El fallecimiento de Inmaculada Echeverría tiene que merecer el sentimiento de condolencia y el respeto ante su sufrimiento. El dolor, lo sepa o no quien lo sufre, siempre redime. El respeto incondicionado a la persona no impide la valoración moral de sus decisiones, que nada tiene que ver con el juicio, absolución o condena. La evaluación moral de las conductas y de las personas persigue determinar si han optado por lo mejor, por un valor positivo, por el valor más elevado. No cabe mayor respeto a una persona que tratarla como ser libre, como fin en sí, como poseedora de una dignidad que trasciende la vida.
Y ha surgido la polémica acerca de si el caso se puede o no considerar como eutanasia. El asunto no es fácil pues se encuentra en el límite. Los conceptos no poseen en muchos casos límite o fronteras precisos. Desde luego, no es un caso de eutanasia activa, que consiste en producir directamente el fallecimiento del paciente. Evidentemente, tampoco estamos ante un caso ilícito de encarnizamiento terapéutico, que utiliza medios extraordinarios para prolongar la vida del paciente. El caso está más bien en la frontera entre la eutanasia pasiva o por omisión (en este caso, retirada) de un medio habitual de mantener con vida al paciente o, por el contrario, ante la legítima renuncia por parte del paciente a una concreta terapia médica. Con todas las cautelas, según mi criterio, se trata más bien de un caso asimilable a la eutanasia, ya que la respiración asistida, como la alimentación mediante sonda gástrica o por vía parenteral, no constituyen terapias desproporcionadas, sino tratamientos habituales y comunes. Sin embargo, es comprensible la opinión de quienes estiman que, por el contrario, se trata, en cualquier caso, de un procedimiento terapéutico al que legítimamente puede renunciar el paciente. De lo que no cabe dudar es de la existencia de una relación de causalidad directa entre la retirada de la respiración asistida y la muerte del paciente.
Lo que ya no comprendo es la utilización mediática del caso para intentar reabrir un debate sobre la eutanasia, sobre todo por parte de quienes consideran que no estamos ante un caso de eutanasia, y el empeño por convertir el suicidio en un derecho. Cuando se piensa que hay derecho a todo y se eclipsan los deberes, no es extraño que se defienda un extravagante derecho a morir. Con independencia de la debida distinción entre la moral y el derecho, existen fuertes razones para oponerse a la legalización de la eutanasia. La principal es la obligación de la sociedad de respetar y defender, en todos los casos, la vida humana. Tampoco cabe apelar al progreso, pues su práctica fue frecuente en el pasado y su prohibición constituye un avance en el proceso de humanización, ni a la autonomía de la voluntad, ya que exige la colaboración de la sociedad y no es, por tanto, un mero asunto personal. Por lo demás, no comparto la pretensión de convertir a quienes prefieren morir a padecer el dolor en algo así como héroes. Me parece mucho más heroica y ejemplar la actitud de quienes prefieren, a pesar de todo, seguir viviendo.
La vida humana siempre es digna, incluida, por supuesto, la de los enfermos incurables o terminales. Incluso en cierto sentido es aún más merecedora de apoyo y defensa, pues es más débil. El objetivo de la Medicina no puede ser prostituido. Consiste en curar y aliviar el dolor; nunca en matar. La obligación de los familiares, amigos y de la sociedad entera debe ser contribuir a paliar o atenuar ese dolor y, mediante el amor, mostrar que toda vida humana merece ser vivida. Quien ama y es amado no desea nunca morir, sino vivir para siempre. Lo que hay que hacer es abandonar lo que bien podría calificarse como una «cultura de la muerte», y valerse del talento humano para combatir las enfermedades y paliar sus efectos. En este sentido mucho es lo que cabe esperar de la ciencia, y, más aún de la generosidad y solidaridad humanas. Todo deseo de la muerte entraña un fracaso de la vida. Lo que más admiración merece es la decisión de vivir de quienes, sufrientes e incapaces de valerse por sí mismos, siguen luchando. Quizá no sepan el tamaño y la fuerza del valor que tiene su heroísmo, para ellas y para los demás. Aunque ciertamente el heroísmo no puede constituir una obligación jurídica, sino una actitud moral, una sociedad que, renunciando a la defensa de la vida, acepta el aborto libre, la eutanasia y la pena de muerte, camina por la senda del envilecimiento.
La eutanasia no es un mal sólo por los abusos a que puede dar lugar. Ella misma, su uso es, de suyo, un abuso. Por lo demás, el objetivo de la moral no consiste en promover la «buena muerte», la «muerte digna», sino en proponer la vida buena. Y una buena muerte no es sino aquella que pone fin (para los creyentes, sólo terrenal) a una vida buena. Toda vida, sin restricción alguna, es digna.