La ciencia ha descifrado la secuencia completa del genoma del ratón. Sólo 300 de sus 30.000 genes difieren de los del hombre. La semejanza genética de las dos especies se aproxima al 99 por ciento. Ante tan extrema afinidad biológica, algún científico ha llegado a proclamar que, en esencia, los humanos «somos ratones sin cola». Ignoro el efecto que la noticia haya producido en la comunidad de nuestros parientes ratones, pero aventuro que a algunos humanos les debe de estar produciendo un intenso regocijo. Al fin y al cabo, parecen empeñados, con su conducta y su inteligencia, en borrar aún ese uno por ciento de diferencia. Decretada la igualdad intelectual y moral entre los hombres, le toca el turno ahora a la igualdad entre todos los animales y, más tarde, entre todos los seres vivos. Espero con ansiedad la confirmación del viejo y estrecho parentesco del hombre con la patata o la alubia. Después de leer el ensayo de Rousseau sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres, Voltaire escribió al pensador ginebrino que tras su lectura le daban a uno ganas de andar a cuatro patas. La estirpe de los rusonianos silvestres no dejará de celebrar esta fraternidad entre ratones y hombres. Todo lo que pueda ser utilizado para rebajar la dignidad del hombre o negar su realidad personal les produce un gran entusiasmo. Acaso se reconocen mejor a sí mismos.
Sin embargo, acaso no convenga despreciar ese uno por ciento. Pequeñas diferencias pueden producir grandes consecuencias. Entre un hombre y una mujer las diferencias son mínimas, pero nada despreciables. Como decía el fiscal que interpretaba Spencer Tracy en «La costilla de Adán», viva la diferencia. Hitler y Einstein, pongamos por caso, tienen la misma secuencia genética, y las diferencias entre ellos, si no me equivoco, no son insustanciales. No es seguro que podamos encontrar la base genética de la genialidad y de la estupidez, de la bondad y de la maldad. La igualdad genética es compatible con la desigualdad espiritual, intelectual y moral. Si existen tantas diferencias entre seres con los mismos genes, un uno por ciento de diferencia puede ser mucha diferencia. Para empezar permite, entre otras cosas, pesar 3.000 veces más, vivir 40 veces más, fabricar la bomba atómica, viajar a la Luna, pintar los frescos de la Capilla Sixtina, investigar con ratones y descubrir las secuencias genéticas. Al parecer, ese uno por ciento limita algo a los ratones y les dificulta la experimentación con hombres. Pero el argumento ratonil se puede volver contra sus esgrimidores, pues cuanto menos puedan imputarse las diferencias reales a causas biológicas o materiales, más necesario será apelar a razones espirituales o inmateriales. El hombre no se limita al barro genético de que está hecho, sino que es ante todo una realidad personal que tiene que actuar libremente con ese barro y en una circunstancia que no ha elegido, en función de un proyecto vital o de un ideal de vida. Por eso, lo propiamente humano no puede ser apresado por la genética.
Lo relevante del descubrimiento, desde el punto de vista de su aplicación, deriva de las posibilidades terapéuticas que abre para la investigación. El ratón, viejo amigo del científico, se revela más fiel amigo del hombre que el perro, por cierto más alejado genéticamente de nosotros. La naturaleza biológica del hombre no constituye su verdadero ser sino sólo su punto de partida. Acaso hayamos perdido la cola a cambio del espíritu, el alma y la inteligencia. La ciencia tiene algunas limitaciones. No se puede encontrar algo allí donde no está.