TODOS hablan de democracia, pero no todos al hacerlo hablan sobre lo mismo. En unos casos, las discrepancias se deben a que la entienden de distinta manera. En otros, a que algunos llaman democracia a lo que no lo es, a lo que es otra cosa, incluso a lo que se opone a ella. Por eso no faltan las tergiversaciones y suplantaciones, y, también, los malentendidos. De entrada, aclaro que hablo de democracia en el único sentido en el que creo que existe verdaderamente, en el sentido representativo y liberal. Hay otros modos de concebirla que no son, a mi juicio, «democráticos»: la democracia radical, asamblearia, directa y totalitaria. Si no me equivoco, algunos malentendidos y errores sobre la democracia surgen porque se introducen en la concepción representativa y liberal principios opuestos a ella, procedentes de esas concepciones alternativas.
No faltan entre nosotros ejemplos y síntomas de estos malentendidos. Por ejemplo, cuando el Gobierno considera que las críticas de la Iglesia católica a su proyecto de extender la institución del matrimonio a las uniones homosexuales entraña una falta de respeto al Parlamento y, por ello, a la soberanía nacional y una ilegítima intromisión en la política. Bien es verdad que este anatema socialista sólo se exhibe cuando la Iglesia se opone a sus decisiones, no cuando las apoya. Y también es cierto que no considera intromisiones las tomas de posición de otras instituciones y grupos sociales. El resultado es que la Iglesia debe callar mientras que, pongamos por caso, una Asociación de Gays del Bajo Aragón tiene todo el derecho del mundo a opinar. Aquí no estamos ya ante una mera tergiversación de la democracia, sino ante la pura hostilidad antirreligiosa. Otro ejemplo lo suministra el derecho que se concede a la mayoría parlamentaria en las comisiones de investigación de impedir comparecencias solicitadas por una minoría. Cosa que, por cierto, no sucede en otros países democráticos.
La democracia es una forma o método político que posee valor moral, pero que no garantiza la moralidad de sus resultados, pues éstos dependerán, sobre todo, del criterio y de la formación moral de la mayoría de los ciudadanos. Se concede, por lo demás, una valoración excesiva al consenso como método para determinar lo que es o no correcto en el orden moral. Si es dudoso en el ámbito de la política, es falso en el orden moral. El diálogo verdadero puede ser camino para descubrir la verdad, pero no para inventarla o crearla. El acuerdo de voluntades es una excelente fórmula para determinar el contenido de las leyes, pero no para discernir entre el bien y el mal en sentido moral. La democracia es una forma de gobierno, no un método científico ni un criterio de la moralidad. Es una condición necesaria, pero no suficiente, de la justicia, pero no tiene nada que ver con la verdad, ni en sentido filosófico, ni científico, ni moral. Expresa un acto de voluntad, una forma de tomar decisiones colectivas. Pero la mayoría no tiene necesariamente razón. Lo que tiene es la fuerza democrática. Si abusa de ella, degenera en tiranía. Y abusa cuando reclama a la minoría no sólo el cumplimiento de la ley sino también la identificación de su propia opinión mayoritaria con la justicia y la verdad.
Todo esto, por lo que se refiere al principio de las mayorías. Pero éste no agota la esencia de la democracia. La formación de la opinión mayoritaria requiere la existencia de determinadas condiciones sin las que la democracia no puede existir. Así, el respeto a la decisión mayoritaria debe ir unida al respeto a las minorías y a la libertad de crítica. La opinión mayoritaria no posee un carácter sacrosanto sino meramente cuantitativo. Incluso cabe conjeturar que, desde el punto de vista moral, siempre será más acertada la opinión de la minoría (no, sin duda, de todas ellas; sólo de la que forman los mejores). Cuando una minoría o un grupo o institución discrepan de la decisión de la mayoría no vulneran la democracia sino que, por el contrario, la ejercen. De este derecho no debe quedar excluido nadie; ni siquiera, por cierto, la Iglesia católica. Si la opinión de la mayoría fuera siempre expresión de la justicia, o bien nunca debería cambiar o bien la justicia se identificaría con el capricho de las eventuales mayorías.
Andan por ahí algunos demócratas extraviados a quienes les desasosiega la posibilidad de que una religión o una doctrina filosófica se atribuyan el conocimiento o la posesión de la verdad. Y piensan, es un decir, que tamaña pretensión destruye la democracia a manos del dogmatismo oscurantista. Pueden sosegarse. Ni las leyes lógicas ni las teorías científicas se oponen a la democracia. Tampoco las verdades reveladas de la religión o las pretensiones de las doctrinas filosóficas de alcanzar la verdad. Donde, desde luego, no se encuentra la verdad es en las Ejecutivas de los partidos ni en las votaciones parlamentarias. Entre otras razones, porque no es su misión la de determinar lo verdadero y lo falso. Cuando el Papa u otras autoridades religiosas pretenden declarar la verdad revelada de la que son depositarios, o cuando Platón, Tomás de Aquino o Husserl aspiran a establecer la verdad filosófica, ni acatan ni se oponen a la democracia. Se encuentran en otro nivel. Sólo quienes aspiran a imponer por la fuerza a la mayoría (y a la minoría) su propia opinión vulneran la democracia. Un ejemplo, por si coopera con la claridad. Supongamos que el Parlamento español legaliza el matrimonio entre personas del mismo sexo. Tan demócrata es quien está favor como quien está en contra, mientras no aspiren a imponer su criterio por la fuerza sino mediante la convicción. Tan antidemócrata es la minoría que, salvo el caso de objeción de conciencia, incumple la ley y pretende imponer por la fuerza su criterio, como la mayoría que impide la libertad de crítica y tilda al discrepante de antidemócrata. Decir lo que se piensa y proclamar lo que uno estima que es la verdad nunca es contrario a la democracia. Si lo fuera, desde este mismo momento, proclamaría que dejo de ser demócrata. Sólo faltaría que la ilustración y la democracia consistieran en liberar al hombre de la autoridad de Dios para someterlo a la tiranía de la plebe. Los laicistas frenéticos olvidan el fundamento religioso (cristiano) de la democracia y, despreciando lo que ignoran, socavan los fundamentos de los principios a los que se adhieren. No hay mejor fundamento de la igualdad y de la dignidad del hombre que su condición de hijo de Dios, ni más firme base para la solidaridad y la fraternidad que la hermandad de todos los hombres como hijos de Dios. Por lo demás, obedecer a los hombres puede ser servidumbre; obedecer a Dios es libertad. Todo cristiano sabe que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Por mi parte, concedo a la mayoría el derecho a gobernar, si bien no de forma absoluta e incondicionada, mas no le concedo el derecho a legislar en el ámbito de la moral, propio de la conciencia y no de la opinión pública.