He sido profesor de religión católica muchos años. En esas clases y en esos años, el profesor y sus alumnos han aprendido mucho más que religión. Han podido comprobar, por ejemplo, que solo desde el cristianismo es posible entender a Lutero y a Erasmo, a Miguel Ángel y a Bernini, a Felipe II y a Enrique VIII, a Dante y a Jorge Manrique, a Lope de Vega y a Quevedo. Gracias a la asignatura de religión han entendido aspectos fundamentales de la historia de Europa: una larga historia que pasa por el Camino de Santiago, por las catedrales románicas y góticas, por la pintura barroca, por el Réquiem de Mozart, la Pasión de Bach y el Mesías de Haendel, y también por la fundación episcopal o papal de las universidades.
Lo más importante, sin embargo, tal vez no sea lo que el profesor y sus alumnos han aprendido en clase. Se diría que la religión tiene un efecto saludable sobre la personalidad de quienes la estudian. En realidad, no podría ser de otro modo. Porque Jesucristo, el más atractivo y exigente de los modelos que registra la historia humana, contagia generosidad y compasión, comprensión y amor, justicia y responsabilidad, limpieza de pensamiento y de vida, sentido de la vida y de la muerte, alegría y esperanza inquebrantable.
Ya sé que el cristianismo no es una ética, pero la revolución religiosa que origina tiene, como gran efecto secundario, una extraordinaria revolución ética. Y esa nueva interpretación de la condición humana, unida al orden jurídico romano y al orden mental griego, da lugar a la civilización occidental. Jesucristo llama bienaventurados a los pobres de espíritu, que se saben nada delante de Dios. A los mansos, que no se dejan arrastrar por la ira y el odio. A los que lloran los pecados propios y ajenos. A los que tienen hambre y sed de justicia, y desean con todas sus fuerzas el triunfo del bien. A los que son compasivos y misericordiosos. A los de corazón limpio. A los que promueven la paz a su alrededor.
Así se resume la ética cristiana. Cristo la presenta en toda su exigencia y radicalidad, afirmando que exige hacerse violencia, pero señalando al mismo tiempo que vale la pena contarse entre los esforzados que lo intentan, sencillamente “porque ellos verán a Dios”. En la historia de la humanidad, las bienaventuranzas constituyen un cambio radical en las usuales valoraciones humanas, al poner los bienes del espíritu muy por encima de los bienes materiales. Sanos y enfermos, poderosos y débiles, ricos y pobres, torpes e inteligentes, todos son valorados por Dios al margen de esas circunstancias accidentales. Y eso tiene un enorme valor educativo, en medio de un mundo consagrado al pragmatismo del éxito.
Este profesor también piensa que la religión católica es profundamente razonable. Decía Pascal que el último paso de la razón es darse cuenta de que hay muchas cosas que la sobrepasan, y que precisamente por eso es razonable creer. Un hombre perdido en la montaña hace bien en pedir ayuda aunque no sepa si alguien puede oírle. Lo que está claro es que no conseguirá ser oído si no grita. Por eso, no es irracional en absoluto rogar a Dios en medio de un mar de dudas. Se ha dicho que nadie con un poco de sensatez se reiría del grito del escéptico: “Oh, Dios, si existes, salva mi alma, si tengo alma”. Aquí vemos que, además de su indudable valor cultural, la religión se diferencia de las demás asignaturas al ofrecernos este plus de sentido. Por eso, discutir su presencia en las aulas me parece tan pintoresco como discutir las matemáticas o la lengua.