Cada día aumenta el uso de la expresión «tolerancia cero», sobre todo entre ministros y dirigentes de la izquierda. Debe pronunciarse con gesto avinagrado, ceño fruncido y patente indignación. A ser posible, con una mueca hosca y dura, parecida a la que exhibía Bogart en las últimas escenas de «El tesoro de Sierra Madre». Se ha usado con relación al terrorismo. Ahora es usual emplearla refiriéndose a otras formas de delincuencia. Así, se habla de «tolerancia cero» con la violencia de género (aunque bien podría aplicarse la tolerancia cero con la propia expresión en pro de la corrección lingüística), los incendios forestales o el exceso de velocidad. Es cuestión de énfasis. «Tolerancia cero» es el no va más en la oposición, un enérgico «hasta aquí hemos llegado».
Hable cada cual como le venga en gana y critique cada cual lo que estime conveniente. No soy partidario de ninguna tiranía, ni siquiera de la que impone el buen uso del idioma. Por lo demás, es la gente la dueña de la lengua. A los sabios sólo les compete la educación y la excelencia, es decir, el uso excepcional. La norma siempre es mayoritaria, acaso vulgar. Pero si el lenguaje expresa el pensamiento, la crítica de las ideas puede revestir la forma de la crítica lingüística. En nuestro lenguaje se cobijan buena parte de nuestros errores.
¿Qué quieren decir quienes hablan de «tolerancia cero»? ¿Qué extravagante concepción de la tolerancia esconde su expresión? Por un lado, se diría que sugieren que antes de que ellos profirieran, enérgicos, la expresión, la cosa era tolerada, ya sea la piromanía, la pederastia, la violencia en el seno de la pareja o el asesinato en masa. Bien es verdad que ha podido haber en la lucha contra algunos delitos imprevisión y errores, pero no tolerancia. Y es que no andan muy claras las ideas sobre lo que significa la tolerancia. Consiste en permitir y respetar las opiniones, ideas, creencias y formas de vida distintas de las nuestras. De hecho, surgió en el Occidente moderno para detener los desastrosos efectos de las luchas de religión, de manera que se permitiría que cada cual profesara la que tuviera por conveniente o propia, sin interferencias o imposiciones. Por ejemplo, cabe discutir si hay que tolerar o no la publicación de opiniones o ideas racistas, pero no cabe ni siquiera hablar de tolerancia sobre la práctica del descuartizamiento de semejantes o los asesinatos en serie. No tolerar la quema de bosques suena un poco ridículo, más que nada porque es imposible tolerarla.
Otro ejemplo. Una Federación o colectivo de homosexuales acaba de pedir a la Fiscalía General del Estado que promueva la acción de la Justicia contra el Episcopado español por lo que entienden que es «incitación pública al odio y la discriminación», cuando sólo se trata de oposición a un presunto derecho al matrimonio entre homosexuales. Al margen de quién tenga razón, y a mi juicio la tienen los obispos, puede plantearse el problema de cuál de los dos, obispos o colectivo gay, es más tolerante. A mi juicio, la cosa no ofrece dudas. Mientras los obispos expresan su opinión y no atentan contra el derecho de los demás a discrepar, el «colectivo» pretende que se les castigue por emitirla. La tolerancia consiste en permitir la discrepancia, no en castigar al discrepante. Quizá haya que tener «tolerancia cero» con la intolerancia.