La separación entre Iglesia y Estado, entre el poder espiritual y el temporal, es una novedad cristiana. No existía en los imperios antiguos orientales, ni en Grecia ni en Roma, ni, por supuesto, en el Islam.
El laicismo invita a actuar, al menos en la vida pública, como si Dios no existiera. La misma formulación entraña ya la debilidad de la tesis, que no afirma que Dios no exista, sino que propone solamente un «como si», al que cabría oponer, al menos, un interrogante: ¿y si sí existiera? Pero no acaba aquí la incoherencia. Fundamentar el Estado laico o aconfesional (que no laicista) en el rechazo del cristianismo es lo mismo que privarlo de su origen y fundamento.
La separación entre Iglesia y Estado, entre el poder espiritual y el temporal, es una novedad cristiana. No existía en los imperios antiguos orientales, ni en Grecia ni en Roma, ni, por supuesto, en el Islam. Estaba ya en el mensaje de Cristo (no sólo en el «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios», al fin y al cabo, sabio y divino subterfugio para escapar de la trampa de una pregunta capciosa, sino, sobre todo, en la afirmación «mi reino no es de este mundo»), del que pasó a los Padres de la Iglesia y a San Agustín (las dos ciudades).
La idea está presente y preside toda la teología política medieval. Es indudable que aquí encuentra su raíz la idea de la limitación del poder del Estado y la ilegitimidad de todo intento estatal de erigirse en suprema autoridad moral. Sólo la ignorancia o, lo que no es sino una de sus variantes, la cerrazón ideológica, pueden atribuir la secularización al declive del cristianismo, a su pérdida de vigencia social. Allí donde no derramó su semilla el cristianismo, ni dejó sentir su influencia, no llegó a germinar la secularización. La modernidad, como afirmó Ortega y Gasset, es el fruto tardío de la idea de Dios (del Dios cristiano, cabría completar). Y la secularización es una planta de raíz cristiana, que, como toda planta, muere si se destruyen sus raíces.
Naturalmente, la separación entre la Iglesia y el Estado no significa que la Iglesia no pueda anunciar y proponer su mensaje moral, incluidos aquellos aspectos que puedan tener relevancia jurídica. Como tampoco impide que el Estado tenga autonomía para regular cuestiones que afecten a la moral religiosa. Tampoco significa esta separación una sumisión de un poder a otro, sino distinción de fines y funciones. Mientras el Estado existe (o debe existir) al servicio del bien común y del bienestar temporal, la Iglesia persigue el perfeccionamiento espiritual y la salvación de los hombres. Que esto último sea más importante que lo primero, no entraña la subordinación. En cualquier caso, sólo con el cristianismo aparece la idea de que la regulación jurídica de la vida social no depende de la fidelidad a unos textos sagrados. En este sentido, cabe entender la afirmación de San Pablo de que el cristiano debe obedecer al poder constituido, lo que no es incompatible con la declaración de San Pedro de que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Así, combatir el cristianismo en nombre de la democracia y la secularización es una incongruencia y un absurdo equívoco que se vuelve contra ellas. Tan cierto es que la democracia y el liberalismo son plantas que sólo han germinado en terrenos abonados por la cultura cristiana, como que allí donde se implantó la cultura de la «muerte de Dios» quedó abierto el camino hacia el totalitarismo y la negación de la libertad y de la dignidad del hombre. Ahora abunda el absurdo que pretende negar la ciudadanía democrática a los cristianos, como si en lugar de la idea de «un hombre un voto», hubiera que adherirse a un discriminatorio «un ateo o agnóstico, un voto». Por eso es tan ridículo el acomplejamiento democrático de algunos cristianos; como si fueran invitados extravagantes al convite democrático, en lugar de ser los que han permitido la celebración del igualitario festín. Sin el cristianismo, la democracia moderna nunca habría llegado a ser. Nada ha sido tan erróneo como la creencia de que la liberación humana debiera consistir en la negación de la filiación divina. Sin Dios, el hombre no deviene libre sino esclavo, y no hay concepción tan elevada del hombre como aquella que lo concibe como hijo de Dios y, por ello, como criatura creada a su imagen y semejanza, destinada a una vida eterna y perfecta. Daría un poco de risa, si no fuera una terrible tragedia, la pretensión del hombre de suplantar a lo infinito, siendo él radical y esencialmente finito. Cuanto más pretende elevarse por encima de todo y no reconocer nada más alto que su propia finitud, más se desliza hacia los niveles inferiores de la degeneración y la pura animalidad. Así, podemos comprobar cómo sin Dios el hombre se degrada.
El verdadero superhombre no es la criatura huérfana de Dios, sino el hijo inmortal de un Padre eterno y bueno. De la misma manera, sólo cabe invocar y entender la fraternidad entre los hombres si son verdaderamente hermanos, es decir, hijos del mismo Padre. Si Dios no existiera, ¿cuál sería el fundamento de la fraternidad humana y de la igual dignidad de todos los hombres, que sólo puede derivar de su condición de hijos de un mismo y único Dios?