La manía persecutoria de la «memoria histórica», pieza esencial del proyecto político del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, tiene una de sus dimensiones fundamentales en la cristofobia, especialmente en la aversión al catolicismo. Su obsesión parece consistir en erradicar todo rastro público de la tradición cristiana de España. En el punto de mira, por supuesto, está la Iglesia católica. El estigma, como en otros casos, es el apoyo al franquismo. Es decir, el franquismo es culpable, y el comunismo (y, por cierto, también el socialismo), al parecer, son inocentes. Y todo aquel que se oponga al maniqueísmo, es porque es maniqueo.
Es cierto que el 1 de julio de 1937, los obispos españoles publicaron una carta con motivo de la Guerra de España. Y es también cierto que, en ella, prestaban su apoyo a la causa de los sublevados contra el desastre republicano. También lo es que todos los católicos españoles sufrieron en los días aciagos del Frente Popular una de las más atroces persecuciones religiosas del siglo XX.
Es humano que la jerarquía de la Iglesia católica en España prestara su apoyo a la causa de todos aquellos que los defendían frente a la de quienes los asesinaban. Con ello, terminaron por ser complacientes o silenciosos con los errores políticos y morales de la época del franquismo.
Es esta una herencia que aún pesa sobre ella, pero al parecer no ya la complacencia o el silencio sino la pura criminalidad, si es izquierdista, es fácilmente olvidada o comprendida. Por lo demás, mientras la Iglesia pide perdón por sus errores, otros niegan sus crímenes o se jactan de ellos. Y cuando digo la Iglesia, no digo únicamente la jerarquía, sino también infinidad de víctimas y familiares de víctimas que, en la hora del dolor, perdonaban a sus victimarios. Y no porque fueran mejores personas que ellos sino porque seguían las enseñanzas de quien les prescribía el amor a los enemigos y el perdón a las ofensas.
Y vemos ahora cómo historiadores, con el criterio historiográfico sesgado a la izquierda, niegan la existencia de una revolución comunista en el seno del Frente Popular. Que se lo cuenten no ya a los católicos sino, por ejemplo, a los anarquistas. Por no hablar de la revolución socialista de 1934 contra la voluntad popular expresada en las urnas. Al parecer, pura legalidad republicana.
Son los mismos que critican o condenan los procesos de beatificación o canonización de las víctimas católicas de la persecución religiosa. Con ellos, la Iglesia no mantiene viva la memoria de los vencedores (cosa que sería tan legítima como mantener la de los vencidos), sino que rinde homenaje a quienes dieron testimonio de su fe con su el sacrificio de sus vidas.
Todos aquellos quienes reabren la fatídica «memoria histórica», parecen reivindicar el monopolio hemipléjico del recuerdo. Por más que les pese, la Iglesia, con sus errores, y graves, como formada por hombres falibles que es, ha contribuido, como la institución que más, a la causa de la reconciliación entre los españoles. Baste recordar los años de la Transición y la enemistad del franquismo en retirada y residual contra el cardenal Vicente Enrique y Tarancón.
La Iglesia propugna el perdón mutuo, el reconocimiento de los errores de ambos lados, insta a que no haya dos lados sino una sociedad democrática, libre y vertebrada, y, por ello, se opone al revanchismo de la «memoria histórica», que no persigue tanto el respeto a las víctimas y su recuerdo como reabrir heridas, e invertir la identidad de vencedores y vencidos en lugar de abolir tan nefasta división.