El cristianismo es una religión, un mensaje de salvación dirigido a todos los hombres. Ningún continente, región, pueblo, ideología o partido político, nadie en suma, puede apropiárselo sin injusticia. La vigencia del cristianismo, como la de toda religión, depende de la existencia de auténticos cristianos y, como consecuencia de ella, de su capacidad para impregnar las vidas personales y la vida colectiva. No hay una cultura cristiana sin cristianos, aunque pueda haber cultura cristiana sin que muchos de sus miembros lo sean. Quiero decir que existe una cultura cristiana, pero el cristianismo no es una mera cultura.
Quienes se atienen a lo más visible de la historia, a lo superficial, tienden a pensar que la clave de la difusión del cristianismo y, para quienes tienen fe, la obra de la Providencia, residió en su nacimiento en el ámbito universalista del Imperio Romano. Por mi parte, me permito apuntar otra clave, y otra interpretación de la Providencia. Europa es la síntesis entre la filosofía griega y la religión cristiana. Europa, es decir la Cristiandad, es imposible sin ambas. No soy, en absoluto, original al adherirme a esta primacía griega. Husserl, por ejemplo, afirma que Europa tiene lugar y fecha de nacimiento: Grecia y los siglos VII y VI antes de Cristo. Éste es su origen remoto. Pero, sin el ingrediente cristiano, no habría surgido propiamente Europa sino sólo la Hélade. Nuestra civilización es el resultado de la síntesis entre Atenas y Jerusalén, y su misión, dar razón de lo Absoluto. Sea esto dicho sin demérito para el Derecho romano ni para la ciencia moderna, hija al cabo del pensar griego. La esencia de Europa se encuentra en la filosofía y el cristianismo. La muerte de la filosofía o del cristianismo sería la muerte de Europa.
Lo que me gustaría sugerir es que, si esto es cierto, y pienso que lo es, el cristianismo no constituye sólo una de las raíces espirituales de Europa, sino que es también parte de su esencia. Entonces, la posibilidad misma de una Europa no cristiana sería una contradicción en los términos. «Europa cristiana» vendría a ser una expresión tan obvia como «círculo redondo». Todo lo que nuestra civilización es y ha hecho en la historia es sencillamente ininteligible sin el cristianismo. Para bien y para mal, y creo que, en justo balance, más para bien. Podemos elegir el ámbito que queramos: político, social, cultural, incluso económico. Pensemos en lo más superficial y, por ello, fundamental para los superficiales: la política. Allí donde no anidó la semilla del cristianismo germina con dificultad, próxima a la imposibilidad, la democracia. Sin la idea de Dios y la creación del hombre a su imagen, la dignidad de éste se resquebraja y se reduce a la animalidad. Sin la común paternidad divina, la fraternidad entre los hombres es pura quimera. Y, sin fraternidad no son posibles la igualdad ni la solidaridad. Incluso la Ilustración no es sino un fruto tardío y extraviado de la idea de Dios. Suprimido el cristianismo, la cultura europea quedaría reducida casi a la nada.
La incultura y la ignorancia, es decir la barbarie, entienden otra cosa: que Europa sólo llega a ser lo que es cuando logra despojarse del cristianismo. Su desconocimiento de la Edad Media carece de límites. No les importa que todo lo que defienden como laicistas conversos se tambalee en cuanto se prescinde del cristianismo. En este sentido, Nietzsche fue un genial vidente. La muerte de Dios vuelve todo del revés. No queda en pie ni la moral cristiana, ni la dignidad del hombre, ni los derechos humanos, la democracia, el socialismo, el liberalismo y el anarquismo. Sólo quedan los valores vitales propios del superhombre, su jerarquía y su autoridad. Vano es el intento de quienes suprimen a Dios y pretenden apuntalar todo el edificio con sucedáneos como la razón o la justicia. El edificio, inexorablemente, se desmorona. Por eso, quizá Nietzsche sea la única alternativa seria al cristianismo. San Pablo afirmó que si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres. O Dios o el nihilismo. No hay alternativa. Otra cosa es que, como Max Scheler magistralmente demostró en El resentimiento en la moral, la crítica nietzscheana a la genealogía de la moral cristiana resulte equivocada.
Quienes se empeñan en esta tarea imposible de sustentar sus convicciones en el aire, sin su único fundamento posible, al menos deberían reconocer la inmensa labor social de la Iglesia en beneficio de los pobres y marginados. Pero nadie puede ver lo que no quiere ver. Sólo se fijan en los errores, y apenas les importa que sea precisamente la Iglesia la institución que más se ha empeñado en reconocerlos y pedir perdón por ellos, a pesar de que no se le reconozcan los muchos bienes que ha producido. Las mezquindades, agresiones e injusticias actuales no son sino síntomas de un mal mucho más hondo. Éste es el que debe ser tratado, más que aquellas. En España, cualquier estupidez compartida con otros pueblos adquiere proporciones ciclópeas. Toda politización del cristianismo fracasa necesariamente, tanto la de unos como la de los otros. Acaso el pasaje evangélico de la adúltera perdonada muestre el camino. Unos se obstinan en la lapidación; otros, se quedan con el perdón. Aquellos suelen olvidar la distinción entre la moral y el Derecho y propugnan una especie de «juridificación» de la moral. Éstos olvidan que Cristo, después de renunciar a condenar a la adúltera, le dijo: «Vete y no peques más». No declara, pues, abolidos el mal y el pecado. Por lo demás, sin la falta es imposible el perdón. También manipulan algunos su presencia entre prostitutas, publicanos y pecadores, pues no se trata de adhesión a su forma de vida ni de complacencia en su compañía, sino, por el contrario, de cumplir su misión de salvar a los pecadores. La Iglesia cumple su tarea, si no me equivoco, cuando condena el pecado y perdona al pecador arrepentido, no si insiste sobre todo en condenar jurídicamente al pecador ni si declara abolido el pecado.
La tragicomedia que vivimos es más obra de la ignorancia que de la maldad, aunque acaso ambas caminen, como enseñó Sócrates, de la mano. Lo que resulta más difícil de entender es el empeño, deliberado o no, de suscitar un problema donde no lo había. No hay en España una cuestión religiosa. La aconfesionalidad del Estado, que no el laicismo, está reconocida y garantizada por la Constitución y nunca ha sido puesta en entredicho, ni con los gobiernos de la UCD, ni con los del PSOE, ni con los del PP. La libertad de expresión de la Iglesia no se encuentra limitada por la conformidad forzosa con las propuestas legislativas del Gobierno. Criticar a la mayoría nunca es antidemocrático. Silenciar a las minorías sí que lo es. Es sólo cierto ingenuo y fatal adanismo, que parece haber invadido a los actuales gobernantes, el que les sugiere que todo está por estrenar: la democracia, la libertad y la aconfesionalidad del Estado. Incluso se diría que aspiran a estrenar una nueva Constitución. Sólo cabe esperar que lo que el Gobierno no rectifique por convicción, al menos lo haga por propio interés. España forma parte de Europa. Y ésta, si no es cristiana, no es Europa, sino que queda reducida a la condición geográfica de continente o a mero espacio para el libre comercio.