Creo que es un error plantear, en términos de estricta confesionalidad, el debate sobre la enseñanza de la religión en la escuela pública. El Estado español es aconfesional, no confesante, y por tanto neutral ante lo religioso. Este carácter del Estado y la naturaleza de la escuela deben situarse en el centro del debate. Ni siquiera la espiritualidad y la vida interior de las personas deben reducirse a la cuestión confesional. El libro verde del MEC, Propuestas para un debate, en el capítulo ‘Los valores y la formación ciudadana’, en el número 10, dedicado a La enseñanza de las religiones, presenta la novedad de ofrecer dos formas de entender esta asignatura. Una general, a la cual deben acceder todos los alumnos y tener carácter común, que debe ayudar a la comprensión de las claves culturales de la sociedad española mediante el conocimiento de la historia de las religiones y de los conflictos ideológicos, políticos y sociales que en torno al hecho religioso se han producido a lo largo de la historia… Otra dimensión de la enseñanza de las religiones se refiere a sus respectivos aspectos confesionales. La obligación que tiene el Estado de ofrecer enseñanza religiosa en las escuelas deriva de los acuerdos suscritos con la Santa Sede y con otras confesiones religiosas.
Quienes promueven la expulsión de la religión de la escuela se equivocan si enfrentan la confesionalidad de la asignatura con el carácter aconfesional del Estado. Tampoco me parece sensato desconfiar a priori de la propuesta del MEC por el simple temor de que esa asignatura general y obligatoria diluya el perfil de la verdadera religión, introduzca una especie de religión light, “convertida en contenidos transversales impartidos sobre todo en determinadas materias humanísticas y sociales”. Esta lectura del libro del MEC es por lo menos parcial. En todo caso, no deja de ser significativo que “laicistas” y “confesionalistas” arguyan con razones de estricta confesionalidad para hacer inviable la propuesta del ministerio. Un debate así, entre confesionalistas y laicistas, entre católicos y creyentes de otras religiones, recuerda más bien las disputas de los huertanos sobre lindes y exégesis de textos legales. En un servicio público básico como el de la educación, que desempeña un papel fundamental en la transmisión del sentido y la socialización de nuestros jóvenes, no deberían caber semejantes planteamientos parciales. Analizaremos primero la licitud y oportunidad de la oferta del MEC en consonancia con el carácter laico (no laicista) del Estado. Y, en una segunda parte, mantendré, en virtud de la naturaleza de la escuela (desarrollo del conocimiento y socialización), la necesidad y oportunidad de una asignatura general de religión obligatoria y evaluable.
- El carácter laico del Estado aconfesional. El poder constituyente obligó a los poderes públicos a mantener “relaciones de cooperación” con las confesiones religiosas y a garantizar el ejercicio de la libertad religiosa. Una forma obvia de proteger esa libertad consiste en respetar “el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (CE, 27,3). Los sujetos de ese derecho son los padres, y no sólo de los católicos, sino también de los evangélicos, de los judíos y de los musulmanes, aunque el Estado no haya firmado con esas confesiones acuerdos especiales sobre la enseñanza. Este derecho es fundamental y anterior a cualquier ley de enseñanza. Nos hemos comprometido a cumplirlo en las diversas declaraciones internacionales de los derechos humanos y vamos a refrendarlo en el próximo referéndum sobre el Tratado para la Constitución Europea (art. II, 14,3). La coherencia axiológica de los centros docentes con los padres de los alumnos es consubstancial con la eficacia pedagógica. La oferta obligatoria de los centros se corresponde con la diversidad opcional de los padres en razón de la misma libertad religiosa. A esta enseñanza de la religión, que se ajusta a los fines y naturaleza de la escuela, han dado en llamarla “confesional”, porque es impartida por representantes de las confesiones, pero no puede confundirse con una catequesis, según las reiteradas declaraciones colectivas del Episcopado español sobre esta materia.
Entiendo que el MEC nos ofrece ahora una asignatura obligatoria y evaluable, cuyos contenidos contribuyen al desarrollo de la persona y pertenecen al núcleo del pensamiento ciudadano, como la historia, la filosofía, la sociología o la geografía. Tampoco me dejo llevar del temor a que esta nueva asignatura obligatoria revele alguna intención del Gobierno de relegar la otra enseñanza optativa, impropiamente llamada “confesional”, a franjas horarias periféricas o extraescolares. El derecho de los padres se refiere a todo el conjunto del proyecto educativo. La teoría de la cognición situada figura entre las tendencias pedagógicas actuales más representativas. Se considera que el aprendizaje es una actividad situada en un contexto que la dota de inteligibilidad. El conocimiento de la doctrina y moral católica, exilado del conjunto del programa educativo, lo alejaría de los otros saberes contextuales y degradaría su razón de ser en el marco de la escuela pública. Me cuesta mucho creer que las Administraciones educativas no sean capaces de solucionar el famoso problema de la “alternativa” a la religión “confesional”. Personalmente intuyo caminos de solución, pero no tengo los datos suficientes ni la competencia para hacer propuestas concretas a las expectativas de los acuerdos, tanto en lo que respecta a la evaluación académica como a las “condiciones equiparables a las demás materias”.
No es sostenible la neutralidad positiva del Estado laico sin ensanchar el horizonte del conocimiento y de la educación intercultural. La laicidad entró en la escuela de la mano de la Ilustración y se traicionaría a sí misma si se opusiera a ensanchar los horizontes del conocimiento, tanto por el campo de las religiones como por el de los movimientos laicistas que pertenecen ya al patrimonio cultural de Occidente. Tampoco en nombre de una religión como la católica puede construirse un argumento contra la asignatura obligatoria de la historia de las religiones o del hecho religioso en sí como fenómeno de hondura antropológica y de valor universal. Resulta extraño que los laicistas y los confesionalistas se unan para privar a la escuela de un conocimiento clave en el núcleo cultural de sociedad española.
- Finalidad y naturaleza de la escuela. Ya habrá adivinado el lector el déficit cultural y social que padece la escuela española si la seguimos condenando a la ignorancia del mundo religioso. Basta recurrir a la ya clásica distinción de Régis Debray entre “el orden de los hechos” y “el orden de las creencias”. El conocimiento del hecho religioso no se va a convertir en un caballo de Troya, por el que se cuele un confesionalismo enmascarado. Algunos seguirán sosteniendo su escepticismo respecto a la diferencia entre conocimiento científico y catequesis. Y a ellos quiero ahora dirigirme. ¿Cómo separar el examen de los hechos de las interpretaciones que le dan sentido? Los defensores de la libertad de conciencia y de la escuela emancipada conocen bien la identidad del desarrollo del conocimiento. No se puede confundir la información y desarrollo del conocimiento, propios de la escuela, con la catequesis. La epistemología del saber humano discurre por cauces distintos a los de la palabra revelada. Tampoco la clase de religión impartida por representantes de las confesiones religiosas puede confundirse con la catequesis propiamente dicha. Tratará indudablemente de ahondar en el conocimiento de los dogmas y de constitución de la Iglesia, así como de los principios morales deducidos de la revelación. En la enseñanza de la religión nos aproximamos a hechos comprobables y localizables como los de cualquier otra ciencia experimental. Los describimos y los contextualizamos dentro de los hechos sociales y en relación con las otras ciencias, saberes o disciplinas escolares. En la catequesis contemplamos esos hechos como objeto y fundamento del culto religioso. Tratamos de preparar a los alumnos para que tomen parte en la celebración del misterio.
Nadie pone en duda la orfandad que padecen los jóvenes de hoy respecto a las instituciones fundamentales donadoras de sentido: la familia, la escuela y la religión. La desvertebración de la primera, la crisis de calidad de la segunda y la pérdida de confianza en las instituciones religiosas obligan a estos seres humanos entrañables, tan mimados por la familia y tan dramáticamente solos, a debatirse personalmente por la búsqueda de sentido, incluso de manera inconsciente. No es que sientan la necesidad de meditaciones metafísicas; viven el desasosiego como fruto de los acontecimientos cada vez más plurales y distintos que les asaltan a cada paso en su vida diaria. Las instituciones religiosas no pueden ostentar el monopolio de la donación de sentido, pero su colaboración es imprescindible. También las diversas visiones del mundo, así como el conocimiento de la filosofía, de la literatura y de las artes plásticas, llevan ya tres milenios tratando de señalar los puntos cardinales del sentido de la vida humana. El vigor y el reclamo de estas evidencias no han logrado impedir a lo largo de toda la historia que los hombres del pasado, los de hoy y probablemente los del futuro vivan y se maten entre ellos por los símbolos y en nombre de los símbolos. ¿Cómo reconstruir la aventura irreversible de nuestra cultura sin tener en cuenta el surco trazado por las religiones? Expulsar el hecho religioso fuera del recinto escolar ahondará nuestras patologías sociales en vez de curarlas. El mercado de la credulidad, del esoterismo y de la irracionalidad contaminarán, como la peste, el aire que respiramos. Abstenerse no es sanar. El pensador de Rodin, que da un puntapié a la Biblia, olvida que este gesto de desprecio no va a hacer desaparecer el Libro Sagrado de las relaciones sociales, ni va a ser olvidado por todos. En tal caso nos expondríamos peligrosamente a todo tipo de interpretaciones fundamentalistas tanto más perniciosas cuanto que provengan de jóvenes ignorantes, que no han recibido la instrucción necesaria para interpretar el Libro Sagrado de referencia.
La tradición cristiana no sólo es una parte integrante de la erudición exigible a un español para que pueda entender el patrimonio artístico religioso. Constituye un yacimiento inapreciable de recursos para la educación de la ciudadanía. Y ésta es la gran cuestión que no pueden dirimir las filias y fobias de los confesionalismos tanto religiosos como laicistas.