El problema es arqueológico: se trata de saber si el osario descubierto es realmente el sepulcro de Santiago el Menor, uno de los Doce, hijo de María, prima de la Virgen, primer obispo de Jerusalén. El estado de la cuestión es este: el descubridor de la inscripción, que compró la urna a un coleccionista israelí, lo considera sin duda auténtico; otros estiman que hay razones para ser cautos. Punto redondo.
Toda otra consideración, pues, acerca de la existencia de “hermanos” de Jesús y las supuestas convulsiones que esto podría causar en la Iglesia católica, sirven, en el mejor de los casos, para cubrir huecos en la sección de sociedad del periódico, habida cuenta de que dicha controversia ha dejado de serlo desde hace tanto tiempo que da vergüenza recordarlo. Sólo quien carezca de este sentimiento será capaz de reabrir la polémica: tal vez aquel tipo que se cubrió de gloria descubriendo como “mentiras fundamentales de la Iglesia católica” cuestiones que han sido explicadas cientos de veces con datos incontrovertibles.
Menudo descubrimiento a estas alturas, que Jesús tenía hermanos. Lo dicen los evangelios que se leen todos los días en los ambones. Abraham tenía dos hermanos: uno, Aram, hijo de su madre; otro, Lot, hijo de Aram. Hermano tenía Jacob: Labán, su tío. ¿Qué obliga al arameo a distinguir entre hermanos, primos, tíos y sobrinos? ¿Qué obliga al español a distinguir entre “afternoon” y “evening”, entre “pomeriggio” y “sera”? Otros sí tienen obligación de ser serios. Y de aparentar, al menos, un poco de vergüenza.