Terror, eso es lo que he sentido. Se me dirá, posiblemente, que soy un agorero o un exagerado, pero creo que el asunto es peliagudo y se las promete muy fieras. Y me explico.
Hace pocos días, admirado, escuché el caso reciente de una mujer que ha conseguido ser madre estando ya bien entrada en la cincuentena. Se trata, ciertamente, de un prodigio de la medicina. Ciencia y humanismo se alían para conseguir la felicidad de una mujer; así lo han visto la mayoría de los medios de comunicación. Yo no quiero ser menos, y deseo lo mejor de esta vida para la madre y la criatura. Pero… Siempre es bueno detenerse a ver si hay peros, y en este caso los hay. Me enteré de la noticia por algún informativo televisado, creo recordar que el Telediario de la primera cadena de Televisión Española, en el que se entrevistaba a la médico de la recién estrenada madre. Parecía una mujer agradable y optimista. Hizo especial hincapié en la buena disposición de su paciente para éxito de la empresa, léase gestación y posterior alumbramiento. Hablaba, encantada, de la felicidad impagable que había conseguido su paciente gracias a la donación de óvulos… «Luego esa mujer no es! la verdadera madre de la criatura», me dije; pero rápidamente deseché pensamiento tan impertinente y continué atendiendo a la entrevistada. La médico ensalzaba el tesón de su paciente. Parece ser que el premio de sentirse madre no lo había alcanzado sino después de numerosos intentos… «¡Numerosos intentos!». Aquí, he de confesarlo, ya no pude contener mis pensamientos inoportunos. Porque, veamos: ¿qué significa numerosos intentos? No sé en este caso que nos ocupa, pero lo normal es que un intento fallido sea un embrión destruido: muerto. O congelado. O tirado a la alcantarilla por un desagüe… ¿Y de qué estamos hablando? ¿De un caramelo, una canica, una mercancía que puede escogerse, manipularse, congelarse? No sé si el embrión es persona o no lo es, pero sí tengo claro que se trata de un proyecto de vida humana, un proyecto viable, autónomo e independiente, y eso es suficiente para otorgarle la condición de ser humano y, por tanto, tratarlo como a tal. Lo contrario, el empl! eo utilitarista del ser humano, nos acerca casi siempre a situaciones poco deseables: la esclavitud, la trata de blancas, la compraventa de niños; y de ahí a Auswitz, el camino que hay que recorrer se hace inquietantemente más corto. Pero, curiosamente, nadie se ha ocupado de esto en los medios de comunicación. Es un asunto incómodo, molesto. Lo que importa es la felicidad de una mujer que por fin se ha sentido madre. Y esto es lo terrorífico. Esto es lo que verdaderamente me asusta.
Estamos constituyendo una moral que se asienta en los pilares resbaladizos del sentimentalismo. Fijémonos, si no, en los modos de argumentar. Ante al aborto siempre se escucha la cantinela de la violación, la muerte segura de la madre en el parto o la pobre chiquilla que será apaleada hasta la muerte por un padre intransigente; nadie habla de la grandeza de la vida. En el caso de las rupturas matrimoniales se apela al derecho a ser feliz de la persona; el compromiso, la dignidad del hombre acrisolada en una promesa de fidelidad, de garantizar que uno va a seguir siendo el mismo al cabo del tiempo, no aparece por ninguna parte. Ciertamente cada caso es cada caso, y no somos quienes para juzgar nadie; menos aún en situaciones de tensión vital y sufrimiento extremos. Pero a lo que no podemos renunciar es al uso de la razón. Es verdad que el corazón tiene razones que la razón no entiende. Es cierto que la hipertrofia de la razón es fría y desagradable, a más de procurarnos una i! magen falseada del hombre. ¿Pero qué ocurre si fiamos todo al sentimiento? La pasión es ciega, y los sentimientos tienen más de pasión que de razón. En una moral que siente en vez de pensar, hasta las mayores monstruosidades tienen cabida siempre que se vendan con unas pocas lagrimitas y una banda sonora de esas que hace se te ericen los pelos del colodrillo. Mal negocio es guiarse por los sentimientos, y peor aún construir una moral asentada en éstos. Si escogemos a un ciego como lazarillo vamos directos al despeñadero.
Razonar es un acto reflexivo, algo interior. Un hombre es reflexivo cuando vive hacia dentro y no hacia fuera. Cuando pondera las cosas en su fuero interno, y no cuando su obrar sigue al sentir. Pero no nos engañemos; lo que hoy interesa es el color, la música, la imagen, el sonido. Hay que alucinar y que flipar. Y mientras, según dicen, cada vez se lee menos en España.