¿Se puede decir que le ética busca la buena vida? Pienso que sí. Por definición, la ética es el arte de vivir, de optimizar nuestra conducta. Pero el lector querrá saber si existe una fórmula para lograr la buena vida. La respuesta es que existen varias. Sabemos que el fuego quema, el agua moja y las vacas dan leche. De forma similar, el hombre está sometido a ciertas condiciones objetivas que no son negociables: tiene ojos para ver, piernas para caminar, pulmones para respirar… Respecto a la conducta humana, también existen unos ingredientes fijos y unas cuantas recetas acreditadas. Entre los ingredientes con los que siempre hay que contar están los afectos, la amistad y el amor, la conciencia moral, el placer, la vida familiar y social, la libertad y la responsabilidad. Respecto a las mejores recetas, las mejores han sido propuestas por los clásicos, al menos desde que Homero presentó en Ulises el primer diseño de una conducta esforzada e inteligente. Desde que Sócrates habló de la virtud y de la muerte. Desde que Platón interpretó el misterio del amor. Desde que Aristóteles dibujó los perfiles y matices de la amistad y la felicidad. Desde que Epicuro señaló los límites razonables del placer. Desde que Séneca defendió con su pluma la dignidad humana.
¿Son los placeres el secreto de la buena vida? Así lo han pensado muchos desde antiguo, porque el placer es uno de los resortes principales de la conducta humana. Pero también sabemos que es necesaria una gestión racional del placer, porque su abuso pasa siempre factura. A principios de este año, un Magazine de El Mundo dedicaba un amplio reportaje a la fiebre consumista de las navidades. Llevaba por título “Consumidos por el consumo”, y decía textualmente que “la clave frente al ambiente consumista es el autocontrol”. Ese autocontrol es lo que, desde los griegos, conocemos por moderación o templanza, una de las cuatro virtudes básicas que Platón explicó en el inovidable mito del carro alado.
Si las recetas mencionadas no se ponen más en práctica no es porque sean complicadas. El problema es que cuestan esfuerzo, pues el ser humano no realiza el bien de forma espontánea, como las plantas realizan la función clorofílica. Esa dificultad la expresa muy bien el emperador Marco Aurelio, cuando dice que “la vida se parece más a la lucha que a la danza”, y cuando pasa revista a las excusas que ponemos para no esforzarnos: “Cosas que dependen por entero de ti: la sinceridad, la dignidad, la resistencia al dolor, el rechazo de los placeres, la aceptación del destino, la necesidad de poco, la benevolencia, la libertad, la sencillez, la seriedad, la magnanimidad. Observa cuántas cosas puedes ya conseguir sin pretexto de incapacidad natural o ineptitud, y por desgracia permaneces por debajo de tus posibilidades voluntariamente. ¿Es que te ves obligado a murmurar, a ser avaro, a adular, a culpar a tu cuerpo, a darle gusto, a ser frívolo y a someter a tu alma a tanta agitación, porque estás defectuosamente constituido? No, por los dioses. Hace tiempo que podías haberte apartado de esos defectos”.
Como el lector puede apreciar, en los clásicos de la ética siempre encontraremos una guía de navegación para la travesía que más nos interesa a todos: la de la vida. Y una interpretación de la existencia humana que supera el actual reduccionismo que quiere ver a los adolescentes como una especie de monos con pantalones, enganchados al hedonismo y cerrados a la trascendencia. Por una larga experiencia sé que la mejor tradición ética puede ser un gran instrumento educativo en las manos de sus profesores.
José Ramón Ayllón es autor de La buena vida (Ediciones Martínez Roca, 2000)