Son muchos los católicos, acaso la inmensa mayoría de ellos, que valoran el Pontificado, felizmente inconcluso, de Juan Pablo II como uno de los más fecundos y ejemplares de la historia de la Iglesia. Creo que con ello reconocen, sobre todo, su actitud personal, ejemplaridad y coherencia. En segundo lugar, la fidelidad a la misión espiritual encomendada. Y, en tercer lugar, las consecuencias de su magisterio, especialmente su contribución a la defensa de la dignidad de la persona y de la vida humana, a la defensa de los marginados, a la causa de la paz y al hundimiento del totalitarismo comunista. Quien sigue verdaderamente la enseñanza de Cristo no puede dejar de sufrir la cruz, moral o físicamente. El valor de una persona no se mide por el grado de consenso que logra concitar. Menos, el valor de un cristiano. Si Juan Pablo II no tuviera críticos y detractores no sería un cristiano ni un gran Papa. Unos quieren lapidar a la adúltera, otros piensan que no ha hecho ningún mal. Sólo Cristo perdona pero también le pide que no peque más. Un cristiano no puede ser apreciado ni por los lapidadores ni por quienes trazan la frontera entre el bien y el mal según su conveniencia o capricho.
En general, detrás de las objeciones que se exhiben contra su pontificado no pueden dejar de apreciarse, junto a algún eventual error, una mayoría de magníficas virtudes. Su fidelidad a la tradición es tildada de intransigencia. Si niega la ordenación sacerdotal de las mujeres, también lo hicieron todos sus predecesores, incluido el sublime Juan XXIII. Su fidelidad a la doctrina moral católica, que constituye una de sus primeras obligaciones, es valorada como rigorista por quienes prefieren una moral no rigurosa, laxa, permisiva, acaso equidistante entre el bien y el mal.
Otros le reprochan que no asuma la forma de gobierno de la democracia representativa, incluida la división de poderes. Como si la Trinidad fuera un invento de Locke y Montesquieu para fragmentar el poder absoluto de Dios. Se ve que Dios tiene que gobernar según los criterios del César. ¿Acaso se sometía Jesús a las decisiones mayoritarias de los apóstoles y discípulos? Los de más allá le reprochan que impida el diálogo interreligioso al criticar las deficiencias de otras religiones. Como si la manera de favorecer el diálogo fuera negar la validez de las propias convicciones, cosa que, por cierto, tampoco hacen las demás confesiones. Y no sin razón, pues no hay religión que no aspire a ser depositaria de un mensaje verdadero. Por lo demás, cuando apenas existe institución que haya reconocido pública y oficialmente los errores cometidos en el pasado como la Iglesia católica, al parecer no basta. Es necesario hacer más. Tal vez, la autodisolución. Incluso apelan a un regreso inquisitorial quienes aspirarían a ver sus caprichos teológicos convertidos en verdades de fe. Al menos, la Iglesia tendrá el derecho de determinar quiénes enseñan en su nombre y quiénes no. Con eso no se vulnera la libertad de ningún teólogo, sino que se niega su derecho absoluto a enseñar cualquier cosa en nombre de la Iglesia. Incluso hay quien le hace responsable de la miseria en el mundo y de la explosión demográfica. Entre las muchas canonizaciones, algunas acaso han podido ser discutibles o apresuradas, mas la mayoría son inapelables, la última, Teresa de Calcuta.
En fin, la mayoría de las críticas y descalificaciones no dejan de ser la otra cara necesaria del elogio y la admiración. Que no vino Cristo para corroborar y adherirse a los desatinos del mundo, sino para oponerse a ellos. Ni la doctrina del Evangelio es la consecuencia del consenso moral ni la misión de la Iglesia consiste en halagar a la opinión dominante.