Un día, acudí a mi padre con uno de mis muchos problemas de aquel entonces. Me contestó como Cristo a sus discípulos, con una parábola: “Hijo(a), ya no eres más una simple y endeble rama; has crecido y te has transformado, eres ahora un árbol en cuyo tronco un tierno follaje empieza a florecer. Tienes que darle vida a esas ramas. Tienes que ser fuerte, para que ni el agua, ni el día, ni los vientos te embatan. Debes crecer como los de tu especie, hacia arriba. Algún día, vendrá alguien a arrancar parte de ti, parte de tu follaje. Quizá sientes tu tronco desnudo, más piensa que esas podas siempre serán benéficas, tal vez necesarias, para darte forma, para fortalecer tu tronco y afirmar sus raíces. Jamás lamentes las adversidades, sigue creciendo, y cuando te sientas más indefenso(a), cuando sientas que el invierno ha sido crudo, recuerda que siempre llegará una primavera que te hará florecer… Trata de ser como el roble, no como un bonsai.” Ahora quisiera tener a mi padre conmigo, y darle las gracias por haber nacido, por haber sido, por haber tenido, por haber triunfado, y por haber fracasado. Si acaso tuviera mi padre a mi lado, podría agradecerle su preocupación por mi, podría agradecerle sus tiernas caricias, que no por escasas, sinceras sentí. Si acaso tuviera a mi padre conmigo, le daría las gracias por estar aquí, le agradecería mis grandes tristezas, sus sabios regaños, sus muchos consejos, y los grandes valores que sembró en mi. Si acaso mi padre estuviera conmigo, podríamos charlar como antaño fue, de cuando me hablaba de aquello del árbol, que debe ser fuerte y saber resistir, prodigar sus frutos, ofrecer su sombra, cubrir sus heridas, forjar sus firmezas … y siempre seguir. Seguir luchando, seguir perdonando, seguir olvidando, y siempre … seguir. Si acaso tuviera a mi padre a mi lado, le daría las gracias … porque de él nací.