancia está justificada y, en muchos casos, es incluso éticamente obligatoria. Es evidente que esto nada tiene que ver con el maquiavelismo de hacer un mal para obtener un bien, lo cual es siempre ilícito. No impedir el error no es lo mismo que hacerlo; a veces será complicidad con él, pero otras no".

En cualquier caso, y como ya hemos visto, la tolerancia no puede basarse en el relativismo (tolerar por considerar que no hay nada inequívocamente bueno o malo), ni en el escepticismo (tolerar por negar que existan criterios firmes que nos permitan distinguir lo bueno de lo malo, o lo verdadero de lo falso), ni en el individualismo o el indiferentismo personal o social (tolerar por considerar que no se puede intervenir legítimamente en la vida de los demás).

Cualquier intento de fundamentar la tolerancia en esos principios chocaría muy pronto con insalvables dificultades para justificar por qué se han de señalar unos límites a lo tolerable.

 

Un discernimiento no siempre fácil

Como ha señalado José Luis Illanes, el hombre ha de ser en todo instante un realizador del bien: esa es su dignidad y su misión, y es precisamente en ese servicio al bien donde radica su señorío sobre la historia.

La tolerancia no puede entenderse como indiferencia ante un mal que en nada nos interpela. La conciencia de todo hombre debe verse urgida por la llamada a hacer el bien y, por tanto, a poner los medios a su alcance para promover en cuantos les rodean un actuar digno del hombre, buscando también que los ambientes y estructuras en que se mueve reflejen ese mismo espíritu.

Ahora bien, esa tarea debe hacerse compatible con el respeto a la libertad de los demás, y ahí es donde entra en juego la tolerancia.

—¿Y qué criterio crees que hay que emplear para distinguir cuándo una persona debe impedir lo que considera malo y, en el caso de las autoridades, señalar las correspondientes leyes o disposiciones coercitivas?

Es preciso hacer una valoración moral, atendiendo con rectitud al bien común, que es la única causa legitimadora de la tolerancia.

Debe juzgarse valorando con la máxima ponderación posible las consecuencias dañosas que surgen de la no tolerancia, comparándolas después con las que serían ahorradas mediante la aceptación la fórmula tolerante.

Como ejemplo, cabría citar el caso de un juez que decide en una ocasión concreta no castigar determinado delito —y por tanto, tolerarlo—, después de haber comprobado que las pruebas de la culpabilidad se han obtenido de un modo ilícito (por ejemplo, mediante tortura, o a través de una escucha telefónica ilegal). Actuando así, el juez puede dejar impune un mal comprobado, pero evitar que su decisión fomente que en adelante otras muchas personas usen de ese tipo de prácticas ilícitas para obtener pruebas, por considerarlo un mal mayor.

En unos casos, es algo que se aprecia de modo casi espontáneo con el sentido moral natural de las personas. Otros casos serán más complejos, y ese discernimiento será difícil, o incluso muy difícil.

La necesidad de limitar el ejercicio de la libertad externa —la interna no es propiamente restringible— solo puede fundamentarse en el bien común, que la autoridad debe custodiar según el orden moral natural, y no según sus propios intereses.

Porque está claro que un dictador puede decidir como le venga en gana, si se habla de poder en el sentido de posibilidad material de actuar, y dentro de las posibilidades de poder que tenga en su mano.

Y una autoridad política establecida democráticamente puede gobernar y legislar como quiera —también en el sentido de posibilidad material de actuar—, en virtud de la delegación de poder que han hecho en ella los ciudadanos.

Pero si hablamos no solo de sus posibilidades físicas de actuar, sino de si sus acciones son justas o no, hay que señalar que la autoridad política tiene una serie de limitaciones en su poder.

Y no me refiero solo a las limitaciones que provienen del riesgo de perder las siguientes elecciones; o a que los medios de comunicación o la propia opinión pública denuncien sus abusos; o a que los mecanismos defensivos de la democracia puedan poner freno a sus pretensiones.

Me refiero a limitaciones de tipo ético. Porque está claro que la autoridad política puede actuar en contra de la ley natural y, a la vez, conseguir eludir esos riesgos que acabamos de señalar. Pueden llegar a hacer auténticas barbaridades sin perder elecciones, sin perder el apoyo popular, y sin que los mecanismos democráticos puedan impedirlo. De hecho, así ha sucedido —y por desgracia con bastante frecuencia— a lo largo de nuestra historia (vuelvo a referirme otra vez a Hitler y Stalin, por citar a los más conocidos).

Cuando una ley o un gobierno se desvinculan de su fundamento, que es la búsqueda del bien común, se convierten en leyes o gobiernos injustos. Quizá por eso decía Platón que la seña de identidad del auténtico político es haber reflexionado profundamente sobre el sentido de la vida y sobre las cuestiones primeras, de las que dependen todas las demás. Porque si una ley contradice la ley natural, ya no es propiamente ley, sino corrupción de la ley.

 

Autorización positiva del mal

—Entonces, ¿dices que las leyes tienen que seguir siempre la ley natural?

Al menos no deben contradecirla. Sí cabe, por las razones apuntadas, y en busca siempre de un bien mayor, no castigar —tolerar— algunos actos contrarios a la ley natural. Por poner un ejemplo clásico, no penalizar la prostitución, o el adulterio. Sin embargo, una cosa es tolerar el mal, y otra declararlo legítimo de modo positivo.

—¿Esa distinción no supone un exceso de sutileza? En la práctica, es casi lo mismo.

La distinción es importante, porque autorizar positivamente un error moral es presentarlo como objeto de un derecho de la persona. Y que las leyes den derecho a hacer el mal sería ir contra lo que debe ser el objeto de las leyes: el bien común.

—Pero a veces es contraproducente perseguir algo. Ahí está, por ejemplo, el caso de la ley seca de Estados Unidos en los años veinte: se quiso luchar contra el alcoholismo y solo se consiguió crear una enorme industria y una sangrienta mafia en torno al negocio clandestino del alcohol.

Efectivamente, hay ocasiones en que perseguir un mal puede ser contraproducente, y por eso a veces el bien común exige tolerancia con el mal. En aquella ocasión comprobaron que perseguir el alcohol era peor que tolerarlo (cosa que no sucede, por ejemplo, con la droga).

Pero al suprimir la ley seca no se autorizaba positivamente un mal, sino que simplemente se toleraba que algunas personas hicieran un uso irresponsable del alcohol. Autorizar un mal, en este caso, sería que una ley reconociera expresamente el derecho de todo ciudadano a emborracharse hasta perder el sentido.

De todas formas, y por encima de cualquier consideración sobre los resultados, si se eliminara esa distinción entre tolerar un mal y autorizarlo positivamente, se destruiría la conexión entre Derecho y Moral: el ordenamiento jurídico dejaría de estar supeditado a la búsqueda del bien común, y perdería por tanto su fundamento estable y objetivo.

—Supongo que cabe que las leyes se limiten a penalizar un comportamiento inmoral solo en algunos casos particulares, sin que eso suponga una expresa autorización para los demás.

Cabe esa posibilidad, por supuesto. Aunque no siempre eso será lícito. Por ejemplo, parece que el homicidio o la violencia sexual deben penarse siempre, y sería un error despenalizar esos delitos en algunos casos.

—Bien, pero puede haber casos especiales, de enajenación mental, por ejemplo, en los que quepa aplicar atenuantes, o incluso eximir completamente de la pena.

Eso es otra cosa distinta. Todos los ordenamientos jurídicos establecen para esos casos una exención parcial o total de la responsabilidad penal del autor. Pero los atenuantes y eximentes nada tienen que ver con la pena que corresponde al caso general, que no puede quitarse.

 

¿Hacer un mal para lograr grandes bienes?

Muchas veces se presenta la posibilidad de actuar de un modo éticamente reprobable con objeto de lograr grandes bienes o evitar males mayores.

Podría ponerse el ejemplo del uso de la tortura, o del crimen por razón de Estado. Existen muchos argumentos en su favor: aseguran que ayuda a perseguir la delincuencia, tienen un efecto disuasorio y favorecen la labor de la policía.

Sin embargo, la conciencia moral hace bien cuando se resiste a tomarlos en serio. En todos esos casos, cualquier grandilocuencia sobre la intencionalidad que pretenda justificar su estentórea brutalidad, no es más que una parodia para ocultar de nuevo que, para ellos, el fin justifica los medios.

Aunque a veces el hombre sea débil ante esa tentación, y pueda caer en semejante error moral, está claro que no puede en absoluto defenderse nada semejante. Hay cosas que nunca pueden ser queridas con recta voluntad, cualesquiera que sean la intención del sujeto y las circunstancias concurrentes.

 

La tolerancia…, ¿es buena o es mala?

Ese difícil discernimiento del que hemos hablado, hace que la tolerancia presente siempre un riesgo de aplicarse erróneamente, tanto por exceso como por defecto.

Esta inevitable ambivalencia, propia de todas las virtudes y valores morales, debe tenerse siempre en cuenta, para no caer en ninguno de los dos extremos: tan erróneo sería pasarse de intolerante como de tolerante.

—De todas formas, supongo que es mejor pasarse de tolerante que de intolerante, digo yo.

En este punto conviene precisar bien el sentido de las palabras, pues varía bastante si hablamos de tolerancia en su sentido más específico (permitir un mal), o en sentido amplio (respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás).

Si te refieres a que más vale tener mucho respeto y consideración hacia la libertad de los demás que tener poco, es evidentemente así.

Pero si dices que más vale pasarse permitiendo el mal que no permitiéndolo, no estaría ya tan claro, pues el laxismo legislativo es tan indeseable como la hiperconstricción legal; y el permisivismo, tanto como el autoritarismo.

Es necesario un equilibrio entre ambos extremos erróneos. Si ser muy tolerante es poseer un grado muy alto de discernimiento en cuanto a la tolerancia, estoy de acuerdo; pero si ser muy tolerante es indiferencia ante el mal y el error que haya a nuestro alrededor, no estoy de acuerdo.

La tolerancia del mal no tiene por sí sola una calificación moral unívoca: habrá ocasiones en que será lo más conveniente o necesario para evitar que se produzcan males mayores; y habrá otras en que tolerar un mal equivaldrá a complicidad en ese mal y, por tanto, será éticamente reprobable.

 

Tolerancia y progreso social

La actual y progresiva sensibilidad por la tolerancia, en su sentido amplio, de respeto a la diversidad, debe considerarse globalmente como un importante progreso social.

Pero si consideramos la tolerancia en su sentido más específico, referida a la tolerancia del mal, la búsqueda de la máxima tolerancia —como si ese fuera el objetivo decisivo, y no el bien común— no puede asociarse a ningún avance social: no parece que el aumento del permisivismo haya de estar ligado necesariamente al progreso.

La tolerancia del mal, bien entendida y aplicada, resulta muy necesaria para el bien común y, por tanto, para el progreso social. Aunque también podría decirse que, en cierto sentido, el verdadero progreso social se nota sobre todo cuando la tolerancia del mal va siendo cada vez menos necesaria… porque hay menos males que tolerar.

A medida que una sociedad avanza en el establecimiento de la paz y la concordia, y logra que haya muchos valores positivos que vayan cundiendo en las personas que la componen; y va habiendo cada vez una mayor toma de conciencia de las necesidades de los demás, de la solidaridad y del servicio a sus conciudadanos; cuando todo eso va tomando cuerpo en la sociedad, cada vez se hace menos necesario permitir el mal, porque cada vez habrá menos.

Es evidente que nunca llegaremos a su eliminación completa, puesto que mientras el hombre sea libre continuará habiendo mal en el mundo, pero sí caben avances, y avances importantes.

Para ello, es necesario que las leyes busquen siempre ser conformes con la ley natural.

—Pero en cuanto alguien procura que las leyes civiles no contradigan en nada a la ley natural, es acusado de pretender constituir en ley sus propias opiniones, de intentar imponer un único concepto de justicia (que además es el suyo), o de querer moralizar de modo paternalista a una sociedad que ya es adulta.

Hombre, son razones un poco demagógicas, puesto que eso podría achacarse a cualquier persona que hablara de cambiar una ley. Cuando alguien propone cambiar una ley por otra, siempre lo hace porque piensa que la ley que él propone —que es su opinión— le parece una ley más justa que la anterior: por tanto, en ese sentido siempre se le podría acusar de imponer su concepto de justicia y de pretender moralizar de modo paternalista a una sociedad que ya es adulta.

Tampoco puede decirse que sea imponer un único concepto de justicia, puesto que dentro de la ley natural cabe un inmenso abanico de posibilidades legislativas: ser conforme a la ley natural no lleva forzosamente a una única ley, sino a las infinitas leyes posibles que no contradigan el mandato primario de la naturaleza.

 

Alfonso Aguiló