Jorge Otaduy, profesor de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad de Navarra, explica las peculiaridades de la enseñanza de la religión en los centros públicos, según la legislación española y fruto del Acuerdo con la Santa Sede. Para el profesor Otaduy se trata, en efecto, de una relación laboral atípica consecuencia de su doble dependencia: respecto de la Administración Pública y de la Iglesia. Sería completamente equivocado interpretar esa dependencia de la Iglesia como una especie de concesión graciosa de un Gobierno afín a los intereses confesionales. Se trata en realidad de una exigencia del Estado laico. La Administración no es ni puede ser responsable de los contenidos de la docencia, ni se encuentra en condiciones de seleccionar al profesorado aplicando los procedimientos reglados para la provisión de plazas en la enseñanza pública. Tampoco puede decidir el cese, fuera de los casos en que concurran motivos disciplinares o de incumplimiento laboral.
El Estado es incompetente en la materia religiosa en cuanto tal. La intervención en contenidos de docencia religiosa o en la selección de personal prestador de servicios religiosos significaría una lesión de la laicidad. El Estado laico exige, justamente, que las confesiones religiosas cumplan su papel, y para ello establece el marco normativo adecuado, como es el caso del Acuerdo con la Santa Sede en materia de enseñanza.
La asignatura de Religión es una disciplina académica y tiene carácter voluntario para los alumnos. La voluntariedad es un argumento decisivo para demostrar que el tipo de docencia religiosa que se contempla entra en conexión con las creencias personales, que no pueden imponerse ni siquiera de manera mediata a través de una actividad escolar. Es decir, se cuenta con que, en principio, el alumno desea recibir el mensaje cristiano tal como lo presenta la Iglesia.
Si los alumnos son creyentes, parece razonable que sean también creyentes los encargados de impartirla. En el ámbito de las religiones cristianas -y también en otras-, la creencia se revela de modo natural en manifestaciones externas, como son, por ejemplo, el asentimiento público a unos contenidos de fe, la práctica religiosa o la acomodación de la propia vida a ciertas pautas de conducta moral. Las creencias solas no capacitan para la docencia de la religión, indudablemente, pero las creencias son en este caso necesarias, y su presencia no merma el carácter académico de la disciplina.
La enseñanza, en cualquier materia, no se reduce ni mucho menos a la transmisión de conocimientos. La relevancia de los valores es cada vez mayor. Los valores reclaman actitudes y comportamientos vitales por parte de los profesores. En la enseñanza de la Religión, la transmisión de valores tiene, obviamente, una connotación religiosa.
La idoneidad para el desempeño de la enseñanza de la Religión requiere una serie de condiciones que no son exigibles en una relación laboral común. Entre los requisitos de los profesores de Religión pueden y deben figurar la integridad de la fe o la práctica religiosa. Son, en efecto, aspectos máximamente personales y privados, pero que, en este caso, trascienden a la esfera de la actividad profesional, que consiste en transmitir una educación cristiana integral, que demanda conocimientos pero también actitudes y valores.