ALGUIEN ME ESCRIBE para decir que se le escapan los sueños. Que va teniendo una edad, unos hijos de los que cuidar y un trabajo cada vez más exigente. Que no le queda tiempo para sí mismo, para vivir su vida, para soñar sus sueños. Que cada vez se siente más atado a la tierra, más esclavo de las cosas, menos capaz de volar por cuenta propia. Que a veces se entretiene una mañana de sol templado a pensar en todo esto, como si el aire tibio quisiera inspirarle otras cosas, otras búsquedas más auténticas, más suyas, quizá más dulces e inspiradas, más creativas incluso.
TIENE UNOS POCOS años más que yo y, aunque nos hemos visto poco -lo suficiente para que me escriba con estos argumentos-, estoy seguro de que es una buenísima persona. Le pasa, sólo, que tiene los años que tiene. Voy viendo que estos planteamientos se hacen progresivamente frecuentes en muchos de los amigos que andamos por estas alturas del vivir. Supongo que todo influye. Pero influye más que nada la edad: el meridiano ese de la vida que te hace pensar en que la has desperdiciado o aprovechado poco.
LE CONTESTÉ ALGO que ahora no me atrevo a repetir aquí, y que además no era interesante. Su respuesta, sin embargo, sí: al fin y al cabo, me decía, “cuando pienso esas cosas actúo como si yo fuera dos: el iluso soñador y el otro, el práctico, que va haciendo lo que tiene que hacer. Y no hay dos, sino uno: el que tiene las ataduras que se ha buscado”. “Hacer lo que uno tiene que hacer” no está nada mal. El peligro reside en dejarlo por los sueños, por el mero soñar incluso, cosa que este amigo ni se ha planteado. También me decía en su respuesta que quizá estuviera disfrazándose con palabras y con sueños para no reconocer lo que realmente es, por miedo a afrontarse, por miedo a reconocerse demasiado diferente de quien cree que es o de quien quiere pensar que es. Bien visto. Me recordó lo que decía otro: “Yo se lo digo siempre a mi mujer. Mira, te quiero un montón, no fumo ni bebo ni ando zascandileando por ahí, trabajo como un burro y nunca nos ha faltado nada… es que, si supiera y quisiera ponerle los pañales a los niños, bueno, es que… ¡Entonces sería perfecto! Y perfecto no soy”.
YA ME LO HA contado varias veces, probablemente porque sabe que me río mucho con ese razonamiento. Aún no me he atrevido a decirle que si, para ser perfecto, sólo le falta el dominio de un arte tan poco sofisticado, le valdría la pena intentarlo al menos. Porque asumir los propios defectos, siempre que se refieran a cosas que no nos apetece hacer, resulta francamente fácil. Entre otras razones, porque exigir la perfección ajena -la de quien tiene que soportarnos- sale mucho más barato que plantearse la propia. Pero, de todos modos, no está mal razonado. Hay que contar con los defectos de los demás si queremos que los demás sean pacientes con los nuestros. Y recordarlo siempre -que la imperfección es el estado natural de las cosas y de las personas- para no soñar perfecciones que, según todos los testimonios, jamás han existido.
LO COMENTABA CARLOS, hace muchos años, a propósito de un chaval que iba dejando de serlo y no encontraba novia de su gusto: “Es que ese anda buscando un híbrido entre Marilyn Monroe y Santa Teresa de Jesús. Y claro, no lo encuentra”. Debe de ser que vemos muchas películas. “American Beauty”, por ejemplo.
Arvo Net, 26 de octubre 2003