La semana pasada me ha ocurrido algo muy desconcertante: en uno de mis artículos decía yo, de paso, sin dar a la cosa la menor importancia, que me sentía feliz y satisfecho de ser sacerdote y que esperaba que esta alegría me durase siempre. Lo decía con la misma naturalidad con que pude escribir que me gusta la música o que prefiero el sol a la tormenta.
Y he aquí que he comenzado a recibir cartas felicitándome por haber dicho algo que, por lo visto, es sorprendente; algo que, según dicen mis comunicantes, sólo se atreve a afirmarlo en público quien tenga mucho valor. Y yo he leído estas cartas sin dar crédito a mis ojos, estupefacto, sin acabar de entender que alguien crea que implica valor el decir cosas que a mí me resultan simplemente elementales. En rigor, yo no necesito coraje ninguno para decir mi nombre, los años que tengo o lo que soy.
Pero, por lo visto, según quienes me escriben, ahora los curas se sienten como avergonzados de serlo; ocultan su sacerdocio como un hijo ilegítimo; y el que no abandona el ministerio -dicen- es porque aún no ha encontrado una forma mejor de ganarse la vida.
Pero ¡qué tontería! Creo que voy a devolver sus cartas a mis comunicantes para decirles que el número de curas felices es infinitamente mayor de lo que ellos se imaginan y que si no todos lo gritan en sus púlpitos o en los periódicos es por sentido común o porque ahora lo que está de moda es presumir de malos, y así, mientras hoy uno puede encontrarse en la prensa la foto de una señora con un cartel que dice: «Soy una adúltera», resultaría bastante rarito que los curas caminaran por la calle con un rótulo que pregonara: «Soy feliz.» Sin embargo, hay que preguntarse cuáles son las raíces por las que el prestigio de la vocación sacerdotal ha bajado tantos kilómetros en la estimación pública. Porque esto sí es un hecho. Antaño, el anticlericalismo era una indirecta manifestación de estima, ya que sólo se odia lo que se considera importante. Hoy, me parece, funciona más que el anticlericalismo el desprecio, la devaluación, la ignorancia.
Los síntomas de esta bajada del clero a la tercera división social son infinitos. Citaré un par de ellos. Se publicó hace tiempo un librito, editado por el Ministerio de Educación, dedicado a presentar a los muchachos los Estudios y profesiones en España. Un libro supercompletísimo. ¿Que el muchacho quiere ser buzo? Busque en la página 64. ¿Le apetecería ser entomólogo? Encontrará orientación en la 78. ¿Prefiere ser bodeguero, bailarín o cristalógrafo? La tiene en las páginas 66, 135 y 101, respectivamente. Así que no sólo se ofrecen las tradicionales profesiones -médicos, abogados, maestros, ingenieros-, sino también las más nuevas o estrambóticas: azafata de congresos, actor, ceramista, peluquero, sedimentólogo, terapeuta, sociólogo, especialista en calderería de chapa. Todo cuanto usted pueda desear. Pero, naturalmente, no busque usted en la letra S la profesión de sacerdote; ni en la C, la de cura o la de clérigo. Menos, claro, busque en la M la vocación de ministro del culto. Ni siquiera busque en la B de brujo. Ser todo eso, para el Ministerio, debe de ser, cuando más, una vocación tolerada para la que no se ofrecen ni orientaciones ni posibilidades, como, por lo demás, tampoco se enseña a ser ladrón o atracador.
Pero más doloroso me parece el otro síntoma: el Instituto Gallup hace cada varios años un estudio sobre el reconocimiento social de las principales profesiones, y pide a sus encuestados que valoren «el nivel moral o grado de honestidad» que atribuyen a los miembros de cada uno de los principales grupos sociales. ¿Quedarán los sacerdotes en cabeza al menos en la valoración de su honestidad? En el último estudio aparecemos exactamente en la mitad de la tabla, en el puesto décimo entre veintiuna profesiones. Por delante de los banqueros, los políticos o los empresarios. Pero muy por debajo de ingenieros, médicos, periodistas, policías o abogados. Y lo que es peor, estamos en descenso: cinco años antes ese mismo sondeo situaba al clero en el quinto lugar de la tabla.
Voy a aclarar que a mí no me preocupara el descenso de valoración «social». El que los curas, en cuanto tales, hayamos dejado de ser parte de los «notables», de las «fuerzas vivas» de la ciudad, no me parece ninguna pérdida. A Cristo y los suyos, evidentemente, nadie los colocaba junto a Pilato y Herodes. A mucha honra.
Más me angustia la pérdida de aprecio «moral» y -¿tal vez como consecuencia?- el que muchos sacerdotes pongan en duda lo que se llama «su identidad sacerdotal». Que ellos no acaben de ver muy bien para qué sirven y que tampoco lo entienda y valore suficientemente la comunidad.
Yo no sería honesto si no dijera que en esto ha contribuido decisivamente la curva de secularizaciones de los años posconciliares. Dios me librará, claro está, de juzgar a las personas. Que a alguien por un momento lo haya deslumbrado el amor de una muchacha más de lo que le alumbra el fuego apagado de su vocación me parece doloroso, pero comprensible. Que alguien no sea capaz de soportar la soledad es uno de tantos precios que paga la condición humana. Pero lo que ya me resulta incomprensible es que el sacerdocio se abandone por cansancio, por desilusión, por sensación de inutilidad o porque -dicen- les asfixia la estructura de la Iglesia, para encontrarse -al salir- con que todas las estructuras de este mundo son hermanas gemelas, y la peor de todas es la propia mediocridad.
Y lo peor del asunto es que hayamos convertido la crisis de las personas -de algunas personas- en la crisis del clero. Es cierto: un cura que se iba, daba más que hablar que cien que permanecían. Y cuando en un bosque se talan dos docenas de árboles, todos los convecinos sienten como si el hacha golpeara también su corteza.
Toda esta serie de factores ha hecho que hayamos ido pasando del cura orgulloso de su ministerio al desconcertado de ser lo que es. Quisimos -y yo creo que con razón- dejar de ser «bichos raros», alejarnos de unos vestidos que nos alejaban; quisimos -y creo que con acierto- sentirnos hombres «mezclados» con los demás hombres, y parece que nos hubiéramos vuelto «iguales» a los demás hombres, empezando por contagiarnos de esa tristeza colectiva, de ese desencanto que parece característico del hombre contemporáneo.
Y -¡claro!- comenzaron a bajar las vocaciones. Recuerdo que cuando yo fui, de niño, al seminario lo hice ante todo por nacientes razones religiosas. Pero también porque admiraba la obra de algunos sacerdotes muy concretos, porque veía que sus vidas estaban muy llenas, porque entendí o imaginé que siendo como ellos sería feliz como ellos eran.
Hoy entiendo que sea más difícil para un muchacho iniciar una carrera en la que no sólo va a ganar menos que siendo fontanero o peón de albañil, sino en cuya realización no viera felices y radiantes a quienes la viven.
Por eso me pregunto si una de las primeras tareas de la Iglesia de hoy -de toda ella: curas, religiosas, sacerdotes- no sería precisamente la de devolver a quienes la hubieran perdido su alegría y lograr que quienes -y son la mayoría- la tienen, pero apenas se atreven a mostrarla, saquen a la calle el gozo de ser lo que son. Aunque tengan que ir contra corriente de una civilización en la que lo que parece estar de moda es pasarse las horas contando cada uno la tripa que se nos rompió ayer por la tarde y en la que ser feliz y demostrarlo resulta una rareza.
Para ello no hace falta ponerse una careta con sonrisa-profidén. Basta con vivir lo que de veras se ama. Y saber que aunque en la barca de la Iglesia entra mucha agua por las ranuras de nuestros egoísmos, es una barca que nunca se hundirá. Porque es muy probable que nosotros, como personas, no valgamos la pena. Pero el sacerdocio, sí.