¡Aburridísima, muy, pero que muy aburrida…! Porque lo mínimo que se puede esperar de una campaña es que sus autores le echen una pizca de imaginación. Lo que se ha montado con Pío IX, por más que hayan tratado de denigrarle, no merece tal nombre. Eso del “Papa bueno y el malo” o lo de su antisemitismo es demasiado simple para que me incite a entrar al debate, si al menos se hubieran atrevido a acusarle de haber lanzado la bomba atómica…
Pero no, han optado por agitar los viejos y polvorientos tópicos tan sabidos. Y con tan grande polvareda, se nos ha perdido don Beltrán. Lástima que se haya desaprovechado esta oportunidad para conocer a uno de los grandes protagonistas del mundo contemporáneo, como Pío IX (16-VI-1846- 7-II-1878) el sumo pontífice que tiene el récord de permanencia en la cátedra de San Pedro –que no, que tampoco gobernó la Iglesia durante 32 años, que fueron 31 años, 7 meses y 22 días-, el Papa que, entre sus muchas realizaciones, después de que la Iglesia pasase cuatro siglos sin celebrar un concilio ecuménico, convocó el Concilio Vaticano I…
Por cierto, no han contado que casi toda la documentación preparada para este concilio tuvo que ser desarrollada en pontificados posteriores, porque el Concilio Vaticano I fue interrumpido contra la voluntad de los padres conciliares. Tan inoportuna interrupción tuvo que ver con la cansina marcha de la política italiana, me explicaré. Años les costó a las potencias europeas que los generales del rey Víctor Manuel escribieran la epopeya de la unificación de Italia y eso que, como las maestras con sus párvulos para enseñarles a escribir, les fueron llevando de la mano. Por fin, en el verano de 1870, después de varias décadas, ya en plena celebración del Concilio Vaticano I, sólo faltaba conquistar Roma, una ciudad indefensa, sin ejército ni guarnición, que como gran novedad acogía a los obispos venidos de todos los rincones del mundo.
En estas circunstancias el gobierno italiano, decidió asestar el golpe definitivo. El día 20 de septiembre, el general Luigi Pelloux se acercó a las murallas de Roma con una columna, sin que nadie –porque nadie había- le saliera al encuentro. A unos cincuenta metros se detuvo, apuntó el cañón y consiguió hacer blanco sobre la Porta Pía, por cuya brecha hizo su entrada triunfal el general Raffaele Cadorna. La atinada puntería de Pelloux le proporcionó al artillero la Cruz de Guerra del reino de Italia. Frente a tanto ardor guerrero, Pío IX expidió un documento, en el que se podía leer: “se se aplaza –esa fue la palabra, que no suspensión- el Concilio Vaticano I sine die en espera de una época más oportuna y propicia”. Por entonces había muchos católicos en los gobiernos de los distintos países, pero la pasividad de las naciones ante la ocupación de Roma fue casi unánime: sólo se registró la protesta del presidente de Ecuador. No hay nada nuevo bajo el sol. Y fue así como en 1871 Víctor Manuel pudo fijar la capital del reino de Italia en Roma.
Después de todo lo que habían hecho los héroes de la unificación italiana con los Estados Pontificios, además de las leyes y las declaraciones nada amistosas para con la Iglesia, alguna respuesta había que dar. Así es que según usos y costumbres de entonces, por lo que representaba y amparaba el nuevo jefe del Estado italiano, Pío IX adornó su corona con una pública excomunión. Ahora bien, como Pío IX había adquirido las virtudes en grado heroico, como se ha demostrado en su proceso, pudo hacer gala de una caridad admirable a la par que de una paciencia no menos extraordinaria, por eso siguió manteniendo buenas relaciones con el rey de Italia. Gracias a Pirri –historiador, no confundir con el gran jugador que fue del Real Madrid- que publicó en cinco volúmenes su Pio IX e Vittorio Emanuele del loro cartegio privato se puede conocer qué es eso del amor cristiano incluso a los enemigos. El Papa y el rey no se volvieron a ver, pero se escribieron muy a menudo, y naturalmente en secreto, porque si se llegan a enterar los muy liberales gobernantes de Italia algo le hubieron hecho al monarca, por más que su persona fuese declarada inviolable. Y como los reyes, además de corona también tienen alma, a Pío IX le preocupaba era la salvación eterna de Víctor Manuel, que de los tronos siempre hay quien los ocupe.
El rey y el Papa, además, tenían algo en común, andaban los dos muy mal de salud. Al meterse el invierno de 1877 el Papa empeoró, y es que con los 86 años que tenía entonces no era para menos. Los heraldos del laicismo –una vez más, sin novedad bajo sol- pregonaron su inminente fallecimiento, pero con un tono como si les molestase que un papa viejo y enfermo no se muriese ya de una vez. Y lo anunciaron en sus periódicos con tal rigor y documentación que lo cierto es que el gobierno italiano comenzó a preparar los funerales del Papa; al fin y al cabo el Papa era un personaje popular y querido, cuyo funerales se presentaban como una magnífica ocasión para hacer política internacional con los representantes de las naciones que acudiesen a Roma. Pero había más, todavía, en el ánimo de los liberales italianos más radicales. Su agnosticismo era incompatible con la creencia de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella” y en el fondo eran hombres de una esperanza, de una única esperanza que es de la que vive todo aquel que piensa que todo se reduce a lo que hay de tejas para abajo. Al fin y al cabo eran los herederos culturales de la generación liberal anterior, que en 1799 anunció en sus periódicos la muerte de Pío VI con este titular: “Pío VI y último”. Y claro ahora no podían fallar, porque sin Estados Pontificios… el fin de la Iglesia tenía que estar al caer. Pero como las cosas son lo que son y no lo que nos gustaría que fuesen, todos los preparativos de los funerales no sirvieron para nada, porque Pío IX no se murió.
Todavía aguantó unos cuantos meses más. Justo para sobrevivir en 29 días al mismísimo rey de Italia, que le precedió a la tumba aunque eso no lo tuviera previsto su gobierno. Al saber que el rey se encontraba gravemente enfermo, Pío IX se ocupó personalmente de enviarle un sacerdote con el encargo de que le levantara la excomunión. Gracias a esta intervención de Pío IX, Víctor Manuel pudo recibir los últimos sacramentos, que tanta falta hacen en ese trance, y pudo ser enterrado como cristiano. Fue así como su gobierno le pudo honrar con unos solemnes funerales, porque una ley no escrita de todo político incoherente puede hacer compatible cualquier trayectoria anticatólica con la celebración de unas solemnes pompas fúnebres en el marco incomparable de la liturgia católica. Y es que lo que nunca se olvida, por muy incoherente que uno sea es el carácter maternal de la Iglesia y, como es sabido, a poco que uno se deje las madres –y la Iglesia lo es- lo perdonan todo.
¿Y que decir de la condena que hizo del comunismo años antes de que se publicara el Manifiesto Comunista de 1848? Ya comprendo que es mucho pedir un reconocimiento del carácter profético de esta condena, pero al menos y ahora que ya nadie quiere ser comunista, se podía haber hecho una mención de este tipo: “Pío IX nos aventajó en cien años, porque cuando se gestaba el comunismo ya las veía venir…” Por ejemplo. Es lo mínimo que podían hacer los intelectuales marxistas de Occidente integrados en el capitalismo vigente.
Pero claro, resulta comprensible que los que ayer fueron marxistas y hoy se han vuelto liberales tampoco pueden hacer buenas migas con el Papa que condenó el liberalismo, o mejor con lo que ellos piensan que condenó en la encíclica Quanta cura en 1864. Hace ya tiempo que René Remond escribió que el liberalismo también es una filosofía, un modo de comprender al hombre como ser autónomo que no admite ninguna ley de nadie, ni siquiera del Creador. Ese es el núcleo del magisterio de Pío IX, porque el hecho de que los alcaldes se elijan por sufragio censitario, universal o por sorteo bien poco que le importaba. Menos mal que Pío IX como además de muy santo tenía muy buen sentido del humor habrá perdonado desde el Cielo con una sonrisa tanta pereza mental.