De clonación humana hemos hablado esta semana hasta la saciedad. Parece imposible añadir razonamientos nuevos a los que, desde las diferentes posturas, se han aducido. Pienso, sin embargo, que merece la pena examinar críticamente el argumento fuerte que los partidarios de la clonación terapéutica humana, un argumento que viene a ser una adaptación del principio utilitarista de la mayor felicidad para el mayor número. Dice así: las células madre derivadas de clones humanos curarán a millones de pacientes, acabarán con las grandes plagas que azotan hoy a la humanidad.
El argumento incluye, pues, dos promesas: una, llevar alivio a millones de seres humanos; otra, de curar muchas y muy diversas enfermedades. Ninguna de ellas es creíble.
¿A cuántos beneficiará la clonación terapéutica? Recordemos que lo propio de la clonación es la identidad entre clon y clonante. Un clon producirá, si todo va bien, células madre destinadas al individuo singular del que es copia. A nadie más. Cada vez que tratemos a un enfermo con células madre, tendremos que producir primero su correspondiente embrión clónico.
Pero obtener esas células es algo tan complejo y caro que sólo estará al alcance de una clientela muy exclusiva, que tenga dinero bastante para comprar decenas de oocitos y pagar las sofisticadas técnicas de micromanipulación y cultivo, los agentes que dirigen la diferenciación hacia tipos celulares específicos, al personal supercualificado, y, puesto que los fracasos acechan, las pólizas de seguro contra tantos riesgos.
La clonación terapéutica será siempre muy cara, y no sólo durante el largo tiempo de optimización de las técnicas. Nada, pues, de millones de beneficiarios reales, de “miles de millones”, como un científico español exageró en un telediario. Los servicios nacionales de salud no podrán hacerse cargo de esa prestación. El deber de justicia plantea ahí un grave problema ético. De momento, no parece justo destinar dinero público a desarrollar técnicas que, una vez puestas a punto, van a beneficiar a unos pocos millonarios.
Nadie sabe todavía si las células troncales derivadas de embriones clonados serán beneficiosas y en qué grado. No tenemos todavía suficientes pruebas experimentales. Y, sin embargo, se habla, como si la cosa estuviera a la vuelta de la esquina, de curar enfermedades que hoy no tienen tratamiento satisfactorio: el Alzheimer, el Parkinson, la esclerosis múltiple, la apoplejía, el cáncer, la cirrosis, la diabetes, el daño miocárdico, la osteoporosis, la leucemia, la esclerosis múltiple y el SIDA: todas enfermedades terribles y de elevada prevalencia. Además, se nos asegura que, gracias a la clonación terapéutica, se desarrollará la medicina reparativa que neutralizará la erosión que, con la edad, desgasta nuestros órganos: nos hará, sino perpetuamente jóvenes, sí resistentes al paso de los años.
En resumen: que la clonación terapéutica parece casi una panacea. La historia nos enseña que soñar en panaceas es exponerse a llevarse un chasco. Desengañémonos: tanto énfasis en los poderes curativos de la clonación es un gesto de mercadotecnia: hacen falta muchos millones para ese negocio tan arriesgado y azaroso, hay que conseguir que accionistas y políticos pongan la pasta, diciéndoles que la medicina regenerativa es a la vez una mina de oro y un deber social.
Allá por los años 70, hubo un movimiento reivindicativo, Science for the people, que reclamaba para el pueblo la función de programar la investigación científica. Duró poco a causa de su radicalismo destemplado. Pero la idea de que la gente común ha de meterse en política científica es una idea sana que, así lo espero, terminará por imponerse. Hace unos años, la prestigiosa Royal Society, lanzaba a todos el mensaje de que había que interesarse por el ADN. No pretendía convertirnos en expertos en bioquímica o biotecnología. Simplemente pedía que estudiáramos y conversáramos unos con otros sobre como la ciencia va camino de afectar lo más profundo de nuestra humanidad. Hay leer entre líneas lo que cuentan los científicos. Hay que participar en la tarea de fijar los límites del dominio de la ciencia sobre el hombre.
Cuando la gente piensa por su cuenta en la clonación terapéutica, termina por rechazarla. Así lo han mostrado las encuestas serias hechas en el Reino Unido, Estados Unidos y Canadá.
Gonzalo Herranz Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra