Quién fue el culpable de la grave fractura que sufrió la Iglesia en el 1054? ¿Por qué todavía ese recelo entre católicos y ortodoxos? El Romano Pontífice ha reconocido que la elección de León IX, al enviar a Constantinopla como legado suyo al monje Humberto, no fue afortunada. El pillaje de los cruzados, el comportamiento poco escrupuloso de los comerciantes venecianos y genoveses y los intentos violentos de latinización contribuyeron después a ahondar el abismo. Pero sería faltar a la verdad cargar todas las culpas sobre la Iglesia romana, porque el inicio de la ruptura siempre partió de Oriente.
En los primeros días del mes de junio pasado aparecieron en la prensa dos noticias por desgracia contradictorias. La primera, que llenó de alegría, gozo y esperanza el corazón de tantos cristianos que quieren latir al compás de los sentimientos del Papa, dio paso a otra posterior que trajo la desilusión y el desencanto.
Se trataba del anuncio de una posible y más que probable, se dacia, reunión del Papa con los Patriarcas Alexis II de Moscú y Bartolomé I de Constantinopla, máximos jerarcas de la llamada Iglesia Ortodoxa, que tendría lugar en Viena en los días 21 y 22 del expresado mes de junio y la posterior anulación, “sine die”, de dicha reunión.
Una vez más los imponderables, las pequeñas rencillas humanas, la incomprensión o la falta de entendimiento, en este caso de los patriarcados de Moscú y Constantinopla, hablan echado por tierra una reunión que habla despertado ilusionadas esperanzas.
Nació la Iglesia Ortodoxa el 16 de julio del año 1054, cuando el Card. Humberto de Silva Cándida, legado del Papa León IX, depositó, en presencia del Emperador, la bula de excomunión contra el Patriarca Miguel Cerulario, en el altar mayor de la Catedral de Santa Sofía de Constantinopla y partió para Roma en compañía de los arzobispos Federico de Lorena y Pedro de Amalfi que, con él, formaban la legación pontificia.
El Patriarca, que nunca desaprovechaba la ocasión de manifestar su antirromanismo, excomulgó a su vez al Papa y a sus legados, consumando una ruptura que se incubaba desde hacia siglos.
GERMEN DE LA RUPTURA Cuando el año 330 el Emperador Constantino convirtió a la antigua Bizancio en la nueva capital del Imperio Romano de Oriente, concediéndole su propio nombre, quiso el Patriarca allí residente emular en lo eclesiástico las prerrogativas adquiridas por la primera autoridad civil de su ciudad, pese a no tratarse de una sede de origen apostólico. En el primer Concilio celebrado en Constantinopla el año 381, segundo de los ecuménicos, logró introducir un canon por el que se le reconocía la máxima autoridad en la Iglesia universal, después del Papa u Obispo de Roma.
Siempre, desde los inicios, y sin que nadie hubiese puesto en duda, ni teórica ni práctica, la primacía de la Iglesia Romana sobre la Iglesia Universal -como patentizan las Cartas de S. Clemente Romano y S. Ignacio de Antioquía, los escritos de S. Ireneo y la actitud, poco diplomática pero por nadie contestada, del Papa S. Victor-, existieron diferencias notables entre las iglesias asentadas en Oriente u Occidente, tanto desde el punto de vista litúrgico como pastoral.
Las disensiones surgieron fundamentalmente por el afán de Constantinopla y sus Patriarcas de heredar en el orden religioso, como había ocurrido en el político, el lugar preeminente que había ocupado Roma antes del hundimiento del imperio romano occidental y de la postura, no siempre respetuosa, de algunos legados papales hacia sus legitimas diferencias.
Ya en el último tercio del siglo V apareció el problema con el llamado Cisma de Acacio. Era éste Patriarca de Constantinopla cuando recibió una comunicación del Papa Félix III, en la primavera del año 484, conminándole a abandonar la herejía monofisita, que habla sido condenada en el Concilio de Calcedonia, bajo la pena de excomunión y deposición. Reaccionó éste borrando del canon el nombre del Papa y rompiendo sus relaciones con Roma. Los Patriarcas de Alejandría y Antioquía siguieron su ejemplo y se ajustaron a su voluntad.
La ascensión al trono del emperador Justino I, el año 518, acabó con un cisma que habla durado treinta y cuatro años.
CISMA DE FOCIO Mayor envergadura e importancia tuvieron los acontecimientos de mediado el siglo IX con el llamado Cisma de Focio.
Regia la sede romana el Papa Nicolás I(858-867) y era Patriarca de Constantinopla el obispo Ignacio, elegido para tal por los monjes el 4 de julio del año 847. Era un hombre muy piadoso, abad de uno de los innumerables monasterios existentes en la ciudad, de pocas luces y, por ello, obstinado en sus decisiones. En la fiesta de Epifanía del año 857 negó publicamente la Sagrada Comunión a un tío del Emperador Miguel III que vivía licenciosamente con su propia nuera. Ello motivó su deposición y destierro el día 23 de noviembre del 858, acusado de haber traicionado la confianza del Emperador.
Nombró éste como nuevo Patriarca a un miembro de la Corte imperial, laico, oficial mayor de su guardia, llamado Focio, hombre culto y erudito, que en cinco dios recibió todas las órdenes sagradas de manos de un obispo poco amigo del depuesto Patriarca.
Quiso Focio recibir la confirmación del Papa Nicolás I, persona muy enérgica, muy consciente de su rango primacial, dispuesto a hacer valer su autoridad en Oriente y Occidente, conocedor del caso por los informes que le habla enviado el depuesto Ignacio, que envió a Constantinopla a sus legados con instrucciones muy concretas y facultades muy precisas. Parece que no se ajustaron éstos a los poderes recibidos y, en vez de deponer a Focio y restituir a Ignacio como indicaban sus instrucciones, se dejaron ganar por los alegatos del intruso, al que confirmaron como Patriarca de Constantinopla en un Sínodo habido en la ciudad el año 861.
Conocedor el Pontífice de la deslealtad de sus legados, les excomulgó, pena que hizo extensiva al emperador y al patriarca. Ello originó la ruptura de éstos con el Papa y el rechazo de la primacía papal, a lo que añadieron la excomunión y deposición del mismo Papa por parte del ilegítimo Patriarca.
Ciertamente no fueron muchos los años que duró el Cisma de Focio, del 858 al 867, pues al ser derrocado el Emperador Miguel III por el macedonio Basilio I, fue depuesto y restituido en su sede el legitimo Patriarca Ignacio.
INTRIGAS Sin embargo, la capacidad de intriga de Focio, cuya deposición y destierro, con su reducción al estado laical, fue confirmada en el IV Concilio de Constantinopla, VIII de los ecuménicos, era tan asombrosa que logró granjearse de nuevo la confianza de Basilio I y ser restituido por éste en la sede patriarcal tras la muerte de Ignacio, ahora con el beneplácito del Papa Juan VIII. Sin embargo, conocidas por el nuevo emperador, León VI sus intrigas y trapisondas fue depuesto de nuevo y enviado a un monasterio donde murió diez años más tarde.
El patriarca Antonio Kauleas, venerado como santo, que le sucedió, restableció en un Sínodo la unión total con Roma, repuso el nombre del Papa en los dípticos de la Misa y renovó unas relaciones que ya siempre serien frías y protocolarias, origen de fricciones continuas, nacidas también por la política antibizantina del imperio carolingio, aliado del Papa, que terminarían con la ruptura total, acaecida el año 1054.
HACIA LA RUPTURA Regía la sede romana León IX, hombre recto, patrocinador de la reforma eclesiástica iniciada en el monasterio de Cluny, y defensor de la primacía papal.
Regentaba el patriarcado de Constantinopla Miguel Cerulario, elegido por tal el día de la Encarnación del Señor del año 1.043, desde su condición de simple fiel. Con una muy deficiente formación teológica, se distinguía por una morbosa antipatía a todo lo occidental y a sus instituciones, con especial incidencia en la iglesia romana y en su representante el Papa, que le llevó a acusarle reiteradamente de inmerso en la herejía por hechos más relacionados con la liturgia o la disciplina que con las cuestiones teológicas.
Quiso León IX solucionar los continuos roces y conflictos y envió una delegación a Constantinopla, encabezada por su consejero el monje Humberto, Cardenal Obispo de Silvia Cándida, y los arzobispos mencionados anteriormente.
Parece que no estuvo afortunado en la elección del personaje, cuya aversión a lo bizantino era manifiesta. Se presentó en Constantinopla dispuesto a proclamar la autoridad pontificia, pero en ningún caso a dialogar. Redactó una bula conminatoria, con un lenguaje nada diplomático y, sin entrevistarse con el Patriarca, la depositó sobre el altar de la iglesia patriarcal y se volvió a Roma tan feliz, tras haber lanzado excomuniones y entredichos a todos los jerarcas bizantinos.
EXCOMUNIÓN MUTUA El Patriarca le devolvió la moneda excomulgando, a su vez, al Papa y a sus legados y rompiendo toda relación con Roma. Su posterior deposición y destierro no originaron, como en casos anteriores, la conclusión del cisma que todavía hoy rompe la unidad de la Iglesia.
Después vendrían los cruzados, hombres con frecuencia incultos, rudos y rapaces, que se dedicaron, en no pocas ocasiones, al pillaje y el expolio de las buenas y sencillas gentes del pueblo; los comerciantes venecianos y genoveses, nada escrupulosos a la hora de “saquear” las riquezas del Imperio y algunas de sus más preciadas reliquias; y la desafortunada actuación de los gobernantes del llamado “imperio latino de Constantinopla” (1204-1261) que pretendieron “latinizar”, de forma más o menos violenta, la liturgia y las costumbres de un pueblo con características y peculiaridades propias.
Todo ello engendró en el pueblo, que había permanecido ajeno a las disputas de los poderosos, una aversión y odio hacia lo occidental, lo latino y lo europeo, que ha imposibilitado la unión, haciendo fracasar los débiles intentos propiciados a lo largo de los siglos.
HACIA EL PERDÓN Estos son los hechos que ponen de manifiesto fallos y errores, falta de habilidad y tacto, presiones politices e incomprensiones mutuas. También por parte de la Iglesia Católica o sus representantes.
Juan Pablo II así lo ha reconocido, pidiendo perdón públicamente por los errores cometidos. Lo mismo hizo Pablo VI al levantar la excomunión que aún pesaba sobre el patriarca ortodoxo; gesto al que respondió el patriarca Atenágoras en los mismos términos. Y en el mismo sentido se puede entender el compromiso anterior en el tiempo del Papa Eugenio IV al cargar con los gastos de las delegaciones orientales, incluidos los del emperador, en el fallido concilio unionista de Ferrara-Florencia en los años 1438-1445.
Pero seria faltar a la verdad histórica y a la justicia el cargar las culpas sobre la Iglesia Católica, como parecen pretender no pocos amigos del “meaculpismo,. Lo cierto es que el inicio de las diversas rupturas partió siempre de la parte oriental y que los distintos movimientos modernos de acercamiento nunca han nacido de la Jerarquía ortodoxa.
Cuando el Papa Félix III amonestó al patriarca Acacio de sus coqueteos con el monofisitismo sólo hacia cumplir con su deber de ser guardián y custodio de la verdad.
Cuando el Papa Nicolás I excomulgó a Focio y a sus legados infieles, no pretendía sino restituir la justicia, dando al legitimo patriarca Ignacio lo suyo, pues las imprudencias cometidas en su acción pastoral no eran motivo suficiente para legitimar las actuaciones de un intruso.
Y lo mismo cabria afirmar de la posición de León IX, aún reconociendo la desgraciada actuación de su legado el Cardenal Humberto.
Lo mismo podríamos decir de otros episodios menores en los que debieron intervenir los Pontífices para poner coto a los deseos inmoderados de títulos y prerrogativas expresados por los patriarcas orientales. Tal fue el caso de S. Gregorio Magno, propulsor del titulo “servus servorum Dei” para el Pontífice, que se vio precisado a intervenir el año 594 ante el patriarca Juan IV, que se envolvía en el ampuloso titulo de “papa universal” y otros semejantes.
ANTE EL TERCER MILENIO Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Tertio Millennio Adveniente”: afirma: “Entre los pecados que exigen un mayor compromiso de penitencia y de conversión han de citarse ciertamente aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su Pueblo. A lo largo de los mil años que están concluyendo, aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial (…) ha conocido dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son escándalo para el mundo (…).
Hay que proseguir en el diálogo doctrinal, pero sobre todo esforzarse más en la oración ecuménica. Oración que se ha intensificado mucho después del Concilio, pero que debe aumentarse todavía comprometiéndose los cristianos cada vez más en sintonía con la gran invocación de Cristo, antes de la Pasión: “que todos sean uno. Como tú, Padre, en mi y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (Jo.17,21)” (nº 34).