Discurso del Presidente Federal, Johannes Rau, 18 de mayo de 2001.
Salón de Actos Otto Braun de la Biblioteca Nacional de Berlín.
Casi a diario nos llegan noticias sensacionales del mundo de la ciencia y de la investigación. Precisamente las ciencias de la vida nos asombran mostrándonos hasta qué parcelas de la naturaleza somos capaces de adentrarnos. Hacía tiempo que los avances de la biología y la medicina no nos conmovían tanto como hoy día.
Enfermedades que antaño se consideraban invencibles hoy parecen curables. Quizás sea posible corregir defectos genéticos. Nuevas especies de plantas se destinarán a evitar hambrunas en regiones enteras del mundo.
Hoy los sueños de la humanidad parecen hacerse realidad. Nos convertimos en coprotagonistas de la evolución. Al mismo tiempo afloran temores.
Efectivamente estamos viviendo un verdadero contrasentido: por una parte oímos que dentro de poco se procederá a clonar seres humanos. Y por otra no somos capaces de controlar una epizootia conocida desde hace siglos.
Oímos que en el futuro será posible predeterminar los atributos del ser humano, pero al mismo tiempo somos incapaces de evitar la proliferación de nuevas enfermedades.
Algunos se preguntan con inquietud: ¿acaso nos estamos convirtiendo en aprendices de brujo que ponen en marcha procesos cuyas consecuencias no podemos abarcar ni dominar? Los nuevos conocimientos científicos y las nuevas posibilidades tecnológicas nos confrontan con cuestiones fundamentales: ●¿Cómo manejamos la naturaleza? ●¿Cómo tratamos a la especie humana? ●¿Qué significa hoy día el progreso? Pero ello también plantea preguntas de carácter puramente práctico: ●¿Se fijan en la investigación y la ciencia las prioridades correctas o nos dejamos llevar por determinadas modas? ●¿Nos ocupamos de los problemas de lujo de unos pocos? ●¿Descuidamos así campos de investigación que son vitales para la supervivencia de muchos seres humanos? En este orden de cosas la ciencia plantea cuestiones que nos afectan a todos. Son cuestiones que ha de debatir la sociedad en su conjunto y que a continuación han de ser objeto de decisiones políticas en el Parlamento.
Justamente los científicos, los investigadores y los ingenieros tienen derecho a disponer de un marco de actuación definido. Les debemos mucho de lo que habitualmente denominamos calidad de vida. Trabajan en infinidad de campos para mejorar nuestras condiciones de vida, incluyendo segmentos donde no se trata de lograr virajes espectaculares.
Todos nosotros nos beneficiamos de la curiosidad científica de las investigadoras y los investigadores, de su tenacidad, de su pasión por la causa. Sus logros merecen un gran reconocimiento y sus esfuerzos un amplio respaldo. Por eso también quiero animar desde aquí especialmente a los jóvenes a dedicarse a la ciencia y la investigación.
Con las reflexiones que siguen quiero contribuir hoy a que en todos nuestros debates tengamos presente lo que he dado en llamar la medida humana. Y en este contexto quiero dirigir la atención hacia el ámbito en el cual las transformaciones derivadas de las nuevas expectativas de que gozamos revisten mayor trascendencia (me refiero a la forma de actuar sobre la vida humana).
Hablar de “medida” significa hablar de límites. Sin límites, sin acotaciones, no hay medida.
¿Pero no es una contradicción hablar de progreso y al mismo tiempo de límites? “Pensar es rebasar” –así rezaba el lema de Ernst Bloch, el gran filósofo alemán de la esperanza–. Sí: Pensar –investigar, conocer, descubrir– significa rebasar.
Pero también sabemos otra cosa: Todo rebase de límites nos confronta con nuevos límites: límites del conocimiento, límites de la potencialidad humana, límites de la responsabilidad asumible. Para ello necesitamos medidas, referencias que nos ayuden a distinguir lo que nos es lícito hacer de lo que no lo es. Tenemos que plantearnos una cuestión que sólo en apariencia resulta simple: ¿Qué es bueno para el ser humano? ¿Pero cómo se mide pues lo conforme con el ser humano? ¿En qué consiste lo “humano” de la “medida humana”? ¿No es precisamente “lo humano” una categoría muy ambigua, polivalente? En “Antígona”, drama escrito hace casi 2.500 años, Sófocles menciona las grandes realizaciones y descubrimientos de la humanidad. Y resume su asombro en este verso: “Muchas cosas hay misteriosas, pero ninguna tan misteriosa como el hombre.” Hoy volvemos a asombrarnos –como Sófocles entonces– de los desconcertantes logros que podemos alcanzar los seres humanos –y a veces nos recogemos amedrentados–.
Las respuestas a la pregunta “¿Qué es bueno para el ser humano?” no nos las proporcionan ni la naturaleza ni nuestras posibilidades tecnológicas. Sólo podemos hallarlas formulando y respetando principios éticos para nuestra vida como personas y para la convivencia con los demás. Independientemente de lo que hagamos o dejemos de hacer, invariablemente tomamos decisiones valorativas –deliberada o irreflexivamente, consciente o inconscientemente–.
Aunque hablemos de las nuevas posibilidades que ofrecen las llamadas ciencias de la vida, no se trata fundamentalmente de cuestiones científicas o tecnológicas. Antes que nada y a fin de cuentas se trata de decisiones con una carga axiológica. Tenemos que saber cuál es nuestra imagen del ser humano y cómo queremos vivir.
Formular principios éticos implica ponerse de acuerdo sobre medidas y límites.
Desde luego que es muy fácil adoptar la actitud de la zorra de la fábula clásica y decir que las uvas no estaban maduras. Lo difícil es fijar y aceptar límites donde sería posible transgredirlos y acto seguido respetarlos incluso teniendo que renunciar así a determinadas ventajas. Pero a mi juicio es justo eso lo que tenemos que hacer.
Creo que hay cosas que no es lícito hacer por muchas ventajas que efectiva o supuestamente nos reporten. Los tabúes no son en modo alguno vestigios de sociedades premodernas, no son signos de irracionalidad. En efecto, reconocer un tabú puede ser fruto de un pensamiento y una actuación ilustrados.
En el debate sobre las posibilidades de las ciencias de la vida juegan un papel importantísimo las esperanzas.
Lo que mucha gente se promete de los avances de la biotecnología y la ingeniería genética es ante todo la curación de enfermedades graves y gravísimas. Para muchos el sufrimiento es tal que ellos mismos y sus allegados anhelan posibilidades de curación y paliativos.
La mayoría de nosotros conocemos a personas enfermas a las cuales nuestras médicas y médicos hoy en día no pueden ayudar o sólo pueden ayudar insuficientemente. ¿Cómo no comprender que se aferren a cualquier proceso que les ofrezca una perspectiva? Afortunadamente en todo el mundo se investiga y se trabaja en medicamentos y terapias para ayudar a los enfermos. Estos esfuerzos –con buenas expectativas de éxito– también se realizan recurriendo a métodos de la biotecnología y de la ingeniería genética que no tienen por qué suponer cargos de conciencia para nadie. Estas investigaciones merecen todo nuestro aliento y respaldo.
En efecto, existen grandes tareas: Baste pensar en algunas enfermedades omnipresentes en nuestra parte del mundo: diabetes, cáncer, esclerosis múltiple, Parkinson. Pero no olvidemos que en otras partes del mundo cientos de millones de seres humanos sufren otras enfermedades totalmente diferentes. No estoy pensando solo en el SIDA, que para gran parte del continente africano sigue siendo una amenaza incomparablemente mayor que para nosotros, sino también en la malaria, la hepatitis o las parasitosis padecidas por casi la mitad de la población mundial.
A veces bastan unos pocos remedios para ayudar de forma eficaz a un gran número de personas aquejadas de estas enfermedades. Si realizamos un esfuerzo añadido en la ciencia y en la investigación podemos lograr un gran beneficio para millones de seres humanos en todo el mundo.
Abrigo el firme convencimiento de que podemos hacer muchísimo bien sin necesidad de que la investigación y la ciencia se adentren en terrenos éticamente comprometidos. Hay mucho sitio a este lado del Rubicón.
Algunos de los vaticinios que se oyen en relación con las formidables posibilidades de las ciencias de la vida me recuerdan la euforia desatada entre muchos en los años cincuenta y sesenta. A la sazón lo que estaba en juego era el uso pacífico de la energía nuclear, que a mi mismo me pareció durante muchos años el camino a seguir.
Por entonces muchos –no sólo entre los científicos– soñaban con una energía inagotable a precios incomparablemente baratos.
Según las previsiones, la energía nuclear haría posible cualquier cosa: Se fertilizarían los desiertos, se inventarían nuevos sistemas de propulsión para los vehículos e incluso se facilitarían las voladuras en la construcción de carreteras. Hoy la mayor parte de la gente se sorprende ante tanta ingenuidad y ante esa fe ciega en el progreso.
En la votación de la Ley sobre el uso pacífico de la energía nuclear, aprobada el 3 de diciembre de 1959, solo se abstuvo un diputado del Bundestag Alemán. Todos los demás miembros de la Cámara votaron a favor. El uso de la energía nuclear se consideraba lo más normal del mundo. Apenas se reflexionó sobre una serie de problemas sumamente graves, como por ejemplo la gestión de los residuos, y muchos problemas ni siquiera se reconocieron como tales por inimaginables. Esto debería hacernos ver con ojos un poco más escépticos esos paraísos terrenales que parecen prometernos las nuevas tecnologías.
Quizás Ernst Bloch pensara en tales situaciones al invertir con una connotación admonitoria una célebre frase de Hölderlin: “Pero dónde acecha la salvación anida también el peligro.” Lo que está ocurriendo o es posible en el ámbito de la biotecnología y la medicina reproductiva tiene en un punto esencial una entidad totalmente novedosa: Ya no se trata únicamente de expectativas y riesgos tecnológicos para el ser humano y el medio ambiente. Por primera vez la humanidad parece capaz de alterar al ser humano en cuanto tal o, es más, rediseñarlo genéticamente.
En vista de la dimensión moral que tienen estas cuestiones nadie se sorprenderá de que las Iglesias patenticen en este orden de cosas un compromiso especialmente intenso. Pero sería un error creer que se trata de un mera moral eclesiástica distintiva.
Es obvio que no hace falta ser cristiano creyente para saber y percibir que determinadas posibilidades y proyectos de la biotecnología y la ingeniería genética contravienen los valores fundamentales de la vida humana. Son éstos unos valores que –no sólo aquí en Europa– se han ido acrisolando a lo largo de una historia milenaria. Y estos valores también constituyen la base de esa sobria frase al comienzo de nuestra Ley Fundamental, antepuesta a todo lo demás: La dignidad humana es intangible.
Nadie cuestiona expresamente estos valores. Pero tampoco podemos permitirnos el renunciar inconscientemente o tácitamente a convicciones éticas o declararlas asunto privado.
Tenemos que tener claras las consecuencias que tendría el cuestionar como fundamento de toda acción estatal ese canon de valores que hemos aquilatado a lo largo de la historia. ¿No seríamos entonces cautivos de una concepción del progreso que toma como medida al ser humano perfecto? ¿No elevaríamos así la selección y la competencia desenfrenada a principio vital supremo? Nos hallaríamos ante un mundo totalmente diferente, un mundo nuevo –no un mundo bello–.
Tengo la impresión de que este tipo de concepciones ya se ha extendido bastante. Así lo patentizan algunos argumentos que se suelen oír en el debate sobre el tema de la ingeniería genética. La optimización para lograr la máxima fuerza y calidad pasa a ser un criterio sobreentendido. ¿No se convierte así el propio cuerpo humano en mercancía y objeto de cálculo económico? Por supuesto que los argumentos económicos ocupan un lugar legítimo en el debate sobre el uso de los avances en el ámbito de la medicina. Y naturalmente también es un deber éticamente fundado velar por el empleo, por unas condiciones de vida seguras. Esto requiere espíritu emprendedor, requiere afán de éxito económico, requiere realizaciones políticas. La participación de todos en el progreso y el bienestar es un imperativo de la justicia.
Pero lo decisivo es la prelación y ponderación de los argumentos. Evidentemente estamos de acuerdo en que lo que es éticamente insostenible no puede admitirse por el hecho de augurar provecho económico. Los argumentos económicos no cuentan cuando se ve afectada la dignidad humana.
La seriedad y probidad imponen a la par que los argumentos éticos no se instrumentalicen para imponer otros intereses.
Una de las dificultades del debate que tenemos que mantener estriba en que los procesos científicos y tecnológicos se desarrollan a enorme velocidad. Hoy por hoy apenas somos capaces ya de calibrar críticamente las oportunidades y riesgos que entrañan. La aceleración y la creciente premura de tiempo son, sin embargo, coerciones fácticas autoimpuestas a las cuales no debemos abocarnos con una actitud entreguista. La reflexión ética no debe degenerar en pretexto moral para decisiones adoptadas de antemano.
Para poder recapacitar hay que disponer de tiempo entre el descubrimiento y su aplicación, hay que poder calibrar las posibles consecuencias antes de que se produzcan. El que por ejemplo los medicamentos no se pongan en circulación sino después de un minucioso procedimiento de examen y autorización tiene sus buenas razones. ¿Adónde iríamos a parar si sólo pudiéramos reflexionar sobre cambios trascendentales una vez que se hubieran producido? En nuestro país no está permitido experimentar con embriones. Así lo decidieron los diputados del Bundestag Alemán en 1990 desde posiciones muy diferentes. Establecieron que a efectos de protección legal la vida humana comienza con la fecundación del óvulo.
Quien no comparta esta apreciación sobre el momento en que comienza la vida humana tendrá que responder a la siguiente pregunta: ¿A partir de qué otro momento debería protegerse absolutamente la vida humana? ¿Y por qué precisamente a partir de ese otro momento posterior? ¿No tendría cualquier otra delimitación carácter arbitrario, no quedaría expuesta a ulteriores rectificaciones? ¿No existiría el riesgo de que otros intereses terminaran prevaleciendo sobre la protección de la vida? Parece que no todo el mundo tiene claro lo que esto significa más allá de este debate puntual. Nos encontraríamos con que lo éticamente asumible se iría adaptando permanentemente a las posibilidades tecnológicas. Por elevados que sean, los objetivos de la investigación médica no pueden predeterminar el momento a partir del cual debe protegerse la vida humana.
Más de uno exige que en nuestro país se autorice el diagnóstico preimplantatorio. Ello plantea la siguiente cuestión: ¿Debe examinarse en un proceso de fecundación artificial la existencia de daños genéticos en el embrión antes de implantarlo en el cuerpo de la mujer? ¿Debe estar permitido eliminar o utilizar el embrión en caso de comprobarse tales daños? Este procedimiento –eso afirman sus valedores– debe aplicarse únicamente en parejas con graves enfermedades hereditarias. Incluso a juicio de sus defensores se trata pues de un método que resulta tan problemático que sólo debe aplicarse de forma totalmente restrictiva, aunque de hecho podría aplicarse en miles de casos.
Antes bien, tendríamos que preguntarnos lo siguiente: ¿Cómo se podría respetar tal restricción una vez concedida en principio la autorización preceptiva? ¿No va esto en contra de toda experiencia de la vida? ¿No habrá pues que comprender los temores de quienes creen que esta nueva modalidad de diagnóstico abre o tiene por objeto abrir la puerta a finalidades muy distintas? Se alega que el diagnóstico preimplantatorio no se puede prohibir ya por el mero hecho de que en nuestro país se practican cada año miles de abortos que no son objeto de sanción penal. Este argumento pasa por alto que se trata de dos puntos diametralmente opuestos.
Recordemos el peliagudo debate sobre el Artículo 218 del Código Penal: una amplia mayoría de los diputados del Bundestag Alemán estaba convencida de que la vida del nasciturus no puede protegerse contra la voluntad de la madre y que el asesoramiento y la asistencia práctica protegen la vida más eficazmente que la amenaza de sanción penal. Por eso el Artículo 218 no castiga el aborto bajo determinadas condiciones.
El Artículo 218 del Código Penal no es un argumento en favor del diagnóstico preimplantatorio, por cuanto se centra en la situación de conflicto durante el embarazo, que es algo muy distinto. El artículo en cuestión no justifica una praxis que abre de par en par las puertas a la selección biológica, a una procreación a prueba.
Los hijos son un regalo. Sé lo amargo que es para muchos no poder tener hijos.
Si existe la posibilidad de concebir hijos artificialmente o de testar los genes de un embrión, ¿no surge fácilmente la actitud de que todas las mujeres y todos los hombres que quieren tener hijos propios tienen también derecho a tenerlos y, más aún, el derecho a tenerlos sanos? Donde se pueden cumplir o parece que se pueden cumplir deseos anteriormente irrealizables surge en seguida una apariencia de derecho.
Desde luego sabemos que ese derecho no existe. No podemos confundir los deseos y anhelos, por comprensibles que sean, con derechos. No existe un derecho a tener hijos. Lo que sí que existe es el derecho de los hijos al amparo de los padres, y sobre todo el derecho de venir al mundo y de ser amados por su propia razón de ser, por sí mismos.
La autonomía, la autodeterminación y la autorresponsabilidad del individuo se cuentan, a más tardar desde la Ilustración, entre las grandes conquistas de nuestra civilización.
La extraordinaria importancia que atribuimos a la libertad de decidir del individuo no debe hacernos perder de vista que la autodeterminación va unida a unos requisitos y tiene límites.
Y deberíamos considerar otro factor: No toda posibilidad adicional de elegir significa automáticamente un mayor grado de libertad. Esto es extensivo a los avances médicos. Lo que tiene apariencia de libre autodeterminación puede convertirse en imperativo fáctico.
Esto se pone palmariamente de manifiesto si pensamos en lo que podrían significar las modernas posibilidades de diagnóstico a la hora de ocuparnos de las discapacidades. ¿No se planteará en el futuro cada vez más la cuestión de si habría sido necesario traer al mundo a un niño discapacitado? Considerando que nadie se vería ya obligado a hacer algo semejante. ¿Llegarán a ser así las discapacidades algo reprochable? ¿Llegarán a considerarse nocivas para la sociedad? Un caso muy reciente ejemplifica a las claras cómo una aparente autodeterminación puede generar nuevas coerciones. En los Países Bajos se acaba de aprobar una ley que permite la eutanasia activa. Según las encuestas, también en nuestro país está muy extendida una actitud favorable a una normativa de este tipo. También en este debate se esgrime como principal argumento la autodeterminación del ser humano, su autonomía.
Cuando de lo que se trata es del final de la propia vida este argumento parece, a simple vista, especialmente convincente. Pero ¿no es cierto eso que ha expresado recientemente un médico en los siguientes términos?: “Cuando el seguir viviendo sólo es una de dos opciones legales, todo aquel que imponga a otros la carga de su supervivencia estará obligado a rendir cuentas, a justificarse.” Aquello que parece consolidar la autodeterminación del ser humano en verdad puede convertirle en objeto de coacción.
Contra ello se arguye que la posibilidad de que algo traiga consigo consecuencias graves no deseadas o dé lugar a desviaciones no es razón suficiente para prohibirlo. Se insiste en que las irregularidades pueden evitarse con ayuda de las correspondientes normas legales.
Ahora bien, ¿no hay motivos sobrados para desechar la esperanza de que puedan llegar a atajarse las irregularidades o, peor aún, los abusos? No nos hallamos ante una cuestión académica. En los Países Bajos los adversarios de la nueva ley se remiten a un estudio oficial. Según dicho estudio, durante la llamada fase de prueba previa a la implantación legal de la eutanasia activa se registraban anualmente mil casos en los cuales se realizaron, cito, “actos de terminación de la vida sin el deseo expreso” de la persona fallecida.
También esto hay que tenerlo presente a la hora de hablar de eutanasia activa.
Si no me equivoco, el elevado número de personas a favor de la eutanasia activa se debe al pánico de quedar al final de sus vidas a merced del sufrimiento y del dolor. Tienen miedo a quedar abandonados o a ser una carga para otros. Tienen miedo a no poder soportar el dolor y consumirse penosamente. Entiendo bien ese temor.
Pero la eutanasia activa no es la única respuesta posible a esta comprensible desesperación.
Sí, tenemos que enfrentarnos de otra manera a la agonía y la muerte. Tenemos que volver a aprender que existen muchas posibilidades de asistir a los moribundos, de consolarlos y ayudarles. A menudo lo más importante es no dejarlos solos.
En muchos casos la ayuda médica más eficaz es una buena terapia contra el dolor. Me ha impresionado profundamente lo que recientemente ha dicho a este propósito uno de los pioneros de la terapia contra el dolor en Alemania, el Profesor Eberhard Klaschik, en una entrevista: “Hace casi veinte años que atiendo a pacientes incurables. Muchos de los que vienen a nosotros nos dicen: así ya no puedo vivir, así ya no quiero vivir, el dolor es insoportable. […]. A todos estos pacientes les hemos podido ayudar.” Muchos médicos lo confirman. Si ello es así la discusión sobre la eutanasia activa es un debate equivocado. Podemos y tenemos que hacer mucho más de lo que hemos hecho hasta ahora por la difusión de la terapia contra el dolor. Es un campo que ha estado imperdonablemente abandonado durante mucho tiempo. Yo quisiera que Alemania desempeñe lo antes posible un papel ejemplar en la investigación del dolor y de la terapia del dolor. Esta vía es en verdad profundamente humana y redunda en interés de todos nosotros.
El ejemplo de los Países Bajos o también de Gran Bretaña y otros países pone de manifiesto que en estos momentos existe en todas partes un intenso y muy serio debate sobre la forma de enfrentarnos a la vida y aprovechar las posibilidades que traen consigo los avances de la medicina. En parte los principios anteriormente vigentes están experimentando profundas transformaciones. Nadie toma decisiones a la ligera.
Creo que, a medida que avanza el proceso de la convergencia europea y vamos aquilatando nuestros valores comunes, en el futuro haríamos bien en mantener igualmente un intercambio de pareceres más intenso sobre estas cuestiones.
Eugenesia, eutanasia y selección: estos términos despiertan en Alemania espantosos recuerdos. Por eso –con razón– provocan un rechazo visceral. Con todo, me parece absolutamente equivocado y falaz el argumento de que a los alemanes no nos es lícito abordar determinados temas debido a nuestra historia. Si consideramos algo contrario a la ética e inmoral es precisamente porque es contrario a la ética e inmoral siempre y en todo lugar. En las cuestiones éticas fundamentales no existe una geografía de lo lícito o lo ilícito.
Lo cierto es que la experiencia que vivimos con el nacionalsocialismo y, en particular, con la investigación y la ciencia en el Tercer Reich tiene que desempeñar un papel importante a la hora de formarse un juicio ético –no sólo aquí en nuestro país–. Nosotros no andamos recordándolo porque queramos ser más morales que los demás. No, no se trata de una moral alemana distintiva.
Nadie debe olvidar lo que ocurrió en aquel entonces también en el ámbito de la ciencia y la investigación. Algunos procesos que ya habían comenzado antes de 1933 y que también existían en otros países pudieron proseguirse durante el nacionalsocialismo sin ninguna cortapisa. Unos círculos científicos desenfrenados se dedicaron a investigar únicamente al servicio de sus objetivos científicos, sin escrúpulos morales.
Siempre insisto en que la historia nos ayuda –no sólo a los alemanes– a comprender lo que ocurre cuando se trastornan las medidas; cuando el ser humano deja de ser sujeto y es convertido en objeto. Empezar a instrumentalizar la vida humana, empezar a distinguir entre lo que tiene valor vital y lo que no lo tiene es abocarse al desastre.
La memoria entraña una exhortación constante: absolutamente nada debe situarse por encima de la dignidad del individuo. Su derecho a la libertad, a la autodeterminación y al respeto de su dignidad humana no debe inmolarse a ningún fin. Una ética basada en estos principios evidentemente no sale gratis. Actuar conforme a unos principios éticos tiene su precio.
Como lo que aquí se ventila son cuestiones existenciales en el auténtico sentido de la palabra debe aplicarse con más razón si cabe la siguiente norma: Si tenemos dudas fundadas acerca de si es lícito o no hacer algo técnicamente factible, debe quedar prohibido en tanto no se hayan disipado todas las dudas fundadas.
Conozco la frase: “Si los demás también lo hacen.” Pero de entrada a nuestros propios hijos siempre les decimos que tienen que hacer lo que está bien, sin importar lo que hagan los demás. Y tampoco aceptamos este argumento al hablar del trabajo infantil, la esclavitud o la pena de muerte.
Lo mismo vale para otro argumento similar: “Si no lo hacemos nosotros acabarán haciéndolo otros.” Este argumento refleja una capitulación ética. Eso sí, parece especialmente plausible cuando se le da una connotación económica: si no hacemos tal o cual cosa lo harán otros, y se colocarán a la vanguardia del progreso, gozarán de ventajas comparativas, nos expulsarán del mercado.
Según esta regla de tres por ejemplo también tendríamos que lanzarnos a exportar armas sin restricción alguna. Pero no lo hacemos. Con razón, y a fin de cuentas no nos perjudicamos.
Repito: los intereses económicos son legítimos e importantes. Empero, no se pueden contrabalancear con la dignidad humana y la protección de la vida. Y hay más: Quien renuncia a proteger la vida en su inicio no tardará en poder hacer valer lo mismo en su final. Entonces quizás se pregunte: ¿Podemos permitirnos el elevado despliegue asistencial al final de la vida? ¿No sería más razonable desde el punto de vista económico que los ancianos y los enfermos dieran a tiempo su consentimiento para aplicarles la eutanasia activa? Sé perfectamente que nadie hace semejantes propuestas. Pero todos nosotros también sabemos que las mejores intenciones a veces no pueden evitar que ocurra lo que al principio nadie creía.
Y también sé que ya en estos momentos hay gente mayor que se siente acosada por tales preguntas.
Los avances de las ciencias de la vida afortunadamente también alimentan la fundada esperanza de poder mejorar muchas cosas. Todos deseamos que las enfermedades puedan investigarse de forma cada vez más exacta y tratarse de forma cada vez más eficaz. La ingeniería genética y la investigación del genoma juegan un importante papel a este propósito.
Sí, confío en que muchas cosas irán a mejor. Pero no creamos a los falsos profetas que afirman que todo irá bien.
Contra toda promesa de salvación y contra todo sentimiento de impotencia yo afirmo: El progreso a medida humana es un progreso consciente de su valor y sus valores. Lo contrario de un progreso sin límites no es ni el estancamiento ni el retroceso. Quien se opone a un progreso a cualquier precio no es un enemigo del progreso.
En aras de nuestra libertad tenemos que plantearnos la siguiente pregunta: ¿Qué hay de bueno entre tantas nuevas posibilidades? ¿Qué tenemos que intentar a toda costa? ¿Qué no debemos hacer bajo ningún concepto? Al enfrentarnos a estas preguntas tenemos que guiarnos por el respeto de la vida desde su mismo inicio. La dignidad humana no es susceptible de contrapesarse con ningún otro valor.
La vida nos recuerda una y otra vez que los seres humanos –por fabuloso que sea el progreso– somos mortales.
Si nos representamos las posibilidades de que disponemos como si fueran infinitas no hacemos sino desbordarnos a nosotros mismos. Así se pierde la medida humana.
Las cuestiones relacionadas con la vida y la muerte nos afectan a todos. Por eso no pueden dejarse únicamente en manos de los expertos. No podemos delegar nuestras respuestas: ni en la ciencia ni en comisiones ni en consejos. Claro que pueden ayudarnos pero las respuestas tenemos que darlas nosotros. Tenemos que debatir estas cuestiones y decidir juntos.
Se trata de decisiones políticas. Pretender ceder a la ciencia las decisiones sobre lo que debe hacerse es confundir los cometidos de la ciencia y de la política en un Estado democrático de Derecho.
Necesitamos un debate público a ciencia y paciencia, que no obvie absolutamente nada: ni las intenciones ni las finalidades, ni las esperanzas ni los temores que se asocian a las nuevas posibilidades.
Necesitamos ilustración en el mejor sentido de la palabra. La ilustración se dirige tanto contra los miedos irracionales y las visiones apocalípticas como contra las puras fantasías de omnipotencia tecnológica.
Tenemos que convenir dentro de un proceso de diálogo permanente el derrotero que debe tomar el progreso.
Tenemos que definir dentro de un proceso de decisión permanente qué límites estamos dispuestos a traspasar y qué límites queremos aceptar.
Una y otra vez tenemos que ponderar y decidir qué posibilidades nos ofrecen realmente un mayor espacio de libertad y qué posibilidades nos someterían meramente a nuevas coerciones o incluso supondrían una intromisión en la vida ajena.
El futuro está abierto. No es un sino inexorable. No se nos viene encima. Podemos modelarlo, con lo que hagamos o dejemos de hacer. Tenemos muchas posibilidades, posibilidades formidables. Aprovechémoslas para un progreso y una vida a medida humana.