No, por supuesto que no. Todas las opiniones no merecen el mismo respeto. Algunas no merecen ninguno, mientras que otras —las de los expertos en la materia— merecen de ordinario un respeto enorme. Veámoslo un poco más despacio, pues la tesis en boga en la cultura dominante viene a ser la de que en un sistema realmente democrático todas las opiniones son igualmente respetables.
El respeto tiene una gran importancia en la vida de cada uno y de la sociedad. Tal como describe Robin Dillon en la voz “respeto” de la valiosa Stanford Encyclopedia of Philosophy, desde niños se nos enseña —o al menos es lo que se espera— a respetar a nuestros padres, profesores y mayores en general, a respetar las normas escolares, las reglas de la circulación, las tradiciones culturales y familiares, los derechos y sentimientos de las demás personas, a los gobernantes y a la bandera (esto en Estados Unidos, pero mucho menos en España), y por supuesto a respetar la verdad y las diferentes opiniones de la gente. De hecho llegamos a adquirir un cierto respeto a todas estas cosas hasta el punto de que, ya de mayores, meneamos la cabeza con indignación cuando nos topamos con personas que parecen no haber aprendido a respetarlas. Sin embargo, en un sentido estricto, sólo la persona humana es realmente merecedora de respeto. Fue el filósofo alemán Immanuel Kant quien en el siglo XVIII puso el respeto a las personas, a todas y cada una, en el centro de la teoría moral. Desde entonces la clave del liberalismo político y del humanismo democrático ha sido la tesis de que las personas son fines en sí mismos con una dignidad absoluta que debe ser siempre respetada.
¡Cuántas veces al ver los rostros desencajados de los inmigrantes de las pateras nos asalta la duda de que en este mundo nuestro siga vigente aquel ideal kantiano! Quienes merecen absoluto respeto son las personas, cada una de ellas, independientemente de su nacionalidad, del color de su piel, su estatus social, el nivel de sus estudios, su edad y condición: desde el feto en las entrañas de su madre hasta el enfermo terminal en una UCI o en las calles de Calcuta. Cada una de esas personas, sea pobre o rica, sabia o ignorante, es acreedora de un respeto absoluto por parte de todos los demás. Esta convicción tiene enormes consecuencias en la vida de cada uno y en la organización misma de la sociedad. Pero tratar con un profundo respeto a todas y cada una de las personas no significa en ningún caso que las opiniones de todas y cada una de ellas merezcan respeto y menos aún que lo merezcan en igual medida.
Cuando hablamos de opiniones nos referimos de ordinario a los diferentes pareceres en materias discutibles y discutidas. Abarca desde la mejor manera de organizar la sociedad política, de resolver los problemas de la convivencia humana hasta las preferencias en materias deportivas, artísticas o culturales. No son materias opinables aquellas ya resueltas por la ciencia o por la experiencia acumulada de la humanidad. No es materia opinable ni el teorema de Pitágoras, la ley de la gravedad, la composición química del oro o que el fuego quema. Tampoco es materia opinable que la estricnina es un veneno: los venenos matan independientemente de nuestra opinión acerca de ellos. En cambio, en muchas otras áreas hay diversas maneras legítimas de pensar acerca de las cuestiones que están planteadas. En muchos campos no hay un consenso, o quizás aun cuando haya un consenso mayoritario no se excluye que las opiniones minoritarias divergentes tengan algún valor, esto es, que podamos aprender algo de ellas. En todos estos casos, esas opiniones merecen atención y consideración, pues de ordinario si están formuladas con seriedad, incluso aquellas que parezcan inicialmente más estrambóticas, encierran probablemente algo valioso.
Por el contrario, todos tenemos bien comprobado que no compensa invertir tiempo en tratar de aprender de una persona ignorante en una materia, que no tenga una especial cualificación o un conocimiento de primera mano. Lo peor es cuando el ignorante —tal como pasa a veces con los políticos— argumenta ideológicamente, esto es, defiende una opinión desde una posición preconcebida sin atenerse a los hechos ni a las opiniones opuestas. En este sentido muy a menudo los debates parlamentarios son la forma más contraria posible a un genuino diálogo, pues son una mera confrontación dialéctica resuelta finalmente por la mecánica de los votos. Para un diálogo racional, para un examen constructivo de las diversas opiniones sobre un asunto opinable, hace falta estar al menos de acuerdo sobre la naturaleza del desacuerdo y eso implica que si el oponente presenta mejores razones que las nuestras, cambiaremos de opinión, nos pasaremos de todo corazón a sostener, ahora con más fuerza, la posición que antes atacábamos.
Considerar una opinión, tratar de comprender las razones y los datos que la avalan significa abrirse a lo que de verdadero pueda ofrecer. Entre los medievales una opinión tenía título suficiente para ser considerada en una disputatio por su autoridad. Tal como mostró el filósofo oxoniense Christopher Martin, si un autor, considerado por su experiencia como una autoridad en un campo, formulaba una opinión sobre esa materia que sonaba novedosa, el argumento de autoridad sugería que valía la pena someter a examen a ese parecer. El New York Times on line ha aprendido esto mismo, pues desde hace unos meses distribuye gratuitamente la información, pero en cambio comienza a cobrar por sus artículos de opinión. Si uno desea leer a Krugman, Friedman o las demás luminarias de la prensa norteamericana, debe pagar una cantidad modesta, pero que vendrá a suponer al final una sustanciosa suma para el periódico y para los autores.
Para los españoles casi siempre es verdad lo contrario: pagamos por los datos, pero despreciamos las opiniones, quizá porque estamos acostumbrados a que en cada barbería o en cada tertulia los asistentes resuelvan los mayores problemas que tenemos mediante cuatro declaraciones grandilocuentes y —como suele decirse— se queden después tan panchos. Incluso a menudo se invita en los medios de comunicación a deportistas, artistas o diversos famosos a que opinen sobre cuestiones para las que no tienen ninguna especial preparación. Los lógicos medievales llamaban a este modo de proceder la falacia ad verecundiam: consiste en apelar al sentimiento favorable que se tiene hacia una persona famosa para mover a la audiencia en favor de una conclusión.
Hacer caso a un famoso para formarse una opinión en una cuestión debatida —para la que el famoso no tenga particular competencia— equivaldría a renunciar a pensar por nuestra cuenta; sería en ultima instancia una falta de respeto a nosotros mismos. Todas las personas merecen respeto, pero no merecen un mismo respeto todas las opiniones: hay, por supuesto, opiniones mejores y peores.