La literatura es una de las formas de felicidad, y quizá ningún escritor me haya deparado tantas horas felices como Chesterton.
J. L. Borges Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) ha sido uno de los grandes escritores del siglo XX. Tan bohemio y excéntrico, tan irónico y lúcido, con tal sentido del humor y corpulencia que jamás pasó inadvertido. “Por lo que respecta a mi peso, nadie lo ha calculado aún”, solía decir. Y en una conferencia: “Les aseguro que no tengo este tamaño, en absoluto. Lo que ocurre es que el micrófono me está amplificando”. Su risa era sincera, alegre, contagiosa e inolvidable, hasta el punto de conseguir, en el teatro, que la gente dejara de mirar al escenario para reírse con él.
Vino al mundo en 1874, para iniciar lo que él llamaba “la aventura suprema”. Con Cecil, su único hermano, amigo íntimo, se pasó la infancia y la juventud discutiendo, “hasta convertirnos en una peste para todo nuestro círculo social”. Su amigo Edmund Bentley escribe que Chesterton llegó hasta donde una mente despierta puede examinar a fondo el mundo, con un estado de ánimo siempre alegre. No tenía un solo enemigo y poseía duplicada, como mínimo, la capacidad para disfrutar de las cosas. Desde pequeño tuvo un sentido del humor enormemente desarrollado, igual que el concepto de belleza y de veneración. En 1892, el fin del colegio y el ingreso en la Universidad dispersó a los amigos. La pérdida fue para Chesterton muy profunda. En su Autobiografía describe esta nueva época como “llena de dudas, morbos y tentaciones que han dejado en mi mente, para siempre, la certeza de la solidez objetiva del pecado”. También dirá que “el ambiente de mi juventud no era sólo el ateísmo, sino la ortodoxia atea, y esa postura gozaba de prestigio”. En Ortodoxia reconoce que A la edad de doce años era yo un poco pagano, y a los deciocho era un completo agnóstico, cada vez más hundido en un suicidio espiritual. En el University College de Londres estudia arte, literatura inglesa, francés y latín. Allí se dedicó, entre otras cosas, al espiritismo, hasta llegar a “un estado de melancolía enfermiza y ociosa”.
Lo que yo llamo mi temporada de locura coincidió con un período de ir a la deriva y no hacer nada. Una época en la que alcancé la condición interior de anarquía moral, sumiéndome cada vez más en un suicidio espiritual. Supongo que mi caso era bastante corriente. Sin embargo, el hecho es que ahondé lo suficiente para encontrarme con el demonio, incluso para reconocerle de manera oscura. Años más tarde, cuando Chesterton entabla amistad con el sacerdote John O’Connor y le expone su experiencia del mal, descubre con asombro que “el padre O’Connor había sondeado aquellos abismos mucho más que yo”.
Me quedé sorprendido de mi propia sorpresa. Que la Iglesia Católica estuviera más enterada del bien que yo, era fácil de creer. Que estuviera más enterada del mal, me parecía increíble. El padre O’Connor conocía los horrores del mundo y no se escandalizaba, pues su pertenencia a la Iglesia Católica le hacía depositario de un gran tesoro: la misericordia.
Superación del agnosticismo Después de haber permanecido algún tiempo en los abismos del pesimismo contemporáneo, tuve un fuerte impulso interior para rebelarme y desechar semejante pesadilla. Como encontraba poca ayuda en la filosofía y ninguna en la religión, inventé una teoría mística y rudimentaria: que incluso la mera existencia, reducida a sus límites más primarios, era lo suficientemente extraordinaria como para ser estimulante. Esa teoría personal le hace “seguir unido a los restos de la religión por un tenue hilo de gratitud: daba las gracias a cualquier dios existente”. Años más tarde, a propósito del pesimismo existencial que rezumaba la pluma de muchos escritores, escribe: En mi opinión, la opresión del pueblo es un pecado terrible; pero la depresión del hombre es un pecado todavía peor. Un día de otoño de 1896, Chesterton vio a Frances Blogg por primera vez y se enamoró de ella. Aquella noche escribió en la soledad de su habitación unos versos “a la mujer que amo”, donde explica que Dios creó el mundo y puso en él reyes, pueblos y naciones sólo para que así se lo encontrara Frances. En el mismo cuaderno escribiría poco después que Frances “sería la delicia de un príncipe”.
Pero Frances practicaba la religión. Esto era algo extraño para mí y para el mismo ambiente de cultura alborotada en que ella vivía. Para todo ese mundo agnóstico, practicar la religión era algo mucho más complejo que profesarla. En 1900 Chesterton conoce a Hilaire Belloc, un joven historiador de carácter apasionado, que le descubre el pensamiento social cristiano. Y entablan una amistad que duraría toda la vida. En 1901 Chesterton se casa con Frances y empieza a ser uno de los periodistas más conocidos y polémicos del país. En 1903 polemiza con el director del Clarion, Robert Blatchford, a propósito de su pensamiento determinista. Si hasta entonces podía pasar como agnóstico, desde ahora ha izado en su mástil la bandera del cristianismo.
De vacaciones en Yorkshire, los Chesterton conocen al padre O’Connor, un sacerdote que les sorprende con su inteligencia y simpatía. Pero Chesterton reconoce que Si me hubieran dicho que diez años más tarde sería yo un misionero mormón en alguna isla de caníbales, no me hubiera sorprendido tanto como la idea de que quince años después yo haría con él mi confesión general y sería recibido en la iglesia que él servía. En el padre O’Connor, Chesterton nos dice que encontró un sacerdote, un hombre de mundo, un hombre del otro mundo, un hombre de ciencia y un viejo amigo.
1908. Ortodoxia De algunos de sus contemporáneos escribió Chesterton que, al instalarse en el escepticismo y en una divagación sin contornos precisos, se hundían en la indeterminación de los animales errantes y en la inconsciencia del campo: “porque está claro que los árboles no producen dogmas, y que los nabos son muy tolerantes”. Alguién le echó entonces en cara la comodidad de juzgar la visión de la vida de los demás sin haber expuesto la propia. Así surgió Ortodoxia en 1908, curioso libro de un autor que se confiesa apasionado por la visión cristiana de la vida sin ser cristiano. Ortodoxia sostuvo en la fe o llevó hasta ella a muchos lectores, y rozó el límite de la paradoja porque Chesterton no se convertiría al catolicismo y se bautizaría hasta pasados trece años. Ortodoxia constituye también una pacífica provocación intelectual: Si alguien me pregunta, desde el punto de vista exclusivamente intelectual, por qué creo en el cristianismo, solo puedo contestarle que creo en él racionalmente, obligado por la evidencia. ¿Qué evidencia? Chesterton reconoce en la opinión pública tres grandes convicciones anticristianas: 1ª. Que el ser humano es un mero animal evolucionado. 2ª. Que la religión primitiva nació del terror y de la ignorancia. 3ª. Que los sacerdotes han abrumado de amarguras y nieblas a las sociedades cristianas.
Estos tres argumentos son, para él, lógicos y legítimos, pero añade que lo único que les puede objetar es un punto que tienen en común: que los tres son falsos.
Respecto al primer argumento, Chesterton reconoce como evidente que el hombre se parece a los animales. En cambio, lo que resulta enigmático e inexplicable es el abismo que los separa, de suerte que “donde acaba la biología comienza la religión”. En cuanto al segundo argumento, todas las grandes culturas conservan la tradición de un antiguo pecado seguido de un castigo, pero “los sabios parecen decir literalmente que esa calamidad prehistórica no puede ser verdadera, puesto que todos los pueblos la recuerdan”. Del tercer argumento dirá que no lo ha visto realizado en ningún sitio, pues “aquellos países de Europa donde es grande la influencia del sacerdocio son los únicos donde todavía se baila y se canta, y donde hay todavía trajes pintorescos y arte al aire libre”.
Se dice que el paganismo es la religión de la alegría, y el cristianismo la religión del dolor, pero igual de fácil es probar la proposición inversa. Cuando el pagano contempla el verdadero corazón del mundo, se queda helado. Más allá de los dioses, que son simplemente despóticos, está el hades, el reino mismo de la muerte. Y cuando los racionalistas afirman que el mundo antiguo era más ilustrado que el mundo cristiano, no les falta razón desde su punto de vista, pues por ilustrado entienden: enfermo de desesperaciones incurables.
La alegría, que era la pequeña publicidad del pagano, se convierte en el gigantesco secreto del cristiano. Y al cerrar este volumen caótico, abro de nuevo el libro breve y asombroso de donde ha brotado todo el cristianismo, y la convicción me deslumbra. La tremenda imagen que alienta en las frases del evangelio se alza -en esto y en todo- más allá de todos los sabios tenidos por mayores. Una variación del segundo argumento es hacer del cristianismo un fruto de épocas oscuras. Chesterton dirá que fue, por el contrario, “el único camino de luz en las edades oscuras, como un puente luminoso tendido sobre ellas entre dos épocas luminosas”.
Al que dice que la fe ha brotado del salvajismo y la ignorancia, hay que contestarle que no: que nació de la civilización mediterránea, en la plena germinación del gran Imperio Romano. Cierto que después se hundió el barco, pero no es menos cierto y asombroso que volvió a resurgir recién pintado y deslumbrante, siempre con la cruz en lo alto. Y éste es el asombro de la religión: haber transformado un barco hundido en un submarino. Bajo el peso de las aguas, el arca sobrevivió. Tras el incendio y bajo los escombros de las dinastías y los clanes, nos alzamos para acordarnos de Roma.
Si la fe solo hubiera sido un capricho del decadente imperio, ambos se habrían desvanecido en un mismo crepúsculo. Y si la civilización había de resurgir más tarde (y las hay que no han resurgido), hubiera tenido que ser bajo alguna nueva bandera bárbara. Pero la Iglesia cristiana era el último aliento de la vieja sociedad y el primer aliento de la nueva. Congregó a los pueblos que olvidaban ya cómo se levantan los arcos, y les enseñó a construir el arco gótico. En una palabra, lo que se dice contra la Iglesia es lo más falso que de ella puede decirse. ¿Cómo afirmar que la Iglesia quiere hacernos retroceder hasta las edades oscuras, cuando a la Iglesia debemos el haber podido salir de ellas? Chesterton repite que su cristianismo es una convicción racional, y que los agnósticos se han equivocado al escoger sus hechos. Además, nos dice que tiene otra razón más profunda para aceptar la verdad cristiana, y es que la eseñanza de la Iglesia es algo vivo, no muerto: algo que nos explica el pasado y nos alumbra el futuro: Platón os comunicó una verdad, pero Platón ha muerto. Shakespeare os deslumbró con una imagen, pero no lo hará de nuevo. En cambio, figuraos lo que sería vivir con ellos, saber que Platón podría leernos mañana algo inédito, o que Shakespeare podría conmover al mundo con una nueva canción. El que está en contacto con la Iglesia viviente es como el que espera encontrarse con Platón o Shakespeare todos los días, en el almuerzo, con nuevas verdades desconocidas. Más argumentos Chesterton supo confirmar en la fe a muchos amigos y conocidos. Un día escribe a la hija de unos amigos: Mi querida Rhoda: la fe también es un hecho y está relacionada con hechos. Yo sé razonar al menos tan bien como los que te dicen lo contrario, y me extrañaría que quede por ahí alguna duda que yo no haya albergado, examinado y disipado. Yo creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y creo en las otras cosas extraordinarias que decimos en esa oración. Y mi fe es tanto mayor cuanto más contemplo la experiencia humana. Cuando te digo “que Dios te bendiga, mi querida niña”, dudo tan poco de Él como de ti. En 1910 publica Chesterton La esfera y la cruz, una discusión de dos hombres honrados sobre lo que el autor considera la cuestión más importante del mundo: la verdad del Cristianismo. El mismo año, un artículo de Robert Dell afirmaba que el hombre que se hace católico “deja su responsabilidad en el umbral y cree en los dogmas para librarse de la angustia de pensar”. Chesterton responde así: Euclides, al proponer definiciones absolutas y axiomas inalterables, no libra a los geómetras del esfuerzo de pensar. Al contrario, les proporciona la ardua tarea de pensar con lógica. El dogma de la Iglesia limita el pensamiento de la misma manera que el axioma del Sistema Solar limita la Física: en lugar de detener el pensamiento, le proporciona una base fértil y un estímulo constante. Poco después, en el Daily News, Chesterton invita a los racionalistas a ser realmente razonables y lógicos: Yo creo -porque así lo afirman fuentes autorizadas- que el mundo es redondo. Que pueda haber tribus que crean que es triangular u oblongo no altera el hecho de que indudablemente el mundo tiene una forma determinada, y no otra. Por tanto, no digáis que la variedad de religiones os impide creer en una. No sería una postura inteligente. 1922. Conversión En primer lugar quisiera decir que mi conversión al catolicismo fue completamente racional (…). Me bauticé en un cobertizo de lata situado en la trasera de un hotel de estación. Lo acepté porque así resultaba mucho más convincente para mi mente analítica.
Cuando la gente me pregunta “¿por qué ha ingresado usted en la Iglesia de Roma?”, la primera respuesta es: para desembarazarme de mis pecados. Pues no existe ningún otro sistema religioso que haga realmente desaparecer los pecados de las personas. Catorce años antes de su conversión había escrito en el Daily News, en respuesta a cierto articulista: A su juicio, confesar los pecados es algo morboso. Yo le contestaría que lo morboso es no confesarlos. Lo morboso es ocultar los pecados dejando que le corroan a uno el corazón, que es el estado en que viven felizmente la mayoría de las personas de las sociedades altamente civilizadas. Chesterton hubiera estado plenamente de acuerdo con estas palabras de Evelyn Waugh: “Convertirse es como ascender por una chimenea y pasar de un mundo de sombras, donde todo es caricatura ridícula, al verdadero mundo creado por Dios. Comienza entonces una exploración fascinante e ilimitada”. Hubiera suscrito estas palabras porque consideraba al Cristianismo como un hecho histórico excepcional, verdaderamente único, sin precedentes, sin semejanza con nada anterior ni posterior. No una teoría, sino un hecho: el hecho de que el misterioso Creador del mundo ha visitado su mundo en persona. El hecho más asombroso que ha conocido el hombre, la historia más extraña jamás contada.
Sé que el catolicismo es demasiado grande para mí, y aún no he explorado todas sus terribles y hermosas verdades.
No sé explicar por qué soy católico, pero ahora que lo soy no podría imaginarme de otra manera.
Estoy orgulloso de verme atado por dogmas anticuados y esclavizado por credos profundos (como suelen repetir mis amigos periodistas con tanta frecuencia), pues sé muy bien que son los credos heréticos los que han muerto, y que solo el dogma razonable vive lo bastante para que se le llame anticuado. Sobre la Iglesia Católica dirá: No existe ninguna otra institución estable e inteligente que haya meditado sobre el sentido de la vida durante dos mil años. Su experiencia abarca casi todas las experiencias, y en particular casi todos los errores. El resultado es un plano en el que están claramente señalados los callejones sin salida y los caminos equivocados, esos caminos que el mejor testimonio posible ha demostrado que no valen la pena, el testimonio de aquellos que los han recorrido antes (…). Además, la Iglesia defiende dogmáticamente a la humanidad de sus peores enemigos, esos monstruos horribles, devoradores y viejos que son los antiguos errores. El párroco de Chesterton recuerda que “la mañana de su Primera Comunión era plenamente consciente de la inmensidad de la Presencia Real, porque el sudor le cubría por completo en el momento en que recibió a Nuestro Señor. Cuando le felicité me dijo: Ha sido la hora más feliz de mi vida”. Con anterioridad, Chesterton le había confiado: “Me aterra la tremenda Realidad que se alza sobre el altar. No he crecido con ello y es demasiado abrumador para mí”.
A propósito de uno de sus mejores amigos, converso como él, Chesterton escribe: Los dos hemos hablado con un gran número de personas sobre cantidad de asuntos importantes, hemos contemplado parte del mundo y de sus filosofías, y no tenemos ni sombra de duda sobre cuál ha sido el acto más inteligente de nuestras vidas. Dos biografías Su célebre biografía sobre San Francisco de Asís aparece en 1923. Chesterton quiere demostrar que la vida de un santo puede ser una historia mucho más romántica que la mejor de las novelas. La admiración de Chesterton hacia San Francisco está ligada a su convicción de que la inocencia, la risa y la humildad infantiles son superiores a cualquier forma de escepticismo.
En 1925, El hombre eterno es la respuesta de Chesterton al libro de Wells Bosquejo de la Historia, un ensayo donde Cristo merecía muchas menos páginas que las campañas de los persas contra los griegos. Chesterton divide su libro en dos partes. La primera es un resumen de la gran aventura de la raza humana hasta que deja de ser pagana. La segunda, un sumario de la diferencia que se produjo al hacerse cristiana. El hombre eterno ha sido considerada la obra maestra de Chesterton. Para Evelyn Waugh era un libro “magnífico y popular, de una claridad meridiana, un monumento permanente”. C.S. Lewis escribirá: “Leí El hombre eterno de Chesterton y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que me parecía tener sentido”.
Los editores del San Francisco de Asís piden a Chesterton, diez años más tarde, una biografía de santo Tomás de Aquino. Su secretaria recordaba que, tras despachar los asuntos diarios, Chesterton le decía de pronto: “Vamos a ponernos un rato con Tommy”. De este modo le dictó la mitad de la biografía, sin consultar un solo libro. Al final le pidió que fuera a Londres para buscarle algunos libros. ¿Qué libros? No sabía. Ella escribió entonces al padre O’Connor y recibió una lista con la mejor bibliografía sobre el santo. Chesterton hojeó los libros rápidamente y dictó el resto del libro sin volver a consultar ninguno de ellos.
Si Étienne Gilson había dicho que Ortodoxia era la mejor apología cristiana que había producido el siglo XX, de la biografía de Santo Tomás afirmó: “Creo que es el mejor libro que se ha escrito jamás sobre santo Tomás, sin comparación posible”. Y también: “Chesterton hace que uno se desespere. He estado estudiando a santo Tomás durante toda mi vida y jamás podría haber escrito un libro como el suyo”.
Chesterton murió el 14 de junio de 1936. De su entierro escribió uno de sus amigos: Sigo al féretro con los restos mortales de mi capitán. Atravieso con él las tortuosas calles de la pequeña localidad. Estamos dando un rodeo, porque la policía se ha empeñado en que Gilbert tiene que realizar su último viaje pasando por las casas de aquellos que le conocieron y que más le quisieron. Y allí estaban todos, abarrotando las calles (…). Como dice Edward MacDonald, era el señor del distrito y nunca lo supo.
Chesterton concebía el cielo según la expresión terra viventium, de Tomás de Aquino: la tierra de los vivos. También solía decir que la muerte es una broma del Rey bueno, escondida con muchísimo cuidado. Y en dos versos dejó escrito que jamás se ha reído nadie en la vida / como yo me reiré en la muerte. Había envejecido sin aburrirse un solo minuto, y daba gracias por su “protagonismo en este milagro que supone estar vivo y haber recibido la vida del único que puede hacer milagros”. Tomado de José Ramón Ayllón, “Dios y los náufragos”, Editorial Belacqua, Barcelona, 2002