Raúl Follerau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír y que se iluminaba con un «gracias» cuando le ofrecían algo.
Entre tantos «cadáveres» ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano. Cuando preguntó qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas.
Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisay sonreía él también. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente. Era -le explicaría después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. «Al verla cada día -comentaba el leproso- sé que todavía vivo.» No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos. Por eso tienen razón los psicólogos cuando dicen que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Porque ningún problema es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.
Por eso yo no me cansaré nunca de predicar que la soledad es mayor de las miserias y que lo que los demás necesitan verdaderamente de nosotros no es siquiera nuestra ayuda, sino nuestro amor. Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda como un rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión de sus rarezas. El ingente necesita más nuestro cariño que nuestra limosna. Para el lado es tan necesario sentirse persona trabajando como el sueldo que por el trabajo le pagarán.
Y, asombrosamente,la sonrisa -que es la más barata de las ayudas- es la que más tacañeamos. Es mucho más fácil dar cien pesos a un pobre que dárselos con amor. Y es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de amistad.
Dar sin amor es ofender. Lo decía con palabras tremendas, pero verdaderísimas, San Vicente de Paúl: «Recuerda que te será necesario mucho amor para que los pobres te perdonen el pan que les llevas.» Solemos decir: «¡Son tan desagradecidos!.» Y no nos damos cuenta de que ellos perciben perfectamente cuándo damos sin amor, para quitárnoslos de encima y dejar tranquila nuestra conciencia. Son, por ello, lógicos odiando nuestra limosna, odiándonos. Les empobrecemos más al ayudarles, porque les demostramos hasta qué punto no existen para nosotros.
¡Todo sería, en cambio, tan distinto si les diéramos cada día sonrisa de amor desde la tapia de la vida! Tomado de “Razones para el amor”, en www.preb.com/articulos