Últimamente los políticos hablan mucho de tolerancia. Pero suele ser para propugnar la “tolerancia cero”. Bush anuncia “tolerancia cero” para atajar los escándalos financieros, dispuesto a meter tras las rejas a los culpables de fraudes: “Se han acabado los días en que se podía amañar la contabilidad y ocultar la verdad”. “Tolerancia cero” es también la consigna para afrontar la delincuencia juvenil. En Francia un proyecto de ley del nuevo gobierno endurece el procedimiento penal para los menores: los jóvenes de 13 a 16 años sospechosos de haber cometido un delito podrán ser encarcelados preventivamente, y se podrá imponer sanciones educativas desde los 10 años. Tony Blair también está alarmado ante el crecimiento de la delincuencia juvenil. Convencido de la importancia de la escuela y de la autoridad paterna para evitarla, amenaza con suprimir los subsidios familiares a los padres que no hagan lo necesario para evitar el absentismo escolar de los hijos.
¿En España no hay modo de meter en cintura a los menores que se emborrachan el fin de semana y arman jaleo en la calle? El gobierno decreta la “tolerancia cero” con los adictos al “botellón”: prohibida la venta de bebidas alcohólicas a los menores de 18 años y vetado el consumo callejero cuando se altere la tranquilidad ciudadana. “Tolerancia cero” también con la inmigración clandestina, sin que quepa esperar una nueva amnistía que legalice al sin papeles.
Hoy día, un gobernante que no invoque la “tolerancia cero” da la impresión de no tomarse en serio los problemas. Hasta los indulgentes obispos estadounidenses se ven obligados a adoptar una política de “tolerancia cero” con sacerdotes acusados de abusos sexuales: aunque haya sido un episodio aislado y de hace veinte años, el que la hace la paga.
Parece mentira que no hace tanto tiempo –en 1995– celebráramos por todo lo alto el Año de la Tolerancia. Entonces daba la impresión de que lo único intolerable era ser intolerante. Pero entonces y ahora es obligado distinguir. Una cosa es la tolerancia positiva, que lleva a admitir en los demás un modo de ser y de comportarse distinto al mío. Y otra la tolerancia negativa, que supone sobrellevar algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo. Y aunque uno crea que una sociedad tolerante resulta más enriquecedora y atractiva, es inevitable la prohibición de lo intolerable, de lo que impide precisamente esa convivencia.
El auge actual de la “tolerancia cero” llega tras una etapa de tolerancia cínica, en la que todo parecía igualmente indiferente y, por tanto, resultaba de mal tono aprobar y rechazar. Ahora, en cambio, en una serie de aspectos de la vida pública no solo se tiene claro lo que está bien, sino que además se trata de exigirlo sin rebajas y desde el primer momento. Es la teoría de las “ventanas rotas”, que aplicó con éxito la policía de Nueva York para combatir la delincuencia. La idea es que si se rompe una ventana de un edificio y no se repara, pronto se romperán muchas más, porque da la impresión de que no importa. Por eso se trata de perseguir pequeñas faltas (colarse en el metro, graffiti, pequeños hurtos…) para prevenir delitos mayores y transmitir un mensaje disuasorio. En este sentido, la “tolerancia cero” contribuye a elevar el listón ético de la sociedad, en la medida en que intenta corregir las desviaciones desde el principio.
Pero el recurso a la “tolerancia cero” revela también el fracaso del indispensable esfuerzo educativo. Cuando ha faltado claridad de ideas y decisión para mantener e inculcar unos valores, al final siempre se acaba recurriendo al Código Penal. Primero se asegura que en la empresa “la avaricia funciona”, y luego se termina pidiendo penas de prisión para los avariciosos que falsean los balances. Parece inútil educar en la sobriedad a los jóvenes, y se acaba prohibiendo por ley el “botellón”. Se advierte a los padres que no han de ser “autoritarios”, y cuando la delincuencia juvenil se dispara, se les acusa de abdicar de sus responsabilidades. Pero aunque la cirugía sea a veces indispensable, nunca podrá sustituir a la medicina preventiva.
Aceprensa, 103/02