El Papa, en un documento titulado «El compromiso y la conducta de los católicos en la vida política», ha propinado un pertinente y merecido varapalo a los políticos católicos y a las organizaciones y publicaciones que se declaran católicas y que abdican de la defensa pública de sus convicciones morales. Juan Pablo II les invita a construir una nueva cultura inspirada en el Evangelio. Los casos más flagrantes citados son los que se refieren al desprecio a la vida y a los derechos de los más débiles y a la equiparación del matrimonio con la situación de las parejas de hecho. La marea progresista de la corrección política y la asunción masiva del relativismo ético han provocado una cobarde estrategia de repliegue de muchos católicos ante una propaganda más ruidosa que conforme a las convicciones mayoritarias. Vivimos en muchos países occidentales en una sociedad desacralizada en la que los valores cristianos ocupan un lugar residual. En suma, vivimos un catolicismo débil.
Ni los más obtusos portavoces del progresismo retrógrado podrán reprochar al Pontífice la defensa de posiciones acomodaticias. Ni en este caso, ni en su actitud hacia el eventual ataque de Estados Unidos contra Irak. Pero no parece aventurado esperar la avalancha de críticas que tratarán de verter sobre el limpio y claro documento las falsas manchas de fundamentalismo o totalitarismo. Equivocan el blanco. Refutar el relativismo ético y llamar al compromiso político de los católicos nada tiene que ver con la imposición a todos de las convicciones de algunos que, por otra parte, son muchos. El texto defiende explícitamente el carácter laico de la sociedad y la separación de las esferas civil y religiosa. Por otra parte, la mayoría de los principios de la moral cristiana no son asunto de fe sino que aspiran a la universalidad mediante la asunción libre. El católico que opina y vota en conciencia no impone nada a nadie. Hace lo mismo que el que no lo es. ¿Acaso concebir el aborto como un derecho es una opinión lícita y negarlo un ejercicio dogmático? ¿Acaso equiparar el matrimonio a las parejas de hecho está permitido y distinguirlos es intolerable? Al menos, habrá que discutirlo. Mas es una curiosa, y dogmática y totalitaria, extravagancia, presuponer, ante una disyuntiva moral, que sólo una de las alternativas puede ser defendida. Estrafalaria concepción del pluralismo.
Naturalmente, hay que distinguir entre el ámbito del derecho y el de la moral. No todo el orden moral debe ser impuesto a través de la coacción jurídica, pero eso no impide que la moral deba inspirar el contenido del derecho. Y de lo que se trata es de precisar cuáles son esos principios, cuál su contenido. La estrategia es clara. Se trata de confundir las cosas y equiparar la libertad religiosa con la reclusión del fenómeno religioso en la mera vida privada. De manera que cualquier pretensión de que los valores cristianos puedan inspirar la vida pública es refutada con el estigma del fundamentalismo. Ante este acoso, muchos católicos, quizá por debilidad o cobardía, acaban por defender lo que menos riesgos provoca. Y más aún cuando se dedican a la política y tienen que buscar el voto. Pero acaso el ruido progresista sea mayor que las nueces de su vigencia. Por lo demás, en las cuestiones mencionadas no se ventila ningún asunto de fe sino algo que pueden resolver la conciencia moral, la racionalidad y el sentido común. No hay aquí nada que imponer y sí mucho que defender. Cada uno debe aferrarse a sus principios, y no imponerlos sino convencer.