La barbarie del 11 de septiembre, y el fundamentalismo fanático del que se nutre, ha servido para cargar las baterías de los enemigos de la religiosidad.
Ni la guerra comenzó ayer, ni se trata de una guerra de religión, ni de un conflicto de civilizaciones. Ayer continuó la legítima defensa contra el terrorismo. Una de las más erróneas creencias herederas de un equivocado entendimiento de la Modernidad es la que pretende que la religiosidad es enemiga de la ilustración y que la fe religiosa se nutre del miedo y de la ignorancia, y es, en el mejor de los casos, representativa del infantilismo, de la minoría de edad intelectual del hombre. Olvidan sus defensores que la filosofía nació entre los presocráticos, según Werner Jaeger, uno de sus más sabios expositores, como «teología racional», y que la obra de Platón, primera cima de la filosofía, puede entenderse como una síntesis de racionalismo y misticismo, impregnada de esencial religiosidad. Olvidan también que si un poco de ciencia suele alejar de la religión, mucha conduce naturalmente a ella.
La barbarie del 11 de septiembre, y el fundamentalismo fanático del que se nutre, ha servido para cargar las baterías de los enemigos de la religiosidad. El acusado y, en definitiva, condenado sería el monoteísmo en bloque. La religión deviene culpable. Pues, aunque no pueden dejar de reconocer otras manifestaciones valiosas y ejemplares de la religiosidad, en ella se pretende encontrar la raíz del fanatismo. Quienes responsabilizan de la catástrofe al Islam, sin matices ni distinciones, cooperan, quizá involuntariamente, a la falacia. Bien es cierto que la justicia obliga a hacer distinciones dentro de las diferentes creencias religiosas, y una idea como la de la guerra santa o la conversión de los infieles mediante las armas, en la que no han dejado de incurrir cristianos, debe ser considerada como esencialmente impía.
La verdadera religiosidad es enemiga del fanatismo. A éste conduce no la religión, sino su perversión. El fanatismo se ceba con aquello más valioso para los hombres, sea la religión o su equipo de fútbol. Y la corrupción pésima es la que afecta a lo mejor. Por eso el religioso es el peor de los fanatismos, porque afecta a la naturaleza espiritual del hombre, a lo mejor que hay en nosotros. Conviene distinguir entre la esencia de una realidad y sus corrupciones y patologías. La superstición no es la consecuencia natural ni el fundamento de la religiosidad, sino, por el contrario, su peor enemigo. Como escribió Wittgenstein, «la fe religiosa y la superstición son muy diferentes. Una surge del temor y es una especie de falsa ciencia. La otra es un confiar». Lo mismo que de la superstición cabe decir del fanatismo. Un hombre religioso es Juan de la Cruz, no Bin Laden. Por la misma razón, lo que separa a los hombres no es la religión sino la superstición y el fanatismo. Las llamadas guerras de religión no enfrentan a las religiones sino a las degeneraciones de la religiosidad. Como enseñó Max Scheler, el valor de lo santo y lo divino unifica y enlaza a los seres íntima e inmediatamente. No es justo juzgar una realidad por sus expresiones patológicas en lugar de hacerlo por sus manifestaciones normales. La ortodoxia talibán no constituye una religiosidad frenética y exacerbada sino la destrucción de la genuina religiosidad. La religión no es culpable de la barbarie del 11 de septiembre, sino, por el contrario, su primera víctima.