La edad del hombre
Cuando Dios llama
Dios suele llamar en la juventud
Resistencia a la entrega
La causa definitiva
La Iglesia rezuma alegría de juventud
La edad privilegiada
Otros jóvenes
El tono adolescente
La rebeldía de la juventud
La gran rebeldía
Un sabor amargo
“Jóvenes amaestrados”
Un regalo de Dios
Hijos para el cielo
Un pobre alguacil de Riese
Una solicitud que no se acaba nunca
En la hora del desaliento
La vocación y las “pruebas”
“Es casi una niña”
“No nos oponemos, pero…”
Un prototipo de intransigencia
“He perdido un hijo”
“No nos quieres”
Ley de vida
Mucho se alegrará
Aún más en el cielo
La edad del hombre
La edad. ¿Cuál es la edad de un hombre? Los calendarios, los relojes, las arrugas, las burbujas de champán de cada Nochevieja tejen cronologías extrañas que no coinciden con las fechas del alma.
Hay hombres eternamente niños. Otros, perpetuos adolescentes. Muchos no llegan nunca a la madurez. Hay a quienes les sorprende la vejez embriagados todavía en el vértigo de su frivolidad: tratan entonces de apurar la vida a grandes sorbos, a la búsqueda de lo que ya no volverán nunca a ser.
Unos alcanzan ese equilibrio llamado madurez en cada una de las épocas de su vida: ¡qué magnífica la madurez de un niño plenamente, verdaderamente niño! Sin embargo, otros no lo logran nunca: ¡qué tristeza entonces la del niño crecido prematuramente!; ¡qué ahogo del alma producen esos retratos velazqueños en los que aparecen los niños de la corte, envarados, rígidos y erguidos, con sus gargantillas estrechas, por las exigencias de una etiqueta severa que asfixiaba su niñez!
Por el contrario, ¡qué espléndida la niñez, o la adolescencia, si se sabe ser eso: ni niño ni adulto prematuro, sino un adolescente, es decir, un joven que sabe vivir su juventud intuida, con la mirada abierta hacia el futuro! ¡Qué plenitud la de la vejez si es quintaesencia de vida acumulada, consumación de ideal, culminación de una vida!
Si es cierto que cada uno es responsable de su rostro a los cuarenta años, ¡qué formidable testimonio dan de sí mismos –sin quererlo– los rostros de los santos! Sus ojos, sus gestos, revelan una sorprendente, una casi indestructible juventud interior. Demuestran que, sea cual sea la edad que se tenga, la edad verdadera de un hombre es la edad de su amor y de su generosidad.
Y que su calendario definitivo no es el que marca sus días hacia la muerte, sino el que señala su camino hacia Dios.
Cuando Dios llama
Por eso, cuando Dios llama, ¡qué importa la edad! Dios llama siempre en la juventud, en la hora perfecta del amor. El primer barrunto suele experimentarse en la niñez o en la adolescencia: Teresa de Lisieux lo evoca en sus memorias: era una adolescente de quince años cuando un guardia suizo la tuvo que arrancar de los pies de León XIII, al que le insistía audaz y fervientemente que la dejase entrar a esa edad en el Carmelo. Pero no siempre es así: Alfonso de Ligorio se decidió a los veintisiete, después de años de brillante ejercicio profesional en el foro; San Agustín se bautizó a los treinta y tres, después de una vida azarosa y turbia; y San Juan de Dios cambió de vida a los cuarenta y dos años, tras una existencia aventurera y llena de peligros que le había puesto en una ocasión al pie de la horca.
No existe una “edad perfecta” en la que llame Dios. Dios llama cuando quiere y como quiere. El Espíritu Santo, como señala Berglar, no parece demasiado preocupado por la partida de nacimiento.
Por eso, nunca es demasiado tarde para corresponder a su llamada, porque vivir es siempre estar a tiempo. Porque para Dios no hay tiempo.
Dios suele llamar en la juventud
Pero el amor suele llegar en la juventud, y Dios, que es Amor, suele llamar en la juventud. La Virgen era una adolescente –¿catorce, quince, dieciséis años? Y San José debía de ser joven, por mucho que lo intenten envejecer pintores y escultores con el devoto pretexto de guardar la pureza de María. ¡Como si la juventud no supiese vivir limpiamente! ¡Como si no tuviésemos ya demasiados ejemplos tristes de la lubricidad de tantos ancianos! ¿Y Juan? El único apóstol que acompañó al Señor al pie de la cruz era un adolescente.
Y luego, el resto de los apóstoles rebosaba juventud: rondaban todos la edad del Señor, que tenía treinta años. La iconografía nos los pinta solemnes, barbados, serios, y casi siempre ancianos. Pero la realidad fue muy distinta: los acompañantes de Jesús por los caminos polvorientos de Palestina estaban en la plenitud de la vida y muchos acababan de estrenar su juventud. La lectura del Evangelio deja ese sabor inconfundible, ese ardor, esa prisa alegre, esa vibración que sólo poseen los jóvenes.
Resistencia a la entrega
Por eso, no se entiende demasiado esta resistencia que se está extendiendo en algún ambiente ante la entrega de los jóvenes, a los que se considera inmaduros para la entrega. “Os escribo a vosotros, jóvenes –escribe San Juan en el atardecer de su vida–, porque sois fuertes” (1 Jn 25–27). Porque esta resistencia –resistencia de los padres a entregarse ellos mismos, resistencia ante la entrega de sus hijos, resistencia a entregar sus hijos–, como otros muchos rasgos de nuestra sociedad, resulta contradictoria y paradójica.
Uno de los grandes problemas de la sociedad contemporánea es la delincuencia juvenil. Las bandas terroristas están compuestas también en su mayoría por jóvenes, en ocasiones casi adolescentes. El negocio de la droga y del sexo cuenta con los jóvenes –y con los niños– como fuente de ingresos.
La prensa recoge con dolorosa frecuencia noticias en este sentido. En algunos países se da el triste espectáculo de madres–niñas, de jóvenes que viven solos a los quince años, frutos del divorcio y de un sentido de la independencia mal asimilado. Y sin embargo, en muchos de esos países se ha creado un fuerte flujo de opinión negativa –en el que se refugian tantos– que considera que la edad en la que los programas oficiales estimulan a la juventud a las relaciones sexuales prematrimoniales, y en la que se les juzga capaces de todas las aberraciones humanas, es, paradójicamente, una edad en la que se encuentran “psicológicamente inmaduros para la entrega”.
Quizá esa actitud encuentre su explicación, en parte, en algunos rasgos y condicionantes de nuestra sociedad contemporánea.
El menor número de hijos de tantas familias contemporáneas lleva en ocasiones a una sobreprotección de “la parejita”: una sobreprotección que conduce, de la mano del egoísmo que ha hecho limitar tantos nacimientos, al egoísmo de considerar que la vida entera de los hijos debe ser para los padres. Y cuando Dios pide esos hijos para sí, surgen unos celos monstruosos, pero reales: celos de Dios, porque les arrebata… lo que es suyo.
Otro factor puede encontrarse en el envejecimiento general de la sociedad contemporánea, que propicia una mentalidad de seguridad y de huida del riesgo. Ese “pasotismo” que caracteriza a cierta juventud no es más que la asunción cómoda y acrítica de los valores materialistas de la sociedad de consumo que han construido los adultos: se pasa de entrega, se pasa de generosidad, se pasa de sacrificio –se pasa de Dios, en definitiva–…
con tal de que queden a salvo los disfrutes materiales, los espejuelos y abalorios con que el consumismo engaña a una juventud que pierde en ellos el oro de su vida.
Otra tercera causa se encuentra, evidentemente, en la situación actual que padece la Iglesia en algunos sectores, con su triste carga de confusionismo y visión puramente horizontal de la existencia.
La causa definitiva
Pero la causa definitiva no es de orden sociológico ni coyuntural, sino que se libra en el corazón de cada persona. Hoy como ayer, Dios sigue llamando, sigue tocando fuerte y recio en el corazón del hombre, sigue convocando a la entrega, a la generosidad y al amor. Y las respuestas hoy, igual que ayer, dependen de cada hombre. Y se siguen formulando del mismo modo. Hace muchos siglos –en el año 626 antes de Cristo– Dios llamó a un adolescente diciéndole: “antes de que te formara en el vientre te reconocí y antes de que salieras del seno te consagré” (Jer 1, 5). Pero estas palabras no le parecieron razón suficiente, como hoy no le parecen razón suficiente a algunos jóvenes. Y protestó, con una excusa muy habitual en nuestros días: “¡Ah, ‘Adonay Yahveh, he aquí que no sé hablar, pues soy un muchachito”.
Pretendía escudarse en su juventud. Pero Dios no atiende a esos razonamientos puramente humanos. “Y díjome Yahveh –cuenta Jeremías–: no digas ‘soy un muchacho’; pues a todos a quienes yo te enviare has de ir y todo lo que te ordene hablarás. No los temas, porque contigo estoy Yo para librarte” (Jer, 1, 6–8).
La Iglesia rezuma alegría de juventud
La Iglesia, fiel a los requerimientos divinos, ha bendecido la entrega a Dios en la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. “Bienaventurados los que se entregan a Dios para siempre en la juventud”, escribió Don Bosco muy pocos días antes de su muerte. Porque es realmente entusiasmante el panorama de los santos de la Iglesia católica.
Se dan cita todos los estados, todas las profesiones, todos los temperamentos y culturas. Militares fogosos, madres de familia, artistas, campesinos, juristas, religiosos, aventureros, reyes, mendigos, estadistas, obreros, sacerdotes. Y la mayoría de ellos se entregaron jóvenes, muy jóvenes. Basta repasar el santoral para ver cómo la Iglesia Católica rezuma alegría de juventud. No sólo no teme a la juventud, sino que la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo: la mayoría de los veintidós mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los veintidós años. Tarsicio, Luis Gonzaga, Domingo Savio, Teresa de Lisieux, Bernardette Soubirous, María Goretti… murieron en la adolescencia, o en plena juventud. Y en nuestro tiempo se sigue beatificando a jóvenes: los últimos a los que ha beatificado el Papa son jóvenes laicos, como una campesina polaca, Carolina Kózka; un joven francés, Marcel Callo, o dos campesinas italianas: Pierina Morosini y Antonia Mesina.
La edad privilegiada
Sorprende por eso que se ponga como excusa para no entregarse a Dios… ¡que se es joven! ¡Si precisamente la juventud es la época del amor! Cualquier tiempo es bueno para la entrega, como acabamos de ver, pero la juventud es la edad privilegiada. Se entiende bien aquel punto de Camino: “Me has hecho reír con tu oración impaciente. –Le decías: ‘no quiero hacerme viejo, Jesús… ¡Es mucho esperar para verte! Entonces, quizá no tenga el corazón en carne viva, como lo tengo ahora. Viejo, me parece tarde.
Ahora, mi unión sería más gallarda, porque te quiero con Amor de doncel'” (n. 111).
Se comprueba cómo, también en esto, los caminos del Señor son distintos de los nuestros y sus pensamientos no son nuestros pensamientos.
Cuando el Señor le dice a Samuel que busque al futuro rey de Israel entre los hijos de Jesé, éste actúa a lo humano: dejándose llevar por las apariencias.
Y pensó que el más adecuado de entre todos sus hijos sería Elíab, el mayor.
Pero el Señor le hizo ver a Samuel: “No mires a su buena presencia, ni a su grande estatura, pues no es ése el que he escogido”.
Con frecuencia la elección del Señor es desconcertante.
Después de Elíab, Jesé pensó en el siguiente, Abinadab. Pero “tampoco a éste ha elegido Yahveh”. Y así, cuenta la Escritura, fue haciendo pasar Jesé sus siete hijos delante de Samuel, pero Samuel le dijo: “No ha elegido Yahveh a ninguno de éstos”. “¿No tienes ya más hijos?”, le pregunta.
Sí, Jesé, tenía un hijo más, el pequeño, en el que ni siquiera había pensado: porque ¡era tan joven!: “Aún tengo otro pequeño –contesta Jesé– que está apacentando las ovejas. Lo llamaron. Era rubio y de buena presencia. “Ungele –dijo el Señor– porque ése es” (I Sam 16, 17).
Otros jóvenes
Hablábamos antes de los jóvenes que han elegido el pasotismo como norma e ideario de su existencia. Pero hay también “otros jóvenes”: los que se rebelan contra esta manipulación publicitaria en la que se les presenta idóneos para el erotismo más bajo (para la imbecilidad en todas sus formas) e incapacitados mentales para los ideales altos.
Estos jóvenes descubren que esa mentalidad vieja que les quiere imponer sus pobres concepciones materialistas es, en este aspecto como en tantos otros, contradictoria. Hace unos años un personaje norteamericano abordó a un joven al que veía todos los días tumbado tranquilamente en el césped.
Le preguntó:
–¿Y tú no trabajas ni estudias? ¿No tienes ocupación? –¿Como cuál?, preguntó el joven, que seguía tumbado. –Como estudiar. –¿Para qué? –Para obtener un título y trabajar. –¿Para qué? –Para ganar mucho dinero.
–¿Para qué? –Para comprarte una casa, un coche… ¡tantas cosas! –¿Para qué? –Para que luego, en tu vejez, disfrutes de todo eso y descanses a gusto. –Pues eso es lo que estoy haciendo.
Muchos jóvenes se resisten a quedarse tumbados en el césped. Pero ponen en tela de juicio la escala de valores, puramente materialista, que reciben en el ámbito familiar y que no les proporciona motivaciones suficientes para levantarse, vivir y luchar. Es lógico que tantos jóvenes rechacen una educación que no les ofrece, con frecuencia, más que un conformismo con la ideología dominante, y un seguimiento sumiso de la moda y los dictados del medio social –tantas veces apartado de Dios– en el que esa familia se desenvuelve. ¿Puede extrañarle a alguien que tantos jóvenes se rebelen contra esa existencia aburguesada que se les propone, materialista y abúlica, estéril y decadente?
El “tono adolescente”
Nunca como ahora se ha hablado tanto de la juventud; pero en gran medida son reflexiones de adultos (en muchas ocasiones, fruto del desengaño y la infidelidad), porque la juventud por sí misma tiende más a la acción que a la reflexión. No debe confundir tampoco el “tono adolescente” de ciertas modas actuales –ropa, películas, gustos, expresiones–, que lleva a veces a personas de edad venerable a vestir ridículamente, como si fueran jovencitos. Ese “tono adolescente” generalizado es meramente formal: el mensaje materializante de esta sociedad, envuelto en ese celofán rutilante de “divertidos tonos juveniles”, hace tiempo que está viejo y podrido.
Un anuncio publicitario reciente resume gráficamente esta mentalidad: “no están los tiempos para heroísmos”.
La rebeldía de la juventud
Frente a esta mentalidad acomodaticia se alza la verdadera rebeldía de la juventud: “¿por qué dudar –se pregunta Berglar– de que así como hay jóvenes que son ‘capaces’ de llevar una vida de pecado, de prostitución, de extorsión o de violencia, haya otros que también son ‘capaces’ de todo lo contrario, es decir, de amar a Dios, de entregarse, de vivir la pureza? No me cabe en la cabeza por qué los jóvenes, en la adolescencia, lo quieran los padres o no, han de tener derecho (por lo menos en Alemania) a dejar de asistir a las clases de Religión y no hayan de tener la posibilidad de decidirse por servir a Cristo y a su Iglesia. Esta época, la adolescencia, no es un dato arbitrario: la Iglesia sabe, por larga experiencia, que, por lo general, un cristiano adolescente es capaz de reconocer el modo y la esencia de una vocación divina y de seguirla”.
La gran rebeldía
La respuesta a la llamada de Dios es la gran rebeldía: ante el pecado, ante el aburguesamiento, ante la tibieza, ante la falta de ideal. Y suele aparecer con frecuencia no sólo en la juventud, sino mucho antes, en la niñez, aunque sólo pueda llevarse a cabo años más tarde, conforme a las prudentes prescripciones canónicas de la Iglesia. Un escritor contemporáneo, Luis Rosales, refiere en un largo texto, transido de emoción poética, una llamada de Dios a los doce años:
“Así era ella. Se llamaba María para jugar y entretenerse en algo y era la más pequeña de nosotros. Doce años bien cumplidos, pelicastaños, joviales (…).
Jugaba siempre a tener alegría, a no dejar cosas por hacer, a vivir en mañana de fiesta, y a tener providencia de nosotros para que no nos abandonáramos demasiado a ser hombres. Tenía los ojos justos para ver: ni demasiado grandes ni demasiado chicos; la estatura, mediana; la frente, comba y salediza; los movimientos, desenvueltos e imprevisibles entre el cañaveral de alegría.
–Mira, Luis, hazme caso. Te digo que tengo vocación y que voy a aprender a tocar el piano para ser la organista del convento.
Tener primos, ya lo sabéis, es una maravilla. Mientras hablaba, recuerdo que jugábamos con las columnas y los primos en el patio de casa. Aunque reía para nosotros, estaba disgustada porque a mí aquello del piano me pareció decisión para nunca. No sé lo que le dije; probablemente alguna tontería cuando no la recuerdo. Y ella siguió viviendo sus doce años como jugando al escondite con ellos; pero por las mañanas, durante varias horas, se iba quedando quieta y monja, sentada ante el piano y haciendo música celestial. Al principio, naturalmente, no consiguió que nadie tomara en serio su vocación. Todos culpábamos de aquel repente a sus amigas, que eran mayores, agrandadas, intransitables, y miraban al mundo parpadeando, como si todavía tuvieran en los ojos alumbrado de gas.
Nos decíamos, para quitarle importancia al asunto, que ellas debían haberla sonsacado, pero a sabiendas de que María no era fácil de sonsacar. Y así pasaron varios años. Lo que más nos extrañaba al observarla, al conversar con ella, era advertir que no había habido ni el más ligero cambio en su carácter. Al contrario, la alegría se le fue haciendo más inmediata e irrestañable. Le nacía de más hondo: esto era todo. Sus ademanes y sus juicios seguían teniendo aquel desplante y aquella impávida terquedad de siempre. Dulce también lo era, pero al hablar nos miraba con tanto aplomo y decisión que parecía subirse en una silla para ponernos los ojos en hora. Hablaba sin malicia, sin tapujos y sin ingenuidad, diciendo siempre lo que pensaba, porque no hay nada verdadero en la vida que no sea compatible con la inocencia. Como toda persona buena, era un poco indiscreta y las hormigas se la llevaban en volandas. Se interesaba por todo, y a pesar de su dejo burlón la confidencia era con ella tan inmediata e indeclinable como caer cuando has perdido el equilibrio. A fuerza de quererla llegué a saber que la tristeza no es cristiana (…).
–Pero vamos a ver, María, ¿cómo estás tan segura, a tu edad, de tener vocación religiosa? Recuerdo el patio familiar, los cenadores de azulejo, el pino magistrado, las macetas de hiedra, el toldo y el sombrío. Recuerdo la hora justa. Recuerdo que me miraba entre risueña y dolorosa, con el cuerpo algo inclinado hacia adelante, como el que está esperando la llegada del tren (…).
–Mira, Luis, la edad no tiene nada que ver con estas cosas. Yo veo mi vida entera ya en un mismo camino. Ahora, hablando contigo, la estoy viendo seguida. No puedo equivocarme. Y no se equivocó.
La vocación no se equivoca. Desde entonces todos los años que ha vivido se le reunieron en la luz de una mañana. Recuerdo la hora justa. Recuerdo que, aun sabiendo que la perdíamos para siempre, no me dolieron sus palabras. Comencé a comprenderlas, a vivirlas, a habitar dentro de ellas. Desde aquel día ambos tenemos la misma edad: Hemos cumplido los mismos años de estar solos. Ahora comprendo que a ella le debo la certidumbre de mi vocación: la certidumbre de estar pisando todavía sobre el último grano de arena que se ha quedado solo frente al mar, la certidumbre de seguir siendo el mismo hombre y de volver a prometernos –¿verdad, María?– que, ocurra lo que ocurra, los dos seremos fieles a nuestra vocación”.
La cita ha sido extensa, pero es altamente reveladora de una experiencia multisecular de la Iglesia: la respuesta a la llamada manifiesta la madurez de la persona entregada, que se expresa conforme a las características psicológicas propias de la edad. Por eso, no hay que contraponer estas manifestaciones frente a la entrega o la santidad. La madre de Jacinta y Francisco, los videntes de Fátima, a los que la Iglesia ha abierto un proceso de beatificación, declaraba que sus hijos eran niños normales: “niños muy niños”. Y su biografía nos los presenta rezando a la Virgen y mortificándose por los pecadores, sí; pero también cantando casi sin parar, bailando, correteando y jugando, como todos los niños.
Y es que los santos jóvenes fueron santos porque supieron vivir plenamente cara a Dios su juventud. Sabían que un santo triste es un triste santo y amaron heroicamente a Dios sin dejar de ser lo que eran: niños, jóvenes, con toda la alegría de su edad: ¿por qué no? Los padres de una chica española del Opus Dei en proceso de beatificación, Montse Grases, evocaban en TVE la figura su hija y recordaban que había sido “de pequeña, muy revoltosa.
Era una niña muy niña”. Su madre contaba cómo luego se convirtió en una joven “clara, transparente, sencilla y sin doblez”. Su padre corroboraba: “era una chica normal, con mucha serenidad”. Y sus amigas la recuerdan siempre sonriente, tocando la guitarra, jugando al baloncesto, haciendo excursiones con sus amigas: “muy deportista, muy vitalista. Era una chica ardiente”.
La mayoría de los santos jóvenes no fueron “jóvenes raros” sino jóvenes extraordinarios en lo ordinario. “Era tan normal –comentaba una amiga de Montserrat Grases– que cuando empezaron a pedir testigos de su vida, pensaba que no tenía nada extraordinario que declarar. Luego, con el transcurso de los años, la vida, la madurez, incluso la profesión –porque soy enfermera y trabajo en un centro médico–, me han hecho comprender que su normalidad era realmente extraordinaria. Porque que reaccionara así, en aquella adolescencia, una persona que sabía que tenía un cáncer de huesos, que tenía vida para poco tiempo… sin pensar en sí misma, preocupándose igualmente de los demás, sin cambiar de humor… Ha sido luego cuando he valorado realmente lo extraordinario de su comportamiento”.
Estos ejemplos nos muestran que los jóvenes santos vivieron la plenitud del Amor de Dios en la plenitud de su propia edad; y se cumplieron en ellos las palabras de la Escritura: super senes intelexi: entendieron a Dios mejor que los ancianos.
Por esa razón alentaba Juan Pablo II a un grupo numeroso de jóvenes: “¡No tengáis miedo de vuestra juventud! ¡No tengáis miedo de correr el riesgo de la libertad! ¡No ahoguéis los generosos impulsos del amor que os pide que hagáis, de vuestra vida, un servicio a los demás!” (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el UNIV 86, 24.III.86).
Un sabor amargo
Sin embargo, la entrega de los jóvenes reviste rasgos problemáticos en algunos países en los que prevalece una concepción materialista y decadente de la existencia. Esa concepción choca frontalmente con el ideal cristiano y sus exigencias en la vida práctica, y se concreta frecuentemente en insidias, calumnias y murmuraciones. No es nada nuevo: ¿quién hay en la historia del cristianismo que no haya tenido que morder la fruta amarga de la contradicción, de la murmuración o de la calumnia? Sin embargo, los hombres de Dios no suelen hacer demasiado caso a esos mosquitos pegajosos. San Carlos Borromeo comentaba que “no conviene desanimarse por habladurías de gentes que siempre tienen en la cabeza imaginaciones nuevas. Basta obrar rectamente en todo y luego que cada cual diga lo que quiera”. Pero a veces, no todo se queda en palabras: uno de sus detractores le disparó a quemarropa con un arcabuz mientras rezaba, afortunadamente sin consecuencias mortales. A Don Bosco le dispararon, intentaron acuchillarle; luego recurrieron al veneno; más tarde trataron de matarle a palos…
Y estos casos no fueron los únicos.
En la vida de San Francisco de Sales, como en la vida de la mayoría de los santos, hay un largo capítulo dedicado a las difamaciones e injurias. En esos capítulos se proyecta con frecuencia la sombra triste de Judas: desgraciadamente, muchas de esas insidias provienen de personas que abandonaron la vocación, o que estuvieron muy cerca de los hombres de Dios. El Obispo de Ginebra había logrado convertir de su mala vida a una tal Mlle. Bellot, que tras pasar una temporada en el convento de la Visitación, regido por Santa Juana de Chantal, volvió a sus andanzas y se convirtió en la amante de un señor de la corte del Duque de Nemours. El escándalo alcanzó dimensiones colosales. San Francisco intentó hacerla cambiar, al principio privadamente; pero luego no tuvo más remedio que hacerlo desde el púlpito. Así logró que muchos se apartaran de ella.
La reacción no se hizo esperar: el amante de la Bellot, despechado, falsificó la letra del Obispo y puso en circulación –mediante una trama de engaños– una carta falsa, supuestamente dirigida a esa mujer, que leyó toda la ciudad haciéndose cruces. Las calumnias y las habladurías fueron en aumento y un día apareció un cartel sobre la puerta del convento que decía: “serrallo del Obispo de Ginebra”. Un amigo, indignado por todo aquello, quiso batirse en duelo con el falsario. El Obispo se lo impidió: “tenía por principio –escribe Couannier– que en las calumnias es bueno justificarse, porque se debe este homenaje a la verdad, pero que si la acusación se sostiene hay que oponer la indiferencia y el silencio”. Así que le dijo a su amigo que él no era el autor de aquella carta y se quedó tan tranquilo. Juana de Chantal, con su carácter fogoso y vehemente no comprendía aquella tranquilidad; quería denunciar a los falsificadores y llevarlos hasta los tribunales. El Obispo la calmó. Había que rezar por ellos y perdonarles. Un día se encontró con el autor del cartel y le dijo: “Vos me queréis mal y procuráis por todos los medios ennegrecer mi reputación; no hace falta que me deis excusas, porque lo sé muy bien y estoy seguro de ello. De todos modos, ya lo veis, si me hubierais arrancado un ojo, yo no dejaría de miraros amorosamente con el otro”.
Historias semejantes podrían contarse de Santo Tomás Moro, de San Pedro Claver, del Cura de Ars o de Santa Teresa. Realmente, no ha habido santo libre de murmuraciones, trapisondas y enredos. Y no han sido sólo cosa de los comienzos de la Iglesia o frutos pasajeros de un momento. La murmuración se ha ensañado con almas de reconocida santidad. Un mediodía caluroso la chusma de Roma contempló un espectáculo inesperado: dos soldados conducían a un pobre anciano de ochenta y seis años a lo largo de la calle Bianchi, hacia las prisiones del Santo Oficio. Le habían detenido de repente, sin darle tiempo a ponerse el sombrero. Andaba incierto, encorvado y tambaleante. Se llamaba José de Calasanz.
El despecho murmurador llegó en el siglo pasado hasta Ars, una aldea miserable, donde un humilde párroco conmovía a toda Francia con su amor a Dios. “Durante este tiempo –escribía– vivía esperando que de un momento a otro me arrojarían a palos de casa para encerrarme en un calabozo”.
¿Causas de la murmuración? ¿La envidia? ¿El despecho? Esta pregunta roza el mysterium iniquitatis: es imposible descubrir la clave de la pasión oscura que late bajo la ciénaga del mal. Pero siempre procede del mismo modo: insinuaciones viscosas, sospechas infundadas, acusaciones contra los que se entregan a Dios. En el siglo pasado, murmuraciones de ese tipo llegaron hasta la corte de Isabel II. Se cuchicheaba en todos los corros palaciegos: “¿no sabes? la de Jorbalán, la mismísima vizcondesa de Jorbalán se ha vuelto loca: se dedica a reeducar mujeres de mala vida”. Y no faltaban las suposiciones maliciosas: ¿y no será que en vez de reeducarlas lo que hace es…?” Hasta que una persona prudente, un marqués amigo, se la encontró en la antesala de un ministerio, y empezó a gritarle: “Pero, ¿es posible que haya perdido usted la cabeza hasta ese punto? Déjese de tonterías, vuélvase a los suyos, que están desconsolados con sus locuras y no le busque Vd. cinco pies al gato…” Afortunadamente Santa Micaela no le hizo demasiado caso.
Esas murmuraciones contra las almas entregadas a Dios no parecen descansar nunca, ni arredrarse ante la santidad más floreciente: con motivo del reciente centenario de la muerte de San Juan Bosco, algún articulista italiano ha intentado derramar sobre su vida santa, que tantos frutos ha dado a la Iglesia, las sospechas más torpes y las calumnias más bajas. Y esto mismo le pasó en vida a Santa Teresa –a la que acusaron de todo durante sus andanzas por Castilla– y le ha seguido pasando en este siglo cuando ciertos “analistas” la han querido presentar como una neurótica y… ¿para qué seguir?
“Jóvenes amaestrados”
Esas murmuraciones recurren con frecuencia a lugares comunes y uno de ellos es que la Iglesia o sus instituciones “captan niños”. Estas acusaciones se oyeron ya en los albores del Cristianismo contra los primeros cristianos, a los que se acusaba de pertenecer a una secta que atentaba contra los intereses del Estado. Las Actas de los Mártires recogen testimonios emocionantes de la fidelidad de esos jóvenes y de esos niños. Entre los mártires de Lyon sobresalen una joven, Blandina, que soportó horribles tormentos y un chico de quince años, Póntice. Y como estos hay muchos otros. En la persecución de Septimio Severo murieron tres jóvenes, Saturo, Saturnino y Revocato.
–”No te obstines, joven, sacrifica”, increpaba el Magistrado a Saturo. –No lo haré. –Y tú, muchacho –decía dirigiéndose a Saturnino–, sacrifica si quieres vivir. –No me está permitido: soy cristiano.
–Tú –dijo entonces a Revocato–, veo que me vas a decir lo mismo. –Lo mismo –respondió– por el amor de Dios”.
El gobernador que interrogaba a Andrónico, un joven “de las mejores familias de Efeso”, que murió mártir durante la persecución de Diocleciano, intentó convencerle de mil maneras, pero todo fue vano. Al fin estalló:
–Tu juventud cree que podrá desafiarme; pero te prevengo que te esperan grandes tormentos.
–Te parezco joven en años –contestó Andrónico– pero mi alma está madura y dispuesta a todo.”
Acusaciones similares se han seguido escuchando a lo largo de la historia: “En los siglos pasados –declaraba el Cardenal Hoeffner– se atacó duramente a los jesuitas, prácticamente con las mismas armas que se emplean ahora contra el Opus Dei. Como ejemplo, puedo citar algunas acusaciones publicadas por H. Meurer en 1881 que dicen “que los niños y jóvenes son ‘amaestrados’ en las instituciones educativas de los jesuitas; que los Estatutos ‘mantenidos secretos inicialmente’ de la Compañía de Jesús exigen una obediencia ciega… Y se pregunta: ‘¿Cómo es posible que la Compañía de Jesús encuentre el número suficiente de novicios, que estén dispuestos a someterse a denigraciones de ese tipo…?'”
Sin embargo, a pesar de su virulencia, todos estos juegos de artificio de la denigración suelen tener escaso eco entre la juventud. Los jóvenes entienden que si no experimentan algún ataque, si no vencen alguna dificultad en su entrega, si no sufren la calumnia, aquello no puede ser de Dios, que había dicho: “Como a mí me han perseguido, así también os perseguirán a vosotros” (Jn 15, 20). Y la respuesta, cuando se les propone un ideal alto, aunque sea duro y exigente, es generosa. Teresa de Calcuta habla así de la vocación a sus jóvenes monjas, a las que pide un régimen de vida muy sacrificado y generoso: “Jesús dijo: te he elegido, te he llamado por tu nombre. Eres mía. Es preciso decir sí cada día. Entregarse totalmente. Estar donde El quiera que estés. Si te arrojan a la calle, si te quitan todo y de repente te encuentras en la calle, has de aceptar tu situación en ese momento.
No debes ir voluntariamente a la calle, sino aceptar que te pongan allí: es muy distinto. Si Dios quiere que estés en un palacio, bien: has de aceptar el hecho de estar en un palacio, mientras no elijas estar en el palacio: ésa es la diferencia. Esa es la gran diferencia: la sumisión total: aceptar lo que El quiera dar y lo que El quiera llevarse con una gran sonrisa. Esa es la entrega a Dios: aceptar que te corten en trocitos y que cada trocito le siga perteneciendo únicamente a El. Esa es la entrega: aceptar a la gente que venga a ti y el trabajo que te surja hacer. Puede que hoy comas bien y mañana no tengas qué comer. No hay agua en la bomba y lo aceptamos. Hay que dar todo lo que El nos pida. Si se lleva tu buen nombre, tu salud, lo que quiera, sí: ésa es la entrega.
Y entonces serás libre”.
Un regalo de Dios
Los padres suelen ser protagonistas decisivos de cada llamada y su actitud revela, a grandes rasgos, la asunción del ideal cristiano por las familias contemporáneas.
- Una chica joven de pelo negro entra, algo nerviosa, pero decidida, en el solemne despacho del Obispo de la diócesis. Lleva un vestido claro y un sombrero blanco. Para aparentar más edad, se ha peinado con un moño alto, que contrasta, en su severidad, con su rostro joven de quince años. Le acompaña su padre, un hombre de porte grave, vestido según los cánones de la pequeña burguesía francesa de fin de siglo. Entra el Obispo. Lo saludan reverentemente, y tras las obligadas presentaciones y cumplidos, el padre expone su petición: quiere una dispensa para que su hija pueda entrar en el Carmelo antes de la edad. “¿Lo deseas desde hace mucho tiempo?” –pregunta el Obispo. La chica, semihundida en un inmenso sillón del despacho, contesta vivamente: “¡Oh sí, Monseñor, hace mucho tiempo! “Pero vamos a ver –dice el secretario, sonriendo–, no irás a decir que hace quince años que tienes ese deseo…” “Desde luego –contesta– pero no hay que quitar muchos años, porque deseé hacerme religiosa desde el primer despertar de la razón…” Sigue el forcejeo, angustioso para la joven, que juega nerviosamente con su sombrero blanco entre las manos. Años más tarde escribirá en su autobiografía que el Obispo, “creyendo agradar a papá, trató de hacerme permanecer todavía unos años cerca de él. Por eso, no quedó poco sorprendido y edificado al verle abogar por mí, intercediendo para que yo obtuviera el permiso de volar a los quince años”. A la salida comentó el secretario asombrado: “¡Un padre tan impaciente por entregar a su hija a Dios como ésta por ofrecerse ella misma!”
Todavía hoy se produce en numerosos ambientes el asombro del secretario del Obispo ante la actitud de hombres como Luis Martin, padre de Teresa de Lisieux. Sin embargo, ésa la actitud habitual entre los padres cristianos. Y resulta comprensible. Cada llamada es un don, un regalo de Dios, una razón de agradecimiento y un orgullo para los padres que han contribuido con su desvelo de años a que esa llamada germine y crezca. “No es un sacrificio, para los padres –se lee en Forja-, que Dios les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un sacrificio seguirle. Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad” (Forja, n. 18).
En su viaje a Irlanda Juan Pablo II recordaba a los padres que debían seguir pidiendo al Señor este privilegio: “Vuestro primer deber y vuestro mayor privilegio como padres –decía el Papa– es el de transmitir a vuestros hijos la fe que vosotros recibisteis de vuestros padres.
El hogar debería ser la primera escuela de religión, así como la primera escuela de oración. La gran influencia espiritual de Irlanda en la historia del mundo se debió en gran parte a la religión de los hogares de Irlanda, porque aquí es donde comienza la evangelización, aquí es donde se nutren las vocaciones.
Dirijo por tanto un llamamiento a los padres irlandeses para que continúen fomentando vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa en sus hogares, entre sus hijos e hijas. A lo largo de muchas generaciones, el mayor deseo de un padre irlandés era el de tener un hijo sacerdote o una hija consagrada a Dios. Que continúe siendo éste vuestro deseo y vuestra plegaria” (Limerick, 1.X.1979).
Cuando los padres entienden que cada llamada es un privilegio, una prueba de confianza y de amor del Señor con esa persona y con su familia, aceptan con alegría esa nueva misión: la de ayudar a su hijos, mientras están en la tierra, a corresponder a su vocación y a perseverar en ella. Porque en un sentido amplio, la llamada de sus hijos también les compromete a ellos: Dios les llama a ser padres de un alma entregada a Dios.
Por esa razón, en gran medida, los hijos deben la vocación a sus padres: “El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara –escribe Teresa de Avila– si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favoreció para ser buena”.
Hijos para el cielo
A lo largo de la historia de la Iglesia se han sucedido ejemplos numerosos de padres cristianos que han ayudado a recorrer con su abnegación personal, los primeros pasos de la entrega de sus hijos. Son hombres y mujeres que han entendido con profundidad la grandeza de su misión: tener hijos para el cielo. Su paternidad se ha abierto hacia horizontes insospechados y han buscado “lo mejor para Dios”, lo mejor para sus hijos, aunque fuese lo más duro para ellos, aunque tuviera que estar amasado con su sacrificio personal. La actitud de la madre de los apóstoles Santiago y Juan constituye su mejor ejemplo: “dispón –pide al Señor– que estos dos hijos míos tengan asiento en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Mt, XX, 20–21).
Jesucristo no rechaza esa audacia de madre, nacida del amor: sólo le aclara que eso lo concede su Padre celestial.
No hay que remontarse a los primeros siglos del cristianismo, cuando la entereza con que los padres cristianos afrontaban el martirio era el mayor acicate para sus hijos: los testimonios de padres que han preparado con generosidad la entrega de sus hijos recorren todo el arco de la historia, en la que se suceden testimonios emocionantes de desprendimiento y generosidad. Te aseguro –escribía Santo Tomás Moro a su hija Margarita– que antes que por descuido mío se echen a perder mis hijos, capaz soy de gastar toda mi fortuna y despedirme de negocios y ocupaciones para dedicarme por entero a vosotros…”
Esta realidad se observa de modo especialmente patente en la vida de los santos. La historia presenta una galería magnífica –y desconocida– de padres de santos, que con su ejemplo y su entrega silenciosa en favor de sus hijos hicieron, sin saberlo, un servicio inconmensurable a la Iglesia universal.
Sus figuras permanecen humildemente y eficazmente detrás en las biografías de sus hijos. Pero ninguno protestaría por esto: su vida fue, en gran medida, la de sus hijos; su vivir fue des–vivirse por ellos: la gloria de su hijos es su mejor gloria. Ahora, la luminaria de santidad de la vida de los santos nos deslumbra y casi nos impide ver a sus padres: pero fueron ellos en multitud de ocasiones los que cuidaron que esa luz, encendida en el alma de sus hijos por el Espíritu Santo, no se apagara.
Resulta difícil elegir un ejemplo sobresaliente entre todos ellos. Hay emperatrices, reinas y madres de reyes, como Blanca de Castilla, madre de San Luis, Rey de Francia, o su hermana Berenguela, madre de Fernando III el Santo. Y también humildes padres de familia que no llegaron a conocer en la tierra la gloria de sus hijos.
Un pobre alguacil de Riese
Esto fue lo que le sucedió a un pobre alguacil de Riese, un pueblecito del Norte de Italia. Se llamaba Juan Bautista Sarto y vivía de lo que podía: de su trabajo en el Ayuntamiento –75 céntimos al día–, de los frutos de un pequeño huerto, y de lo que le proporcionaba el cuidado de una vaca. Era un hombre humilde y su casa se le iba llenando de hijos: Giuseppe, Angelo, Rosa, Teresa, María, Antonia, Lucia, Ana, Pedro Cayetano… Su mujer, Margarita Sanson, trabajaba día y noche de costurera. El mayor, Beppino, parecía un chico despierto. Era una pena que esa inteligencia se perdiera, pero él no tenía dinero para darle estudios. Hasta que un día vino el coadjutor a verle: había que enviar a aquel chico, que prometía tanto, a estudiar a Castelfranco, a siete kilómetros de Riese. Beppi quería ser sacerdote.
Juan Baustista Sarto se angustió: ¿qué podía hacer él, un pobre alguacil de pueblo, sin más recursos que su huerto y su vaca, con siete hijos a la mesa? El esperaba, además, que Beppi empezara a ayudarle pronto a sostener a la familia y…; pero estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio para que su hijo pudiera ser sacerdote, y, aunque fuera muy doloroso para él y para su hijo, no se le ocurrió otra solución que ésta: él tendría que redoblar su trabajo; y Beppino iría y volvería todos los días de Riese a Castelfranco… andando.
Beppi salía de madrugada y volvía de noche. Castelfranco estaba a siete kilómetros. Venía con los pies ensangrentados: se quitaba las sandalias para no gastarlas. A su madre se le partía el corazón al verle así.
Pero no había más remedio. Pasó el tiempo; Beppi terminó sus estudios en Castelfranco, y tenía que seguir estudiando. Acudió al párroco: él quería sacar adelante la vocación de su hijo, pero ¿qué podía hacer? Don Fito tuvo una idea: escribirían al Patriarca de Venecia, que era de Riese y procedía también de una familia pobre, como él. ¡Mamma mia! ¡El Patriarca de Venecia! Aquellas palabras sonaban imponentes y casi inaccesibles en los oídos del pobre alguacil. ¡El Patriarca de Venecia! Pero la escribió: ¿qué cosa hay que un padre no haga por un hijo que quiere ser sacerdote?
Pasaron las semanas. Cuando llegó la carta no se atrevió a abrirla. Le temblaba el pulso; fue corriendo a buscar al cura.
D. Fito leyó: ¡el Cardenal de Venecia concedía una beca para que su hijo estudiara en Padua! Aquello era un portillo de luz en medio de su pobreza, que seguía siendo agobiante: para hacerle la sotana, Margarita tuvo que llevar un viejo colchón al monte de Piedad de Castelfranco.
Juan Bautista murió poco tiempo después. El joven Beppi vio, con el corazón destrozado, cómo su madre tuvo que trabajar aún más, de día y noche, para sacar adelante a la numerosa familia sin contar con su ayuda. Pero ella lo hizo gustosa por sacar adelante la vocación de su hijo.
Un hijo que un día llegaría a ser cardenal de Venecia; Papa, con el nombre de Pío X; y santo.
La historia de los padres de San Pío X no es un caso aislado. Como ésta, podrían relatarse miles de historias en la que los padres cristianos han escrito, con sencillez, páginas admirables de callado heroísmo y de abnegación. Una abnegación que ha dado frutos de santidad en toda la Iglesia: en el amplio cuadro de renovación y de impulso espiritual que supuso el Pontificado de Pío X se recorta en la lejanía, con toda la grandeza de su humildad, la sencilla figura del pobre alguacil de Riese.
Una solicitud que no se acaba nunca
Esa solicitud de los padres cristianos por sus hijos no se acaba nunca: porque no se conforman con preparar el camino de sus hijos hacia la santidad; intentan ayudarlos decisivamente a recorrer su camino.
Esto es lo que hace que no se pueda escribir, por ejemplo, la historia de San Agustín sin referirnos a Santa Mónica. Evoca éste en sus Confesiones: “Es que tu mano, Dios mío, en el secreto de tu providencia, no abandonaba mi alma.
Es que, día y noche, mi madre te ofrecía en sacrificio por mí la sangre de su corazón y las lágrimas de sus ojos” (Conf., V, 10–13). Las últimas palabras de Mónica antes de morir sintetizan admirablemente la tarea esencial de todo padre cristiano: “no veo que tenga que hacer más –dijo–, ni por qué he de vivir aquí; se desvaneció ya la esperanza de este mundo. Sólo una cosa me hacía desear la vida todavía algún tiempo aquí abajo. Deseaba antes de morir verte cristiano católico. Dios me la concedió con creces. Veo que menosprecias las alegrías terrenales para ser su siervo. ¿Qué hago yo aquí? (Conf, IX, 26).
Sus consejos –cuando nacen del amor a Dios– ayudan firmemente a la perseverancia de sus hijos. Cuando el joven Boschetto –el futuro San Juan Bosco– le comentó a su madre su idea de entregarse a Dios (pensaba entonces hacerse franciscano), ésta le dijo unas palabras que se quedaron grabadas a fuego en su corazón: “Óyeme bien, Juan. Te aconsejo muy mucho que examines el paso que vas a dar y que, después, sigas tu vocación sin preocuparte en absoluto de nadie. Pon, por delante de todo, la salvación de tu alma. El párroco me pedía que te disuadiese de esta decisión, teniendo en cuenta la necesidad que de ti pudiera tener en el porvenir; pero yo te digo: en asunto así no entro porque está Dios por encima de todo. No tienes por qué preocuparte de mí. Nada quiero de ti, nada espero de ti. Tenlo siempre presente: nací pobre, he vivido pobre y quiero morir pobre. Más aún, te lo aseguro: si te decidieras por el clero secular y, por desgracia, llegaras a ser rico, ni una vez pondría los pies en tu casa. No lo olvides”.
En la hora del desaliento
Al recorrer el camino pueden darse desalientos y vacilaciones. Cumplen entonces los padres cristianos con su misión alentando al hijo que desfallece y sosteniéndolo con su fortaleza espiritual. Javier Abad recoge en su libro Fidelidad la carta de una madre a su hijo, con motivo de la infidelidad de un pariente cercano, en la que le estimula a ser fiel a su propia llamada:
3 de marzo de 1980
“Queridísimo hijo:
No te puedes imaginar cuánto dolor tenemos.
Jamás pensé que se pudiera sufrir tanto. Porque estamos palpando lo doloroso que es ver a un alma enfriarse hasta perder el camino: se hace ella misma desgraciada y, a quienes le rodean, infelices. Es la realidad, que sólo siendo fiel se puede ser feliz, y que se pone en peligro la propia salvación y la de los demás cuando no se persevera. Necesitamos más que nunca oración y mortificación.
(…) El no nos abandona, somos nosotros los que lo dejamos. Siempre nos da las gracias necesarias para perseverar, si somos humildes y sinceros y dóciles para dejarnos conducir. Acuérdate de que la fidelidad se gana cada día, en cada pequeña batalla, y que solamente se traiciona a Jesús cuando se le ha dicho que ‘no’ en muchos pocos, antes que darle el beso final de Judas. ¿Me entiendes?
Yo acostumbraba decirle al Señor que no se fijara en mí, sino en mis hijos que lo estaban amando y sirviendo. Y no sé por qué, hace unos meses –las madres tenemos un sexto sentido– empecé a pedirle que nos mirara a todos con compasión porque necesitábamos su gracia y su salvación (…). Esta es mi oración ahora: suplicar que no nos deje, que no perdamos el silencio interior ahora que nos perturba tanto ruido exterior, tanta banalidad y todo el montaje de una sociedad de consumo que simplemente camina horizontal.
Reflexiona, te lo digo de todo corazón para que te guardes tú también.
Podrán pasar muchos años y, aunque hayamos hecho mucho bien, seguiremos implorando la perseverancia final. Que los errores de otros nos sirvan para no caer y no ser tan tontos de querer experimentar en pellejo propio. Cuento contigo: con tu oración, tu sacrificio, tu entrega…
Si de veras nos quieres, ésta será la mejor manera de ayudarnos.
Estamos clavados en la cruz y lo aceptamos.
Que no nos falte valor para seguir así, con la confianza de que para los que amamos a Dios no hay derrotas y que todo es para bien: un día tendremos la felicidad de estar todos juntos, para siempre felices, en la Casa de nuestro Padre Dios. Esta esperanza y esta fe nos sostienen. Te bendice:
Tu mamá”.
La vocación y las “pruebas”
Naturalmente, no siempre la elección que hacen los hijos jóvenes será del agrado de los padres. Esto sucede con todo tipo de elecciones: desde la ropa que usan, o la carrera que estudian, hasta la esposa que eligen. Hay diferencias de formación, de ambiente, de carácter y gustos.
“Tres cosas me son difíciles de comprender –se lee en el libro de los Proverbios– y la cuarta la ignoro por completo: el camino del águila en los aires, el de la culebra sobre la piedra, el de la nave en alta mar y el del hombre en su mocedad” (XXX. 18, 19). Pero en este caso, se suma una diferencia decisiva: esta elección no es el fruto de un capricho, sino la respuesta a una llamada concreta de Dios.
Los padres tienen derecho –y obligación– a aconsejar a sus hijos sobre la cuestión más decisiva de su existencia. Deberán meditar ese consejo en la intimidad de su oración, para que nazca del deseo de agradar a Dios y no de un sentimiento puramente humano; para que se dirija a la gloria de Dios y no a la propia satisfacción personal; para que redunde en beneficio de sus hijos y de su propia alma, y no se convierta en un peso que marque la existencia de sus hijos y comprometa gravemente su conciencia.
Y los hijos, si son jóvenes, tienen obligación de escuchar y de ponderar detenidamente los consejos de los padres en esta materia.
No tienen obligación de seguirlos, pero sí de valorarlos debidamente, sobre todo cuando no proceden del prejuicio o del egoísmo, sino de un deseo de ayudarles a cumplir la voluntad de Dios.
¿Tienen los padres derecho a “probar” la consistencia de esa nueva vocación? Desde luego, siempre que se respete la libertad del hijo; y siempre que se haga de acuerdo con un sacerdote piadoso y prudente que conozca a su hijo y que se presuma, razonablemente, que esa decisión es el fruto pasajero y momentáneo de una emoción.
Pero hay que tener cuidado con esas “pruebas” sobre algo tan crucial y decisivo en la vida de un hombre. Como decía con humor Eugenio D’Ors a un camarero que le derramó sin querer sobre la chaqueta un finísimo champán, “los experimentos es mejor hacerlos con gaseosa”. Porque, a pesar de “la buena voluntad”, en muchos casos esas pruebas experimentales suelen salir mal y pueden acaban abortando una vocación. Los padres se ponen entonces en peligro de ofender gravemente al Señor, de perder la paz, y de comprometer su alma. Se pueden aplicar aquí los viejos versos de Cervantes referidos al honor de la mujer:
“que es de vidrio la mujer pero no debes probar si se puede o no quebrar que todo podría ser”.
¿En qué puede consistir una “prueba razonable”? En no dar demasiadas facilidades desde el primer momento; en no tomar en serio todo lo que el hijo propone, hasta que éste lo formule con la necesaria entereza que demuestre su voluntad decidida. Y sobre todo, en rezar y hacer rezar. En mortificarse para ver clara la voluntad de Dios para ese hijo, para acertar en la actitud y en el consejo conveniente en cada caso, en cada momento. En definitiva, en ayudarle a buscar juntos la Voluntad de Dios, enreciando sus disposiciones y fortaleciendo su ánimo.
Todo esto debe tener en cuenta el carácter y el talante del propio hijo, sin coaccionarlo gravemente o ponerlo en una situación que rozara lo heroico, sin exagerarle las dificultades del celibato frente a las del matrimonio, asustándole con la posibilidad de una futura defección (como si esa posibilidad no se diese en todos los estados) o pintándole el matrimonio como un camino de rosas. Esa actitud, que cae en el extremo contrario de los que opinan que “se llama santo al matrimonio porque cuenta con innumerables mártires”, olvida que lo importante no es elegir un estado u otro, sino elegir aquel para el que llama Dios.
Esto no es fácil y suele venir acompañado de lágrimas. Y así sucede en todas las elecciones humanas. ¿Qué madre no llora, aunque muchas veces no afloren las lágrimas, cuando sus hijos se casan, por muy contentos que estén con su decisión?
La madre de San Francisco de Sales también lloró, como tantas y tantas madres, al conocer la decisión de su hijo de entregarse a Dios; no sabía si eran lágrimas de alegría o de dolor, porque ella se lo había ofrecido a Dios antes de que naciera, como tantas y tantas madres…
Pero Francisco de Boisy, su marido, no sabía nada de nada; y le tenía preparado, como es natural, un magnífico partido a su hijo: una jovencita llamada Francisca de Veigy que era, nada más y nada menos, la hija del consejero del Duque de Saboya. Aunque algo se sospecharía el Señor de Sales de la inclinación de su hijo hacia el sacerdocio, Francisco no había dicho nada en casa porque, ay, tenía una virtud que, en su exageración, rayaba con el defecto: no sabía decir que no: “¿Qué queréis? –confesaba– Mi carácter me lleva a la condescendencia. Encuentro la palabra ‘no’ tan cruda para el prójimo, que no me atrevo a pronunciarla cuando se me pide algo razonable… Jamás contradigo a nadie”. Y no pudo –o no supo– decir que no cuando su padre le habló de matrimonio: prefirió callarse y dar evasivas: “más adelante, ya veremos…”
Su madre y un primo suyo, que era canónigo, estaban dispuestos a ayudarle en el momento oportuno, pero… ¿quién se enfrentaba con su padre, que decía por todas partes “que la cosa ya estaba hecha”.
Tan hecha que, aunque Francisco seguía dando largas, no pudo evitar la visita de los señores de Boisy a la familia de Veigy, para presentarle a la señorita agraciada. Francisco hizo lo que pudo: reconoció que era “una señorita de buena cuna, modesta y devota” pero no esbozó ni una sola sonrisa durante la entrevista. Su padre lo fulminaba con la mirada. Cuando acabó todo estalló la tormenta: el padre pidió explicaciones y Francisco dijo un “no” tajante, irreductible, e insospechado “en un hijo que no decía nunca a nada que no”… “¿Pero quién te ha metido esa idea en la cabeza? –gritaba su padre– ¡Una elección de ese tipo de vida exige más tiempo que el que tú te tomas!”, insistía furioso. La señora de Boisy callaba. Pero Francisco contestaba que había tenido ese deseo desde la niñez. Y así una vez y otra. De vez en cuando, la señora de Boisy sugería tímidamente: “Ay, será mejor permitirle a este hijo que siga la voz de Dios. Si no, va a hacernos como San Bernardo de Menthon; se nos escapará…”.
Pero los señores de Sales, buenos cristianos, amaban la Voluntad de Dios. Y al final, después de un tiempo prudente, el viejo caballero cedió: “Pues adelante hijo mío, haz por Dios lo que dices que El te inspira”. Y la señora de Boisy volvió a llorar: dicen los hagiógrafos que “se esforzaba en poner buena cara; pero al fin le fue imposible; retirose a su gabinete y, con largas lágrimas, empañó el brillo de sus ojos”.
Sin embargo, en algunas ocasiones no se puede llamar “prueba” a lo que es una coacción violenta llevada a cabo por padres que se niegan ante una exigencia que les supone esfuerzo (un esfuerzo no mayor, en tantas ocasiones, que el que les supondría la elección de otro estado). “Cuando mi madre supo mi resolución –escribe San Juan Crisóstomo– me tomó de la mano, me llevó a su habitación, y habiéndome hecho que me sentase junto a la cama donde me había dado el ser, rompió a llorar y a decirme cosas más amargas que su llanto”. En aquella ocasión, Juan cedió. Si no llega a ser por un amigo, que lo convenció posteriormente, aquellas lágrimas hubiesen abortado su vocación.
Porque, además del riesgo de coaccionar la libertad del hijo, de hacer sufrir a todos, y –lo que es más importante– de ofender a Dios, esas pruebas desorbitadas y esos gestos de fuerza paternos suelen salir mal. El padre de Luis Gonzaga puso todas las dificultades imaginables, mientras se repetía, viendo la piedad de su hijo: ¡mi hijo no será fraile! Hizo que se lo llevaran a Florencia para que sirviese de paje al gran duque Francisco de Médicis. Esperaba que el ambiente cortesano acabaría por conquistarlo. Pero el joven Luis volvió a su hogar, en Castiglione, tan decidido como salió. Para D. Fernando Gonzaga, peor que como salió: le comunicó entonces su decisión inquebrantable de entregarse a Dios.
Volvió a probar; y esta vez lo envió a la Corte del rey de España, que estaba en todo su esplendor. Allí lo tuvo tres años.
Esperaba que a la vuelta se le hubiese olvidado todo. Pero a la vuelta, en 1584, Luis declaró que quería ingresar en la Compañía de Jesús. Tenía dieciséis años.
Se sucedieron escenas violentísimas entre padre e hijo, que cayó enfermo. Don Fernando tenía “otros planes”. Y Luis sólo quería seguir los planes de Dios. Don Fernando no cedía: lo volvió a enviar a las cortes de Mantua, Ferrara, Parma y Turín… hasta que descubrió que había estado luchando contra un querer de Dios.
Algo parecido le sucedió a Pedro Bernardone: no estaba dispuesto a que su hijo Francisco hiciese más locuras, que eran la comidilla de todo Asís. Pero la gota que colmó el vaso fue que un día entró en casa, cogió varios lienzos de su almacén, los cargó en una mula, se fue a Foligno, los vendió –no sólo los paños, la mula incluso– y entregó el importe a un clérigo de la iglesia de San Damián. Todo porque decía que había oído: “Francisco, repara mi casa”. Estaba harto de verlo llegar a casa medio desnudo porque había dado a los pobres la capa, el sombrero y la camisa. ¡Precisamente su hijo, el hijo de uno de los mercaderes en paños más ricos de Umbría! Así que se presentó en la sede arzobispal y exigió que le devolvieran su dinero.
Francisco se presentó también, escuchó la petición de su padre… y como respuesta le dio toda la ropa que llevaba puesta, quedándose sólo con una faja de cerdas a la cintura.
Siglos más tarde, Margarita Occiena se encontró con el mismo problema. Y eso que ella lo había dado todo por su hijo: un día le había pedido que atendiese a los chicos que acudían a él, sus biricchini, y ella había dicho: “Si esa es la voluntad de Dios cuenta conmigo”; había dejado su casa de I Becchi y se había ido al barrio pobre de Turín en el que vivía su Giovanni, llevando en un gran cesto todo lo que tenía, que era poco, y sosteniendo con una mano una sarta de ollas y sartenes. Y estaba ya anciana y agotaba por una vida de sufrimientos. Se lo había dado todo: su dinero, incluso su traje de novia, con el que le había hecho una casulla. Incluso su anillo de prometida. No le quedaba nada. Pero su hijo… su hijo no tenía límites: un día se trajo a dos maleantes a dormir, y por si fuera poco los abrigó con mantas y sábanas. Naturalmente no los volvieron a ver: ni a los maleantes, ni a las mantas ni a las sábanas. Se echó a llorar. Giovanni le aseguró que jamás traería a más pobres a dormir a casa.
Pero Margarita había aprendido de su hijo a no poner límites al amor. Y pocos días después se le presentó en casa un niño andrajoso.
Eran los días de Navidad. Se le olvidó de pronto todo lo que le había dicho a su hijo, tomó al pobre niño, le dio de comer y lo metió en su propia cama.
Y luego llegaron más y más: años más tarde serían 2000 biricchini. Y así nació, alentada por su mano maternal, la familia salesiana de San Juan Bosco.
“Es casi una niña…”
Muchas de estas posturas, desde un punto de vista puramente humano, son comprensibles. Los padres tienden a pensar –y los padres de los santos no son una excepción a esta regla general– que sus hijos son perpetuamente niños. “Si es casi una niña”… se iba repitiendo Monna Lapa en aquel día de primavera de 1383 en el que se encontraban en su corazón un cúmulo de sentimientos. Iba en la procesión mirando al suelo, andando trabajosamente bajo el peso de sus ochenta años, sostenida por dos jóvenes mantellate. Escuchaba a su alrededor los murmullos de admiración: “ésa es, ésa es la madre”.
De vez en cuando, alzaba la vista y veía, en el relicario que ahora se llevaba triunfalmente por las calles de Siena –un busto de bronce dorado, cincelado por los mejores orfebres del país–, entre el gozo de la multitud y el repicar de las campanas, la cabeza de su hija. Una hija a la que había amado con locura.
Y a la que no había entendido en absoluto.
Había tenido veinticinco hijos, muchos de ellos gemelos, de los que le sobrevivieron sólo algunos. Catalina había sido realmente su última hija, porque Juana, que era su melliza, murió pronto, y otra Juana que nació más tarde, murió niña también. Por eso, la quiso de ese modo especial con que se quiere al hijo menor, al más pequeño.
Pero de pronto, aquella hija empezó hacer cosas incomprensibles. Ahora, en la procesión, viendo la cara de fervor de sus conciudadanos ante la reliquia de su hija, los recuerdos se tamizaban con una luz tan distinta…
Pero entonces no lograba entender el sentido de las cosas que hacía. Le parecían, sencillamente…, caprichos incomprensibles de una niña demasiado mística. Porque ella, como es natural, como cualquier madre de Siena de buena familia, le tenía reservado un buen partido: un joven de una familia acomodada de Siena, con la que les vendría muy bien, además, emparentar a los Benincasa. Y cuando estaban a punto de concertar el matrimonio entre las familias, a Catalina ¡le dio por cortarse el pelo casi al completo!
Ahora esos recuerdos la hacían sonreír. Pero entonces no le hicieron ninguna gracia; y no era una mujer de genio fácil: la riñó y la gritó como solamente ella, Lapa di Puccio di Piagente, sabía hacerlo: “¡Te casarás aunque se te rompa el corazón!” La amenazó: “No te dejaremos en paz hasta que hagas lo que te mandamos”.
Fue todo inútil. Y la hizo sufrir. Sin querer, desde luego, porque… ¿cómo se iba a imaginar ella entonces que su hija había decidido entregarse a Dios para siempre…, pero que no tenía el menor deseo de irse a un convento? ¿Cómo iba a suponer que pensaba vivir célibe, allí, en su propia casa? Lapa seguía empeñada con el casamiento y empleó todas sus tácticas, su ingenio y su genio: le gritaba, le hacía trabajar sin desmayo, le reñía constantemente.
Todo en vano.
Y un día su hija, casi una niña, reunió a toda la familia y desveló sus planes: no estaba dispuesta a casarse: “dejad todas esas negociaciones –les dijo– sobre mi matrimonio, porque en eso jamás obedeceré a vuestra voluntad; yo tengo que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Si vosotros queréis tenerme en casa en estas condiciones, dejadme estar como criada; haré con gozo todo lo que buenamente pueda hacer por vosotros. Pero si me echáis por haber tomado esta resolución, sabed que esto no cambiará en absoluto mi corazón”.
Ay, Lapa… ¡Qué cosas dijo entonces! Miró a su marido: su tranquilidad también la exasperaba a veces. Y ante su sorpresa, Jacobo Benincasa dijo: “Querida hija mía, lejos de nosotros oponernos de ninguna manera a la voluntad de Dios, de quien viene esa resolución suya. Sabemos por larga experiencia, y ahora lo sabemos con seguridad, que no te mueve la obstinación de la juventud sino la misericordia de Dios. Mantén tu promesa libremente y vive como el Espíritu Santo te diga que tienes que hacerlo. Jamás te molestaremos en tu vida de oración y en tus devociones, ni intentaremos apartarte de tu camino.
Pide que seamos fieles a fin de que seamos dignos del Esposo que has elegido a edad tan temprana”.
Lapa estaba desconcertada. ¡Su propio marido se ponía de parte de su hija, casi una niña! ¡Si tenía sólo diecisiete, dieciocho años! Pero Jacobo la miró fijamente, y Lapa sabía lo que esa mirada significada.
Había perdido la batalla. “Desde hoy –dijo gravemente su marido– nadie molestará a esta querida hija mía ni se atreverá a poner obstáculos en su camino.
Dejadla servir a su Esposo con entera libertad y que pida diligentemente por nosotros. Nosotros jamás podríamos procurarle un matrimonio tan honroso; por tanto, no nos quejemos porque en vez de un mortal tengamos al Dios inmortal hecho hombre”.
No tuvo más remedio que ceder. Pero luego empezó a sospechar, horrorizada, las mortificaciones que hacía su hija. Ella sabía bien lo que era el dolor: su vida había sido una serie ininterrumpida de embarazos; estaba experimentada en el sacrificio; pero no estaba dispuesta a aquello.
Gritaba, lloraba: “¡Ay, hija mía, que te vas a matar! ¡Que te estás quitando la vida! ¡Ay, quién me ha quitado a mi hija! ¡Qué dolor tan grande! ¡Ay, qué desgracia!” Y como convenía con su carácter, no se conformaba con lamentarse: si Catalina dormía en tabla, ella se la llevaba a su cama entre almohadas suaves y blandas. Hasta que le extrañó que, a partir de un día, la niña la obedeciese demasiado dócilmente; pero pronto descubrió la razón: Catalina había metido tablas bajo el lugar donde la obligaba a acostarse. Así no se podía seguir.
Y luego vinieron los pobres. La ropa le desaparecía: ¡otra limosna! Ahora se reía en su interior recordando todo esto, pero entonces descargaba toda su furia contra aquella frágil adolescente. Sin embargo, los pobres, las limosnas, no le importaban tanto: al fin y al cabo, ella también era caritativa. Pero a lo que no estaba dispuesta era a las maledicencias. Ah, no, eso no: ella no era una mujer rica, era la esposa de un tintorero, pero nunca faltaba comida en su mesa y todos envidiaban en Siena su vieja casa en la Via dei Tintori, junto a Fontebranda, y las ropas de sus hijos, y… No; ella nunca había dado que hablar. Y ahora el nombre de su hija corría de plaza en plaza, por culpa de las malas lenguas de una leprosa a la que atendía, que murmuraba cosas irrepetibles de ella: “¡Mira, mira –le gritaba cuando volvía a casa después de cuidarla–, mira cómo te paga esa leprosa tu caridad cristiana!” Y es que Lapa había perdido todas las batallas: había perdido sus proyectos de futuro, su hija, su tranquilidad familiar. Bien. Lo que no estaba dispuesta era a perder, encima, su buena fama. Y estalló: “Si no dejas de cuidarla, si llego a saber que has estado cerca de donde ella vive, jamás volveré a llamarte hija mía”.
Mientras iba evocando todo esto, la procesión seguía: los comerciantes, los miserables de Siena a los que su hija acogía en otro tiempo, los artesanos, los nobles, los gobernantes de aquella pequeña república; todos la miraban pasar fervorosamente tras la reliquia de su hija. Contaban sus milagros, sus obras de caridad, y relataban en voz baja cómo Catalina Benincasa, una mujer joven, sin más poder que su amor a Dios, había logrado cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia de la Iglesia; su palabra pudo lo que no pudieron guerras, presiones y amenazas: un reto de siglos: que el Papa volviera a Roma y abandonara definitivamente Aviñón. Lapa no los escuchaba: iba como ausente, mirando al suelo para no encontrarse con las miradas de la multitud. Temblaba al pensar que su hija, de haber sido débil, le hubiera hecho caso… Ahora, su orgullo, paradójicamente, era su gran equivocación. Su gloria era haber sido derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso.
Se daba cuenta de que ella, como madre, había sido una de las sombras en la vida de su hija –la sombra más amada por ella–, en la que ahora se proyectaba poderosamente su luz. De vez en cuando, alzaba la mirada y contemplaba, en el relicario, el resto de aquel rostro bellísimo, apagado a los treinta y tres años. Y su corazón de madre no podía reprimir el antiguo lamento: “pero si es todavía una niña…”.
No nos oponemos, pero…
No todos los padres que ponen dificultades tienen el carácter ardoroso de Monna Lapa. Los señores Beltrán, de las mejores familias de Valencia fueron mucho más comprensivos que la madre de Santa Catalina de Siena. Además, ellos no querían en absoluto interferir en la vocación de su hijo Luis. Querían orientarla, sencillamente… Estaban acostumbrados a que su hijo les obedeciera en todo, y por eso, se quedaron desconcertados cuando les dijo que tenía unos planes diferentes a los que habían previsto: quería irse de casa y entregarse a Dios. ¡Qué locura! Era un joven no muy fuerte; no soportaría las exigencias de ese tipo de vida. No sabía lo que hacía. Y empezaron su batalla. Pero cedieron pronto: aquello decididamente era de Dios. Y no querían luchar contra Dios.
Al final, viendo la entereza de su decisión, aceptaron que se fuera. Pero ahora no, dijeron: quizá en un futuro, y, desde luego, en un lugar donde no se le exigiera a su hijo un trabajo intenso. No pasaba nada por esperar. Lo tenían todo planeado. Debía comprenderlo: su postura era razonable; y sobre todo, era su hijo y les debía obedecer en todo, como siempre…
Habían olvidado que la obediencia que los hijos deben prestar a sus padres tiene una frontera específica: la elección de estado.
Los hijos están obligados a escuchar y valorar los consejos de sus padres en esta materia, pero no a aceptar una decisión ni unas condiciones que comprometen una vida que… no es la suya. Y el joven Luis obró con la misma libertad que hubiese pedido para sí en caso de elegir una mujer que no hubiera agradado a sus padres. Escuchó sus consejos, y luego actuó con libertad, con santa libertad: con una libertad que sus padres decididamente le negaban. Y un buen día, en vista de la rotunda negativa paterna, decidió no volver a casa. Tenía dieciocho años.
Estalló el escándalo familiar: una pequeña tragedia que se repite con frecuencia, con rasgos parecidos, siglo tras siglo, en aquellos hogares en los que un alma decide dejarlo todo por Dios.
Don Juan Luis Bertrán y Doña Angela Exarch no lo entendían: ni lo podían, ni lo querían entender. El era un hombre recto, un notario conocido en Valencia, acostumbrado a mandar y hacerse obedecer; y ella era una mujer “de muy buenas partidas, gran sierva de Dios y muy humilde”.
En definitiva, unos padres piadosos y buenos cristianos: ¿cómo les podía hacer esto? Además, ¡ellos no se oponían a que se entregase a Dios! Lo único que pedían era que en vez de dominico, se hiciese cartujo o jerónimo. Porque, realmente, a él ¿qué más le daba?
Muchos padres experimentan esta misma tentación y exclaman, si sus hijos deciden entregarse a Dios en medio del mundo: “¡qué locura! ¡si al menos se metiera en un convento, o se me hiciera cura o fraile!” Y si decide hacerlo, suelen protestar acto seguido: “pero ¡qué locura! ¡Hacerse cura! ¡meterse a fraile!” Los hijos argumentan que la vocación no se elige, como una prenda en los grandes almacenes, sino que es un don que Dios da, como quiere, cuando quiere y a quien quiere: la llamada imperiosa de Cristo –¡sígueme!– resuena en todos los caminos de la tierra sin compartimentos estancos. Lo importante no es dónde Dios llama, sino acudir generosamente a donde Dios llama.
Los caminos de Dios no son, con frecuencia, exactamente los caminos que los padres prevén para sus hijos. Y como en una composición musical que se repite, con la misma variedad de tonos, a lo largo de la historia en los ambientes familiares cristianos más diversos, se escucharon también en el hogar de los Bertrán los sucesivos movimientos de esta sinfonía airada paterno–filial: enfados, tensiones, llantos, silencios, negativas, gritos, y luego, en un crescendo temible de indignación, la explosión final: una carta tremenda en la que don Juan Luis –un hombre piadoso que no acababa de entender y de aceptar del todo la Voluntad de Dios– recrimina duramente a su hijo por su comportamiento y acusa a sus superiores de haberle inducido a abandonarlos. En nuestros días, el bueno de don Juan Luis quizá le hubiese escrito: “hijo mío, ésos te han comido el coco”.
El joven Luis contesta con una carta serena, escrita con estilo recio y conciso, que revela, a pesar de su juventud, su madurez de carácter:
“Una carta de vuestra merced he recibido, y, mirándola bien, hallo que en suma tiene dos cosas: la una que (…) su intención es que sirva a Dios en la cartuja o en la orden de San Jerónimo; la otra, que los padres de esta casa me han persuadido (…). Acerca del primer punto, tenga paciencia vuestra merced, porque no sería consuelo mío… Cuanto a lo segundo, créame vuestra merced que estos padres me han sido contrarios. Mas a la postre, vista mi importunación y perseverancia, les ha parecido que no condescender conmigo era resistir al Espíritu Santo… (…) Así que vuestra merced se consuele y descanse, que yo estoy consolado en mi espíritu, y en cuanto a las fuerzas exteriores, me siento mejor que en toda mi vida. Guarde que no se diga de vuestra merced lo que dice David: “Temblaron donde no había que temer”. La gracia del Espíritu Santo guarde a vuestra merced y a la señora y a todos, como se lo ruego de día y de noche”.
La historia de Luis Bertrán acabó como la gran mayoría de estas pequeñas “tragedias” familiares: con la aceptación gozosa de su vocación por parte de sus padres, que ignoraban que ése era el camino que Dios quería para un santo de la Iglesia. Aquel hijo suyo, por cuya salud se preocupaban tanto, evangelizó a numerosos indios de Nueva Granada –aseguran las crónicas que bautizó a más de quince mil en un solo día–, hizo milagros y sirvió eficazmente y sin desfallecer a la Iglesia. Un día, Luis sintió que su padre se moría: corrió junto a su lecho y escuchó sus últimas palabras: “Hijo, una de las cosas que en esta vida me han dado pena ha sido verte fraile, y lo que hoy más me consuela es que lo seas. Mi alma te encomiendo”.
Un prototipo de intransigencia
Las últimas palabras del padre de San Luis Beltrán muestran el gran bien que acaban haciendo a sus padres los hijos que son fieles a su vocación, pese a las dificultades. Esas “dificultades graves en el seno de la familia – en palabras de Juan Pablo II– no son ciertamente un límite o un obstáculo a la acción que la gracia realiza en las almas para hacerlas conscientes de la llamada divina; más bien, como a veces constatamos, ésta puede hacerse sentir también en ambientes familiares no capaces todavía de apreciar tan inmenso don de Dios y, tal vez, francamente contrarios a ella. Las dificultades que surgen constituyen entonces una prueba de la vocación, la cual, si es auténtica, termina por salir robustecida y, no raramente, tales dificultades llevan a los mismos familiares a una madurez espiritual, por la que llegan a apreciar la elección del hijo o del hermano a la que primeramente se opusieron o despreciaron”.
Pero ese no fue el caso de los padres de San Luis Bertrán: ellos querían “orientar” la vocación, sencillamente…
Sin embargo otros no se conforman con protestar si el camino elegido por su hijo no coincide con sus planes. Un prototipo de esa intransigencia fue Teodora de Theate, la madre de Tomás de Aquino. Teodora provenía de una ilustre familia, los Caraccioli, y llevaba en las venas, junto con la sangre ilustre, la energía indomable de los jefes normandos Guiscardo, Bohemundo y Tancredo. Era prima de los Hohenstaufen, y estaba emparentada por tanto con el mismísimo Emperador Federico II. Y no era nada fácil de convencer cuando estaba resuelta a algo.
Pérez de Urbel la retrata como una “condesa feudal, autoritaria, dura y altiva”, que tenía unos planes muy meditados y muy concretos –sus planes– para su hijo. Y su hijo se había ido de casa para entregarse a Dios como fraile mendicante en contra de su voluntad. ¡Fraile mendicante! ¡Y ella que había previsto que fuera Abad Mitrado de Monte Casino! ¡Un simple monje, mendigo además, de una orden de la que todos hablaban mal! No; no estaba dispuesta en absoluto: ¿un hijo suyo pidiendo limosna? Jamás.
Hoy quizá estas cóleras y estas aspiraciones nos hagan sonreír. Pocos padres sueñan hoy con un hijo Abad Mitrado… Pero es cuestión de cierta perspectiva histórica, de hacer algunas sustituciones y de… imaginación. Hoy Teodora, mujer de la alta sociedad, hubiera soñado quizá para su hijo, formado en Oxford, en Harvard o en el M.I.T., un futuro “acorde a nuestra posición”; y su sueño dorado sería, quizá, verlo presidente de un alto organismo internacional europeo o directivo de un prestigioso banco de Manhattan. ¿Cómo aceptar que, con ese porvenir, un hijo salga diciendo que, por amor de Dios, tiene “otros planes” o que está dispuesto a irse a una aldea de un país perdido de Africa, sin ningún futuro, en una institución de la Iglesia a la que ridiculiza todos los días la prensa laicista y anticlerical?
Sea como fuere, la falta de aceptación de la Voluntad de Dios sobre los hijos revela la carencia de una auténtico sentido cristiano; aunque se argumenten “razones cristianas”. Quizá Teodora se consolase pensando que lo que ella perseguía era un hijo Abad Mitrado: y esa ilusión de madre insatisfecha quizá oscureciese en su mente un deber de cristiana: el respeto a la libertad de sus hijos.
Cuando en una familia la vocación de un hijo provoca un escándalo de dimensiones exageradas (rupturas, denuncias públicas, distanciamientos excesivos, escándalos, presiones), por encima de las contingencias, errores y anécdotas humanas (falta de prudencia en las actuaciones de unos y otros, de tacto por parte del hijo, de información suficiente por parte de los padres), con lo que nos encontramos es… con una familia en la que el espíritu cristiano no ha penetrado del todo o está muy debilitado. Cada vocación es como un dedo divino que rasgase todas las notas del arpa familiar (porque en cada vocación cada miembro de la familia se cree con derecho a formular su juicio); y si ese rasgueo produce un chirrido estridente, es que en esa familia –aunque se acumulen por las paredes los cuadros piadosos y las estatuillas de los santos abarroten las cómodas y vitrinas– falta amor de Dios. Porque falta el deseo de hacer su Voluntad.
Pero volvamos al siglo XIII. Teodora escribió a Tomás ordenándole que volviese inmediatamente. En vano. Así que, cuando vio que las cartas resultaban inútiles, formó una comitiva para “rescatarlo”.
Todos estos sucesos parecen capítulos de una fantástica novela; pero se han dado con frecuencia en la historia del cristianismo. Y se siguen dando todavía.
¿Dónde estaba Tomás? ¿En Roma? Allí se dirigió.
Pero al llegar, Tomás había abandonado la Ciudad eterna. Se había ido a Bolonia con el Maestre General… Su furia se hizo incontenible. Llamó a otros hijos suyos que militaban a las órdenes de Federico II y les ordenó que fuesen en su búsqueda y que se lo trajesen preso, o como fuera; pero que se lo trajesen, y que lo encerrasen en la fortaleza de Monte San Giovanni. Teodora, como ciertos padres a lo largo de los siglos –también de ahora– no tenía de la libertad un concepto demasiado elevado.
Sus hermanos lo encontraron camino de Bolonia, cerca de Aquapendente, mientras descansaba junto a un manantial. Llegaron a galope, lo detuvieron y se lo llevaron por la fuerza a la torre del antiguo castillo familiar. Allí Teodora lo tenía todo planeado: después de la fuerza viril pondría en juego la habilidad femenina: sus hermanas Marotta y Teodora se encargarían de hacerle cambiar de opinión, no por la fuerza, sino por la persuasión. Era una conspiración familiar en toda regla. Pero las palabras de las dos hermanas resultaron inútiles. Y lo que es peor: Teodora empezó a vacilar al ver la actitud de su hermano y resolvió entregarse a Dios.
Pasaban los días. Había que poner todos los medios.
Así que cambió de táctica; y se le ocurrió algo poco original, pero que se viene poniendo en práctica a lo largo de los siglos en casos parecidos (y con resultados parecidos también). Pensó que, ya que no se podía vencer su inteligencia con palabras, habría que reducir su corazón… con una mujer.
A la mujer, una cortesana a sueldo, la trajeron de Nápoles, y una noche se introdujo sigilosamente, provocadoramente, en la habitación del joven. Pero Tomás conocía el arte de cortar radicalmente con las malas ocasiones: la vio, se acercó a la chimenea, cogió un tizón ardiente y la pobre napolitana huyó despavorida…
Afortunadamente, Tomás fue fiel a su vocación.
Y ayudado precisamente por sus hermanas se descolgó un buen día por los muros de la fortaleza y saltó sobre el caballo que le había traído Fray Juan de San Julián. Lo volvieron a prender; pero Tomás resistió firme. De no haber sido así, si hubieran triunfado los esfuerzos de su madre, quizá la Iglesia y la civilización occidental hubiesen sufrido un retraso intelectual de siglos.
Quizá sorprendan los procedimientos de Teodora, pero la realidad es que “lo mismo que Dios se vale de los hombres para salvar almas y llevarlas a la santidad, satanás se sirve de otras personas, para entorpecer esa labor y aun para perderlas. Y –no te asustes– de la misma manera que Jesús busca, como instrumentos, a los más próximos –parientes, amigos, colegas, etc.–, el demonio también intenta, con frecuencia, mover a esos seres más queridos, para inducir al mal” (Surco, n. 812).
He perdido un hijo
“He perdido un hijo”, suelen decir algunos padres. La expresión no es de hoy. San Bernardo consuela en una de sus cartas a los padres de un joven del siglo XII, Godofredo, que había decidido entregarse a Dios en Claraval, y les dice:
“Si a vuestro hijo Dios se lo hace suyo, ¿qué perdéis vosotros en ello y qué pierde él mismo?… Si le amáis, habéis de alegraros de que vaya al Padre, y a tal Padre. Cierto, se va a Dios; mas no por eso creáis perderlo; antes bien, por él adquirís muchos otros hijos.
Cuantos somos aquí en Claraval, y cuantos somos de Claraval, al recibirle a él como hermano, os tomamos a vosotros como padres.
Pero quizá teméis que le perjudique el rigor de nuestra vida… Confiad, consolaos: yo le serviré de padre y le tendré por hijo, hasta que de mis manos lo reciba el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación. No lloréis, no os lamentéis, que vuestro Godofredo al gozo corre, no al llanto”.
“No nos quieres”
“Es que no nos quieres”, suelen argumentar algunos padres, ante el dolor de la separación. Pero saben que no es verdad: nadie que se entrega a Dios por amor, puede dejar de amar a los más próximos en el corazón. La llamada divina fortalece los lazos del cariño, aunque en ocasiones se agranden las distancias. Santa Teresa ofrece el testimonio de su propia vida.
“Cuando salí de casa de mi padre –cuenta–, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra” (Libro de la Vida, cap. 4, 1).
Sucede todo lo contrario: en el hijo que se entrega a Dios ese amor por los padres se hace más hondo y recio, más limpio y profundo, más verdadero. Basta pensar en las razones que pueden mover a un hijo para abandonar lo que más quiere en el mundo. Sólo hay una: un amor más fuerte que ese amor: el Amor de Cristo. Pero Cristo no separa las almas, no establece oposiciones, no enfrenta el primer mandamiento (amar a Dios sobre todas las cosas) contra el cuarto mandamiento (amar a los padres). Lo que establece es una jerarquía: el amor a Dios debe ser lo primero en el corazón; y alienta, cuando surge un conflicto entre estos dos amores (dos amores, no hay que olvidarlo, para un mismo corazón), a poner en primer lugar el amor de Dios. “Los padres han de ser honrados –escribe San Agustín–, pero Dios debe ser obedecido” (Sermo 100, 2).
“Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37). Estas palabras de Jesucristo pueden aplicarse conjuntamente a los padres y a los hijos: la vocación supone un acto de entrega y de confianza en Dios por parte de unos y otros. Por eso, cada crisis vocacional supone un “test” espiritual para la familia: padres, familiares, hermanos…
Y no es verdadera piedad filial la que lleva a desoír la vocación, la llamada de Dios. “Dad a cada uno lo suyo –recuerda San Agustín– conforme a una escala de obligaciones; no subordinéis lo anterior a lo posterior. Amad a los padres, mas poned a Dios por delante de los padres” (Sermo, 100, 2).
No es fácil ese trance. Tampoco lo fue para María y José: ellos no entendieron que Jesús hubiese permanecido en el Templo mientras lo buscaban angustiados por todo Jerusalén. Guillén de Castro pone en labios de María un planto sobrecogedor:
“Hijas de Jerusalén: ¿habéis visto, habéis sabido de un Niño que yo he perdido que es mi Hijo, que es mi bien?”
Recordemos la escena. Cuando María y José llegaron al templo, después de tres días de angustia y desconsuelo por todo Jerusalén, “su Madre le dijo: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, llenos de aflicción, te hemos andado buscando”.
Jesús les dio una respuesta que parece dura y desconcertante: “El les respondió: ¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?” (Lc II, 48–49).
A primera vista parece incomprensible que un Hijo como Aquel hubiera consentido ese dolor en una Madre como Aquella. Más tarde se entiende que Jesús quiso dejar grabada esta enseñanza con su propia vida para dar fortaleza a los que deberían seguirle en el futuro y mostrar un ejemplo a sus padres. Porque María y José no protestaron. Buscaron humildemente en todo, aun en lo más incomprensible y doloroso, la Voluntad de Dios: “María guardaba todas estas cosas en su corazón”.
Ley de vida
De todos modos, al margen de estas consideraciones espirituales, conviene no dramatizar: la separación de padres e hijos es ley de vida: “dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne” (Marc. X. 7–8). Y los que se casan no suelen seguir tampoco el parecer de sus padres a pies juntillas. Escribe Addison que “la mujer pide raras veces consejo antes de comprarse el traje de boda”.
Algunas oposiciones violentas a la vocación de los hijos, con llantos y amenazas, revelan, junto con la falta de aceptación de la Voluntad de Dios, el quebrantamiento no aceptado de un afán posesivo: un afán a veces patológico que se cree con derecho a dirigir la vida de sus hijos a su capricho, considerándolos como eternos adolescentes. Contra ese atropello exclama Doña Juana, un personaje de una comedia de Moreto:
“Obedecer es muy justo a mi padre, pero no cuando la elección erró; que un casamiento forzado lleva el honor arriesgado y soy muy honrada yo”.
Ese afán posesivo lleva con frecuencia, en el caso de que el hijo decida entregarse a Dios, a murmuraciones y acusaciones contra instituciones de la Iglesia; y en el caso de que el hijo tome matrimonio se concreta en entrometimientos en su vida familiar y en murmuración de nueras.
Muchas veces este afán se reviste de preocupación por el futuro. Pero, ¡cuántas madres aceptan sin más problema que su hija joven se case y se vaya a otra ciudad –en el matrimonio, que tantas veces recoge frutos amargos de infidelidad– con una persona casi desconocida… y ponen el grito en el cielo si decide entregarse a Dios, que nunca traiciona!
Mucho se alegrará
Sin embargo, lo habitual es que tras una primera reacción negativa, si los hijos responden generosamente a su vocación, los padres acaben aceptándola y queriéndola, y sea para ellos fuente de gozo y de alegría.
“Mucho se alegrará el padre del justo –dice la Sagrada Escritura– y el que engendró a un sabio se gozará en él. Alégrense, pues, tu padre y tu madre”.
El cardenal Höffner comentaba en una entrevista la alegría que experimentan la mayoría de los padres de las personas que se han entregado a Dios en el Opus Dei, aunque no falten algunos padres que no entiendan todavía la vocación de sus hijos. “Un matrimonio –declaraba el Cardenal– escribe: ‘somos padres de tres hijos, de los cuales dos son miembros del Opus Dei, y estamos muy agradecidos por la ayuda espiritual que han recibido en el Opus Dei’. Otro padre escribe: ‘por propia experiencia puedo decirle que los miembros del Opus Dei crecen en el amor a sus familias de sangre, al mismo tiempo que viven las consecuencias de su vocación: es lo mismo que sucede con una persona que se casa. También en ese caso, nosotros, como padres, debemos aceptar la ausencia física de nuestros hijos, ya que no los hemos educado para nosotros, sino para ser miembros responsables de la Iglesia y de la sociedad.
Finalmente, como padres hemos de estar agradecidos por la vocación que han recibido nuestros hijos, que no nos causan preocupaciones pues sabemos que están contentos.
Le escribo estas impresiones como padre de dos hijos que pertenecen al Opus Dei desde hace muchos años, sin ser yo mismo miembro de esta Obra'”.
Siguió leyendo testimonios que confirman la alegría de los padres y la gran unión espiritual, misteriosa y fortísima, que se establece, entre hijos y padres: “La madre de otro miembro me escribe: ‘mi hijo pertenece al Opus Dei desde hace algunos años. Nuestras relaciones son excelentes y yo estoy muy contento de que pertenezca a la Obra, pues sé que ahí le ayudan a vivir como cristiano’. La madre de otro miembro me escribe: ‘mi hijo pertenece al Opus Dei desde hace algunos años. En este tiempo no se ha separado de nosotros…
se ha convertido en una persona alegre con una profunda convicción religiosa.
Mi marido y yo respetamos y estamos contentos con su camino’. En otra carta puede leerse: ‘como padres estamos muy, pero que muy agradecidos por el influjo positivo que ha ejercido y ejerce el Opus Dei sobre nuestros hijos'”.
Estos testimonios –que pueden hacerse extensibles a tantas instituciones de la Iglesia– confirman una realidad universal: el gozo de los padres –incluso de aquellos que se opusieron al principio tenazmente a la vocación de sus hijos– al verlos fieles en su camino.
Aún más en el cielo
En el invierno de 1856, Mamma Margarita cayó enferma. Viéndose morir, llamó a Don Bosco y el dijo: “Bien sabe Dios, hijo mío, lo mucho que te he querido, pero espero quererte aún más en el cielo”.
Sus palabras testimonian una consoladora realidad: el gozo de los padres que han sido generosos con sus hijos no acabará aquí. Los padres de los santos y de las almas entregadas a Dios los querrán aún más en la otra vida y contemplarán, con toda su grandeza, el influjo espiritual de la vida de sus hijos en miles y miles de almas. ¡Qué gozo el de Luis Martín, al ver desde el cielo “la lluvia de rosas” que provocó la entrega de su hija! ¡Qué alegría incomparable la de mamá Margarita al contemplar el crecimiento de aquel hogar espiritual que nació gracias a su esfuerzo! ¡Qué confusión alborozada la de Juan Bautista Sarto al comprobar cómo él, un pobre alguacil, contribuyó, sin saberlo, a enriquecer la Iglesia contemporánea de un modo profundísimo e incalculable!
También podemos imaginarnos a Teodora Theate, a Monna Lapa, a Juan Luis Bertrán, a Fernando Gonzaga, a la madre de Juan Crisóstomo, y a Pedro Bernardone y a tantos y tantos otros. También ellos gozarán al ver las maravillas que ha hecho Dios por medio de sus hijos. Y darán gracias a Dios porque, pese a sus lloros y lamentos, a sus amenazas y “pruebas”, sus hijos no les hicieron demasiado caso. Si hubieran llegado a hacerlo, la Iglesia y la humanidad no contarían –y ellos comprobarían la consecuencia negativa inmensa de sus actos– ni con santo Tomás de Aquino, ni con Santa Catalina de Siena, ni con San Luis Bertrán, ni con San Luis Gonzaga, ni con San Juan Crisóstomo, ni con San Francisco de Asís…
Resulta casi inimaginable el empobrecimiento que hubiesen acarreado –de conseguir sus propósitos– a la Iglesia en el ámbito de la teología, del papado, de la evangelización, de la espiritualidad, de la doctrina… Gracias a Dios, sus hijos fueron fieles a su vocación y las palabras de Jesús adolescente en el Templo resonaron en sus oídos con más fuerza que las de sus padres: “¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?”.