El pasado fin de semana se celebró en Madrid el III Congreso «Católicos y vida pública», organizado por la Fundación Universitaria San Pablo-CEU. Como era previsible la repercusión social y «mediática» ha sido, por decirlo suavemente, moderada. Pese a que la mayoría de los españoles son católicos y que los valores cristianos continúan impregnando, quizá sólo vaga y superficialmente, nuestra sociedad, lo cierto es que el catolicismo parece condenado a jugar en campo contrario y con un árbitro casero. Quizá la Providencia persiga la recuperación de los valores originarios, promoviendo un regreso a la hostilidad padecida en sus principios. Al extendido reproche dirigido al cristianismo de vivir de espaldas a la Modernidad, como si además en ella todo fueran luces y bienes, se suma, en el caso del catolicismo, la acusación de promover la sumisión de la conciencia y de la libertad personales a la autoridad absoluta del Papa. Los católicos serían, así, antimodernos y heterónomos, en suma, «medievales». Por si esto fuera poco, abundan las voces que exigen que las creencias religiosas queden relegadas al ámbito de la conciencia personal, a la esfera de lo privado, y que toda pretensión de que aspiren a impregnar la vida pública son expresión de un totalitarismo más o menos larvado. El lugar natural de la religión estaría en las catacumbas de lo privado, cuando no en las de la persecución.
Y, sin embargo, no es poco lo que el catolicismo y los católicos pueden hacer para contribuir a la mejora intelectual y moral de una sociedad que diagnostican, no sin razón, como enferma, muchos de los que contribuyen a combatir los valores que podrían sanarla. El cristianismo constituye la raíz de los principales valores que sustentan nuestra civilización, o, lo que queda de ella, incluidos los de quienes, tal vez por ignorancia, lo combaten. Resulta fácil diagnosticar en cada mal que nos agobia la ausencia clamorosa de un valor cristiano despreciado o ausente: el terrorismo, la violencia, la guerra, la corrupción, la insolidaridad, el materialismo,… Si del ámbito de la moral pasamos al de la cultura en general, habría que recordar no sólo la contribución del cristianismo a la supervivencia y difusión de la cultura antigua clásica, sino también su labor de creación de las más elevadas obras, desde las catedrales al gregoriano, desde la mística a Bach. El olvido de la religiosidad y de las epifanías del espíritu es una de las causas fundamentales de la degradación de la cultura contemporánea.
El cristianismo, y la religiosidad en general, constituye un poderoso instrumento para mejorar el mundo, siempre que se acierte a eludir ciertos errores. Siempre que se supere la tentación del fanatismo y la tendencia a no distinguir entre la moral y el derecho. Siempre que no se olvide que la moral cristiana es, ante todo, una invitación a la reforma personal y que siempre han sido los que han seguido la vía del perfeccionamiento interior, renunciando a transformar directamente el mundo, quienes han logrado ejercer el influjo más beneficioso y perdurable. Es preciso un cristianismo a la altura de los tiempos, que, en ningún caso entraña la renuncia a su mensaje originario o su mera adaptación a las veleidades de la opinión dominante. Impedir la difusión social de los principios cristianos, aparte de una injusta discriminación cuantas tantas facilidades se dan a las más extravagantes e infames opiniones, es privarnos no sólo de una esperanza de salvación, sino también del arsenal de principios que nos permiten la recuperación de la excelencia y de la dignidad agredidas. No se enciende una lámpara para ocultarla.