El pleno del Congreso de los Diputados aprobó el pasado jueves la nueva Ley de Investigación Biomédica, que convierte a España en el cuarto país europeo que legaliza la clonación con fines terapéuticos. Sólo el Partido Popular se opuso a la medida. La noticia ha pasado casi inadvertida, perdida en algún discreto lugar de las páginas de Sociedad de la mayoría de los diarios y, con apenas alguna excepción, por ejemplo este periódico, sin ningún comentario o análisis valorativo. Es decir, se ha colado de manera vergonzante.
La escasa repercusión en los medios contrasta con la trascendencia de la decisión, acompañada de una buena dosis de hipocresía. Así, la ley prohíbe expresamente crear embriones para la investigación, pero eso es precisamente lo que aprueba, sin más que recurrir a una tergiversación del lenguaje. Sutilmente, lo que se clona no son «embriones» sino «óvulos activados». Esperamos con ansiosa curiosidad la diferencia.
En realidad, estamos ante la aprobación del uso de embriones humanos con fines pretendidamente terapéuticos. Y digo pretendidamente, porque, como explicó magistralmente en estas páginas el viernes pasado Natalia López Moratalla, la clonación carece hasta ahora de uso terapéutico y sólo puede utilizarse, de momento, con fines de investigación.
Hoy por hoy, no cabe esperar de la clonación ninguna curación, sino sólo presuntas expectativas. Por esta razón, no cabe hablar estrictamente de clonación terapéutica, sino de clonación con fines investigadores. Por el contrario, sí es posible curar mediante la utilización de células madre de adulto, lo que no plantea ningún conflicto moral. Cada vez se abre más paso la evidencia científica acerca de la validez de la células del propio paciente en medicina regenerativa. Y se dirá, ¿es que la clonación con fines de investigación médica sí plantea conflictos morales? Y hay que responder afirmativamente, pues se trata de «fabricar» seres humanos (eso sí, invisibles para el ojo humano, y a quién le va a importar el destino de lo que no se ve), aunque el fin sea la búsqueda, que no la curación efectiva, de eventuales métodos terapéuticos.
La clonación es una de esas barreras que la humanidad no debe traspasar, aunque sea al servicio de fines, en principio, loables. Y no sólo por razones de naturaleza moral, sino porque transforma la autoconcepción que los hombres tenemos de nosotros mismos. Es una puerta abierta a algo que va más allá de lo que, al menos hasta ahora, ha sido la humanidad. Si fuera algo de suyo bueno, y que no planteara graves objeciones morales, no se trataría de manera tan vergonzante y con tantos circunloquios y enredos verbales. Se anuncia con cierta complacencia, como si eso nos situara en la vanguardia de la ciencia universal, que España es el cuarto país europeo en aprobarla, después del Reino Unido, Bélgica y Suecia. Y se omite el número de los que no lo han hecho «todavía». ¿Por qué no lo han hecho ya más países si es cosa tan fantástica y que permitirá curar tantas enfermedades? Por otra parte, en Estados Unidos, líder mundial indiscutible en investigación biomédica, aunque la clonación terapéutica no está prohibida, no se practica como consecuencia de las restricciones de los fondos federales para ello y del ambiente contrario en la opinión pública.
Por lo demás, nuestro Parlamento ha aprobado esta medida sin promover el necesario debate en la sociedad y sin alcanzar el consenso con la oposición. Poco ruido para demasiadas nueces. Al parecer, eso de que el fin no justifica los medios empieza a ser considerado como prescindible antigualla.