FILOSOFÍA MÍNIMA
José Ramón Ayllón, ed. Ariel, 2003, 322 págs., 15 euros.
El último ensayo de José Ramón Ayllón, publicado por Ariel, lleva el título de “Filosofía mínima”. Ese adjetivo responde a su estilo descomplicado y coloquial, sin galimatías innecesarios. Responde también a su brevedad: apenas trescientas páginas para unos pocos temas esenciales: la verdad, la ciencia, el origen del hombre, las dimensiones de la persona, la libertad, el trabajo, el arte y la cultura, la conducta ética, la justicia y el derecho, las formas de gobierno… Esta invitación a la filosofía es mínima en un tercer sentido: incluye los contenidos fijados en el decreto oficial de mínimos para el primer curso de bachillerato. Por eso nos encontramos, en formato ensayo, un libro de texto con varias ventajas sobre los tradicionales: es más manejable, más ameno y mucho más barato. LAS GRANDES PREGUNTAS Si quienes comienzan a estudiar filosofía suelen enfrentarse a una asignatura con fama de inútil e indigesta, pensamos que este libro disuelve con evidencias y amenidad ambos prejuicios. En su primera página nos dice que la piedra filosofal no existe. Se puede encontrar en la fantasía literaria de Harry Potter, pero es inútil buscarla en el mundo real. En cambio, lo que sí existe y podemos encontrar en el mundo real es la filosofía: una forma de pensar que, si no convierte en oro lo que toca, indaga a fondo el sentido de la vida, alumbra verdades esenciales que iluminan el camino, y nos enriquece con esa forma superior de libertad.
Desde Sócrates y Platón entendemos la filosofía como sabiduría, como una reflexión sobre la conducta humana orientada a resolver algunos problemas fundamentales: cómo llevar las riendas de la propia conducta superando nuestra constitutiva animalidad; cómo integrar los intereses individuales en un proyecto común que haga posible la convivencia social; cómo alcanzar la felicidad. Una felicidad que estoicos y epicúreos concebirán más tarde como tranquilidad de espíritu, y que dará origen a la célebre expresión tomarse las cosas con filosofía.
¿Hasta dónde llega el conocimiento filosófico? Sus grandes temas son el mundo, el hombre y Dios. Estrechamente relacionados los tres, porque los seres humanos vivimos en un mundo que no da razón de sí mismo. Ortega decía que el mundo es, pero no se basta: está ontológicamente mutilado. Y Stephen Hawking afirma que la ciencia jamás responderá a la última de las preguntas: por qué el universo se ha tomado la molestia de existir. Ante semejante enigma, los grandes filósofos han sido hombres obsesionados por esa curiosidad radical. Y sus respuestas, siempre provisionales, han nacido de una paradójica constatación: la experiencia de la gran ausencia. Porque al asomarse a la grandiosa complejidad del universo se les ha hecho patente lo que Descartes llamaba “el sello del Artista”.
EL SER HUMANO Muchas novelas policíacas comienzan con un cadáver en el suelo de la habitación de un hotel. Tiene la camisa ensangrentada y, si te acercas, descubres en ella un orificio de bala. La puerta está cerrada, pero la ventana está sospechosamente abierta. Sobre la cama reina quizá un desorden de ropa y papeles. Está claro que un hombre acaba de morir y es muy posible que haya sido asesinado, pero ignoramos todo lo demás. De forma metafórica, el autor de “Filosofía mínima” sugiere que podríamos interpretar la indagación sobre el ser humano como la más antigua de las novelas policíacas. Porque lo tenemos ante nuestros ojos pero no sabemos cómo y por qué está ahí. Enfrentado a esas grandes incógnitas, el hombre ha sido siempre detective de su propio caso. Borges expresa en tres versos magníficos la complejidad de esta investigación: Para mí soy un ansia y un arcano, una isla de magia y de temores, como lo son tal vez todos los hombres.
Pascal identifica la esencia humana con la inteligencia: El hombre es la caña más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante, y ahí reside su grandeza. Pero la inteligencia humana es mucho más que una facultad lógica. Es también una inteligencia estética, moral y sentimental. Se ha dicho que la persona es mucho más grande por dentro que por fuera, y la selva sentimental que crece dentro del ser humano así lo pone de manifiesto. Conocemos la realidad porque tenemos inteligencia y cinco sentidos, pero la disfrutamos -o se nos atraganta- porque tenemos sentimientos: el amor, la amistad y un buen puñado de movimientos interiores que conforman nuestro estado de ánimo. Para bien y para mal, nada pesa en la vida tanto como ellos. Y esa importancia hace que al ser humano, animal racional y social, también se le pueda llamar, con toda propiedad, animal sentimental.
Además, nuestra interioridad mental se manifiesta en una exterioridad biológica, y esa compenetración entre cuerpo y espíritu es tan evidente como misteriosa. Apenas conocemos lo que es un cuerpo vivo, nos dice de nuevo Pascal; menos aún lo que es un espíritu; y no tenemos la menor idea de cómo pueden unirse ambas incógnitas formando un solo ser, aunque eso somos los hombres.
LA CLAVE DIVINA Decíamos que el mundo, el hombre y Dios son los tres grandes temas de la filosofía. El ser humano se pregunta sobre Dios porque no se contenta con las respuestas que le ofrece el mundo, pues percibe que las cosas no se bastan a sí mismas: son relativas, limitadas, transitorias. Esa insuficiencia constitutiva apunta, como hemos visto al inicio de este capítulo, hacia una causa radical que explique no sólo el orden, la belleza y el movimiento del cosmos, sino su misma existencia. Desde los presocráticos, la filosofía ha llegado a Dios por medio de argumentos cosmológicos como los recogidos en las vías de Tomás de Aquino. Tal argumentación es, en el fondo, sistematización y profundización en una intuición humana universal y espontánea. Esa intuición común la refleja con elocuencia el epitafio que Pedro Pidal escribió para su tumba, encaramada a 2.000 metros de altura en una cresta caliza del parque nacional que él fundó: “Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearía vivir, morir y reposar eternamente. Pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras como a Supremo Artífice, allí donde la naturaleza se me apareció verdaderamente como un templo”.
Está claro que Dios no entra por los ojos. Pero tenemos de Él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un óleo al pintor, detrás de una página escrita al escritor. Por eso decía Kant que Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más inevitable. Por eso, si no hubiera Dios, sería necesario explicar cómo ha podido la mente humana crear tal noción. Porque Dios ha estado presente en la conciencia humana no sabemos cuántos miles de años antes de que llegase a la consideración de los primeros filósofos. Y no como el centauro, los hobbits o los elfos, pues miles de millones de hombres no han dudado y no dudan en referir el nombre de Dios a un ser realmente existente. Se podría pensar en un error colectivo, pero nadie acusaría de error a toda la humanidad sin una razón muy poderosa. Y si se objeta que se trata de un consenso que no se apoya en un razonamiento lógico, tal vez nos encontremos ante un apoyo más sólido que la lógica, pues una creencia que se mantiene en todo tipo de civilizaciones, estructuras sociales y niveles de cultura parece que nos habla de una ley psicológica de la naturaleza humana.
LA VERDAD Aristóteles inicia su Metafísica destacando la inclinación natural del ser humano a conocer. La meta del conocimiento es alcanzar la verdad, pero ¿qué es la verdad? La célebre pregunta de Pilatos es una de las cuestiones más problemáticas de la filosofía, y está en su propio origen, pues el amor a la sabiduría que la define no es otra cosa que pasión por la verdad.
Los primeros capítulos de “Filosofía mínima” están dedicados a esta cuestión fundamental, cuya resolución es necesaria para construir después el edificio conceptual del libro. Son capítulos donde se analiza la distinción entre ciencia, filosofía, mitología y religión. Se aborda también la formación de sensaciones y conceptos, así como la exposición lógica o sofística de los mismos. Son muy interesantes las páginas y los ejemplos que recogen los principales sofismas, así como las formas más comunes de manipulación. Miguel Delibes es citado para ponernos en guardia frente a la manipulación de la televisión: “Quizá el juguete moderno con más éxito y que suministra el único alimento intelectual de un elevadísimo porcentaje de seres humanos. La difusión de consignas, la eliminación de la crítica, la exposición triunfalista de logros parciales o insignificantes y la misma publicidad subliminal, van moldeando el cerebro de millones de televidentes que, persuadidos de la bondad del sistema, o simplemente fatigados, pero, en todo caso, incapacitados para pensar por su cuenta, terminan por hacer dejación de sus deberes cívicos, encomendando al Estado Padre hasta las pequeñas responsabilidades comunitarias.” Frente al relativismo de moda, en “Filosofía mínima” leemos que la ciencia y la filosofía son conjuntos de conocimientos verdaderos, con independencia del diferente grado de verdad que puedan conseguir y del inevitable margen de error que puedan contener. Si no fueran sistemas de verdades, su inclusión en los planes de estudio de todos los países del mundo sería una tomadura de pelo universal. Se puede ser relativista en la teoría, pero no en la práctica, pues todo escéptico admite un sinfín de verdades: su familia, su casa, su trabajo, sus amigos, su teléfono, su cuenta corriente, su ciudad…. Sólo la civilización, que tiende a nuestro alrededor una tupida red de protección, nos permite jugar con la noción de verdad. Pero es una impostura, porque todo defensor del escepticismo tiene al lado alguien que domina las verdades reales: un mecánico, un informático, un ingeniero, un electricista, un fontanero. Los biógrafos de David Hume, uno de los padres del escepticismo moderno, cuentan que el filósofo dejaba de ser escéptico desde el momento en que salía de su despacho.