La presencia del mal en estado puro, sin mezcla ni atenuantes, aterra. No podemos comprenderlo y, renegando del mundo, podemos llegar a interpelar a Dios y a su aparente silencio. Y, sin embargo, no es un misterio. El mal nace de los avatares del albedrío humano, de su uso perverso. Pues si no hubiera posibilidad de obrar mal, tampoco la habría de obrar bien. El bien y el mal se necesitan como el anverso y el reverso de la moral. Si no fueran posibles los terroristas, tampoco lo sería Teresa de Calcuta. Un autómata no puede ser malo, pero tampoco bueno. Aún así, nos espanta y sobrecoge la humanidad ausente en los terroristas. Los terroristas son los hombres sin atributos. Aristóteles escribió que «para descubrir qué es natural, hemos de estudiar los seres que se mantienen fieles a su naturaleza y no aquellos que han sido corrompidos». Entre estos últimos se encuentran, sin duda, los terroristas. Pueden ser ellos redimidos de su mal, pero éste pervivirá toda la eternidad. El perdón es infinito, pero no puede impedir que lo que sucedió deje de haber sucedido. Toda ignominia como toda bondad son eternas. Acaso el infierno consista en la imperecedera conciencia del mal que hemos cometido.
Ante el horror que los perversos sembraron en Madrid es fácil sucumbir al desánimo y pensar que tanto sufrimiento es absurdo e inútil. Es una idea comprensible, casi natural, pero equivocada. Como afirmó paradójicamente C. S. Lewis, no vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero acaso vivamos en el único posible. Aquellos que no alcancen a creer que el dolor sea un elemento necesario para la redención humana, al menos quizá puedan aceptar que sirve de ocasión para la exhibición de la grandeza del hombre.
DEBEMOS poder seguir viviendo después de Atocha. Sobre la atroz carnicería, se eleva la nobleza de los corazones de miles y miles de personas, acaso habitualmente egoístas y mezquinas, que, ante situaciones límite, son capaces de acciones de una generosidad sublime. Ni la esperanza es absurda, ni el dolor inútil. Los terroristas pueden matar los cuerpos, pero no el heroísmo y la nobleza de las almas.
Quede para mejor ocasión la evaluación política de las reacciones y la determinación de culpabilidades y complicidades. Quede para otra ocasión la crítica a una buena parte de los dirigentes políticos, y de los medios de comunicación y sus profesionales, que no están a la altura de los ciudadanos, como no lo estuvieron en otras horas dolorosas de la historia de España.(…)