Hace escasas semanas tuve ocasión de visitar la catedral de Barcelona y pude ver el famoso Cristo de Lepanto, que iba en la nave capitana en aquella singular batalla naval de 1571 que significó el declive del poder turco en el Mediterráneo. Llamó mi atención una lápida en el suelo de la capilla que testimonia que allí está enterrado el Obispo Irurita, asesinado en los primeros días de diciembre de 1936. Esos hechos -afortunadamente ya lejanos en el tiempo- cobraban ante mis ojos una especial actualidad, pues aquel mismo día el entonces conseller de Ensenyament, Josep Bargalló, declaraba en la prensa su empeño por cancelar los acuerdos vigentes con la Santa Sede y “luchar” -así decía- por la laicidad de la escuela pública. Al mismo tiempo decía sorprenderse porque, de todas las declaraciones que había hecho desde su nombramiento, las que causaban más reacciones y debate eran las relacionadas con la religión.
En estas semanas electorales la discusión sobre la religión ha aparecido reiteradas veces en boca de diversos políticos. También los obispos han intervenido en los medios de opinión pública dando a conocer las enseñanzas de la Iglesia católica en algunas de las cuestiones debatidas. Quienes, trascendiendo el ámbito español, se han asomado al horizonte internacional, han advertido con desconcierto que tanto en la todavía reciente discusión en Francia sobre el velo islámico en las escuelas como en el debate norteamericano acerca de las uniones de personas homosexuales, pasando por los apasionados comentarios que viene suscitando la película “The Passion” de Mel Gibson, se involucra quizá interesadamente -y siempre de forma muy confusa- la religión con la organización de la vida pública.
Es bien conocido que Samuel Huntington, el politólogo de Harvard, ha augurado que en este nuevo siglo las guerras van a ser guerras de civilizaciones: se van a enfrentar culturas y sociedades, estilos de vida y religiones. En este mismo sentido, la reciente irrupción internacional del terrorismo bajo la bandera del fundamentalismo religioso ha llevado a algunos a pensar que el siglo XXI si no es “laico” -esto es, opuesto o al menos ajeno a toda forma de religiosidad- no podrá ver la paz. Como decía el filósofo Gianni Vattimo hace pocos días, en nuestra civilización multicultural se quieren eliminar todos los símbolos religiosos por miedo al desencuentro, pero eso equivaldría a reducir el espacio público a un desierto. Más aún, todos esos temores, en particular en lo que conciernen al cristianismo, desconocen la dimensión esencialmente personal de la religión cristiana y no prestan atención a su mandamiento central: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.
Sin duda que en nombre de la religión se han llevado a cabo tropelías, pero es injusto pensar que las guerras son por lo común guerras de religión. El pasado 4 de febrero, Robert McNamara, el secretario de defensa en las administraciones Kennedy y Johnson, daba una conferencia en el campus de Berkeley por primera vez desde su graduación en 1937. Había expectación en el auditorio, ante el anciano de 87 años que narraba las lecciones aprendidas de la guerra de Vietnam y de tantas otras guerras: “Los seres humanos hemos matado a 160 millones de otros seres humanos en el siglo XX. ¿Es esto lo que queremos para este nuevo siglo? Creo yo que no”. Como explicaba el canciller de Berkeley, Robert Berdahl, con estas palabras McNamara se alineaba en lo fundamental con aquellos que protestaban contra su política allí en Berkeley cuarenta años antes. De hecho, su intervención fue recibida con aplausos y asentimiento por el público.
¿Guerras de religión? Eso es un oxímoron, una contradicción literal como “estruendoso silencio” o “luminosa oscuridad”. Las guerras son siempre de irreligión, de falta de relación con los demás, de carencia de amor. Es el odio quien mueve las guerras; es el odio y el afán de poder. En estas semanas he leído con emoción el diario y la correspondencia de Etty Hillesum, una joven intelectual holandesa judía, que se presenta como voluntaria en el campo de Westerbork para acompañar a los millares de judíos allí concentrados antes de su penoso traslado en tren a Auschwitz para su exterminio. Los diarios de sus dos últimos años de vida resultan una experiencia tan enriquecedora como la lectura del Diario de Ana Frank. Lo que más impresiona quizás es su empeño por no odiar a los oficiales de las SS y a toda la maquinaria infernal que convirtió a Europa en un inmenso crematorio. Se ve a sí misma como “el corazón pensante de los barracones”. Escribe en una de sus cartas que “de los campos de concentración han de irradiarse hacia el exterior nuevos pensamientos, nuevas intuiciones, que extiendan lucidez, que crucen por encima de las alambradas de espino que nos encierran y se junten con las intuiciones que la gente de fuera habrá ganado casi con tanta sangre (…). Y quizá sobre la base común de una búsqueda sincera de alguna manera de comprender estos oscuros sucesos, las vidas destrozadas puedan todavía dar un paso tentativo hacia adelante”. Corazones pensantes, eso es lo que nuestro mundo necesita, tanto a escala familiar y local como a escala nacional e internacional.
Los recientes debates en torno a la religión en nuestro país son la punta del iceberg del secularismo que viene erosionando desde hace unas décadas la sociedad occidental. Con base en una pretendida injerencia de la Iglesia católica en el espacio público son muchos los que defienden que la religión debe limitarse solo al espacio de la conciencia. Pero la realidad no es así. La tradición cristiana defiende como un tesoro aquel “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, esto es, defiende la separación entre poder público y autoridad religiosa. Los cristianos no sólo queremos liberar a la religión de la interferencia gubernamental, sino también al gobierno de cualquier interferencia religiosa. En una sociedad democrática es a los ciudadanos -cristianos y no cristianos- a quienes corresponde la responsabilidad de la marcha de la sociedad y no a la jerarquía de la Iglesia católica o a las autoridades religiosas de otras confesiones.
De hecho, la realidad efectiva de la Iglesia católica desde el Romano Pontífice hasta el último cristiano es casi siempre muy luminosa a este respecto. Cuando visitan a Juan Pablo II para darle noticia del muro en construcción en Israel no duda el Papa en responder que la Tierra Santa necesita puentes y no muros. Y esto es lo que nos corresponde a los ciudadanos de a pie, cristianos o no. Si procuramos escucharnos unos a otros, si tratamos de comprender las razones que asisten a nuestras posiciones, comenzaremos a querernos, será posible trabajar codo con codo, colaborar en la construcción de una sociedad más justa, seremos corazones pensantes latiendo al unísono porque pensamos con libertad. Por esta razón, tengo para mí que las “guerras de religión” no son de religión, sino en todo caso de falta de religión.
Jaime Nubiola es Profesor de Filosofía de la Universidad de Navarra.