La miseria y el hambre en el mundo es una tragedia que tiene solución y que testimonia contra la decencia humana. Pero esa solución depende, al menos, de dos factores: uno de naturaleza moral, relacionado con la solidaridad y la ayuda de los países ricos a los pobres; otro, de naturaleza intelectual, relativo a la idoneidad de las políticas para contribuir al desarrollo. El estado actual de ambos es deficiente. Ni el limitado altruismo de los ricos ni las terapias intervencionistas y antiliberales dominantes contribuyen a la solución del mal.
En la década anterior, las instituciones financieras internacionales recomendaron a los países en desarrollo medidas para fomentar el crecimiento que insistían en la liberalización y la privatización y en la austeridad presupuestaria. Su terapia fue criticada por no tener en cuenta la necesidad de reducir la desigualdad entre los países ni atender a los efectos negativos de esas políticas para algunos sectores de la población. Por estas razones, la Declaración del Milenio, firmada en 2000 por 150 estados, se comprometía a reducir la pobreza a la mitad en 2015. Desde este punto de vista, los resultados de la Cumbre de Monterrey pueden resultar decepcionantes, aunque sea más difícil alcanzar un acuerdo sobre sus causas. Se enfrentan, al menos, dos posiciones inconciliables, la de quienes cargan todo el problema en la cuenta del egoísmo de los ricos y quienes no ven razonable conceder ayudas sin condiciones a países gobernados por tiranías corruptas o que practican políticas económicas perversas o que constituyen una amenaza para la seguridad de aquellos a quienes solicitan la ayuda. No tener en cuenta este segundo aspecto del problema es injusto y demagógico. Tan cierto como que la ayuda debe aumentar lo es que no debe darse sin el cumplimiento de estrictas condiciones. Otra cosa es alimentar al enemigo y destinar fondos al beneficio de las oligarquías que nunca llegan a los necesitados.
Y en este ámbito es donde aparece la sinrazón de la ideología que culpa precisamente al remedio, las terapias liberalizadoras, de los males que causan las tiranías, la corrupción y las medidas colectivistas. Curiosa prueba de lucidez intelectual es esta consistente en denigrar lo que es condición inexcusable para salir del subdesarrollo. Es verdad que la llamada globalización ha aumentado las desigualdades, pero también lo es que ha favorecido a algunos países subdesarrollados y ha perjudicado a otros. Y tal vez convendría indagar las razones por las que unos países han crecido, reduciendo sus distancias con los países más desarrollados, mientras otros han sucumbido al caos y a la miseria, aumentando las distancias. Y al hacerlo tal vez comprobaríamos que la pobreza no tiene su única causa, ni, probablemente, la principal, en el egoísmo de los países ricos, sino también en los errores de la ideología económica y social dominante. Mientras abunden quienes piensan que la causa de la miseria debe imputarse al capitalismo internacional y al liberalismo, no se contribuirá a solucionar los dos aspectos del problema, pues muchos países subdesarrollados seguirán inmersos en la corrupción y en la tiranía, y otros desarrollados se negarán a financiar regímenes corruptos y políticas erradas. Del mismo modo que la mejor terapia para el crecimiento y la justicia social es la combinación de liberalización y políticas sociales para favorecer a los más necesitados, el mejor modo de luchar contra la miseria en el mundo es el aumento de la ayuda de los ricos combinada con la imposición de políticas liberalizadoras en los países pobres. La demagogia puede nacer de las buenas intenciones, pero nunca los errores pueden contribuir a mejorar un mundo tan necesitado de mejora.