Hinduísmo: el patrimonio socio-religioso de una cultura con cuatro mil años de historia La aspiración primordial del hindú es fundirse con Brahmân, lo Uno Absoluto El hinduismo, ¿es verdaderamente una religión? ¿Es monoteísta, politeísta, panteísta, ateo? Cuando los occidentales intentan encasillar el hinduismo en sus esquemas mentales, las dificultades que encuentran son más que circunstanciales; comienzan por cuestiones tan básicas como las planteadas.
El hinduismo es religión y, a la vez, no lo es. Y es monoteísta y politeísta y panteísta y ateo, según la óptica con que se mire. No posee un credo común, ni jerarquía, ni culto, ni ritos uniformes. Tampoco tiene, en sentido occidental, un sistema filosófico o racional: los opuestos pueden perfectamente congeniarse.
Puestos a definirlo, cabe decir que el hinduismo es el conjunto de ritos, cultos, creencias, tradiciones y mitologías que, a partir de unos libros considerados sagrados, se ha transmitido hasta hoy –casi exclusivamente en India– desde hace 4.000 años. Vale decir que es un marco –un caleidoscopio– de creencias fundamentales y obligaciones rituales. O el patrimonio socio-religioso de una cultura ancestral. O también el Dharma.
El dharma Dharma es el término más cercano a lo que en Occidente llamamos «religión» que tienen los hindúes (no confundir a éstos, por cierto, con los indios, aunque 750 de los 950 millones de indios sean hindúes). De hecho, el hinduismo se autodenomina Sanâtana Dharma: Orden perfecto o eterno.
¿Qué es el Dharma? El orden natural que integra toda forma de vida –vegetal, animal, humana– y constituye el cosmos ético y social del que el hindú forma parte. Nadie puede sustraerse al Dharma. Actuar conforme a él significa permanecer en el ser y huir del caos. Obrar en contra trae la destrucción y la muerte, y exige reparación.
El Dharma incluye: • el reconocimiento de los Vedas, los libros sagrados; • creer en Brahmân, del que todo ha emanado y al que todo retorna una vez purificado; • la ley existencial del karma, que determina la calidad de la siguiente reencarnación, hasta la disolución final en Brahmân; • la división en castas –cuyo ápice ocupan los sacerdotes brahmines–, que dictaminan el rango social, el matrimonio, la adoración de los dioses, y hasta el modo de vestirse y alimentarse.
Conviene recalcar que, siempre dentro del Dharma, el individuo goza de una amplia autonomía especulativa. Y esto explica: — el surgimiento de multitud de figuraciones de lo divino, así como de numerosísimas sectas y variantes a lo largo de los siglos, con tantos credos, ritos y cultos –volubles, por supuesto, y nunca definitivos– como grupos; — que se pueda ser un buen hindú aun siendo ateo, pues lo que verdaderamente importa no es la creencia, sino la conducta social: no salirse del Dharma y acatar su imperativo moral, de esencia religiosa, sobre el modo de vivir y de pensar.
Así las cosas, autores occidentales han insistido en la tolerancia sincretista del hinduismo. Pero tal apreciación no pasa de ser un tópico cuando menos incierto, a la vista de los hechos antiguos y modernos. Buda nació hindú y en India, donde predicó su doctrina y murió, pero el budismo hace muchos siglos que fue prácticamente desterrado de su país natal. Otros heterodoxos, como los jainas o los sijs, han sufrido persecuciones. También los musulmanes. Y los cristianos, todavía hoy, sobre todo por vía administrativa, aunque no falte la violencia. En suma, la tolerancia hindú depende en gran parte de que se acepte o no el Dharma y, en la práctica, la preeminencia de los brahmines dentro de la división en castas.
Orígenes, evolución, libros Los orígenes del hinduismo se remontan a la invasión del Norte de India por los arios, hacia el año 1800 a.C. Desde entonces ha sufrido una continua evolución, en la que algunos autores atisban históricamente tres formas religiosas sucesivas: vedismo (de los Vedas), brahminismo (de los brahmines) e hinduismo moderno. Incluso dentro de este último hay quienes distinguen el hinduismo del siglo XX –con tintes más sociales– del de épocas anteriores.
Sea como fuere, los Vedas marcan al hinduismo desde su origen hasta hoy. Según la creencia hindú, son libros «exhalados» por Brahmân, que constituyen la shruti: la revelación inmutable e intangible. Fueron compuestos entre los años 1.500 y 700 a.C., y se transmitieron oralmente durante siglos antes de fijarse por escrito. Los Vedas incluyen cuatro colecciones de himnos, oraciones y fórmulas rituales –Rig-Veda, Yájur-Veda, Sâma-Veda y Atharva-Veda–, así como otros libros de comentarios y textos esotéricos.
Los Úpanishades constituyen el último capítulo de la literatura védica. Señalan un cambio de orientación, en el que algunos autores ven el tránsito al brahminismo. Libros posteriores son, entre otros, los Purânas, los Sútra y dos grandes epopeyas: Râmâyama y, sobre todo, Maha bhâ rata, el poema más extenso de la literatura universal. En él se incluye la Bhágavad-gîta: 700 versos, aprendidos de memoria por muchos, que vienen a ser como un resumen de la creencias hindúes.
Dioses y deidades ¿Cuántos son los dioses hindúes? Muchos millones, incontables. Uno para cada fenómeno y necesidad: los hay naturales y rituales y familiares y locales y protectores en las más variadas situaciones, etcétera. Facilita su multiplicación tanto la gran libertad especulativa hindú, antes aludida, como la enorme extensión del subcontinente indio. También contribuyen: —los avatâras, o descensos de una divinidad para influir benéficamente, cuando se generaliza la corrupción e inmoralidad, de ordinario al final de un ciclo cósmico; —las shaktis, aspectos femeninos de la energía o poder divino.
Sin embargo, en este presunto caos divínico no deja de haber un orden. Brahmân es lo Uno Absoluto, neutro e impersonal, y todo lo demás –dioses, seres, cosas– son emanaciones y manifestaciones cambiantes suyas. Dicho esto, en la cima del panteón hindú se encuentra la Trimûrti o «tríada» divina, cuyos nombres actuales son Brahma, Visnú y Shiva.
Brahma (masculino, no confundir con Brahmân) es el dios creador y regulador de la ley del karma. Recibe culto en un solo templo y no es muy popular. Visnú y Shiva, en cambio, han arraigado hondamente y sus adoradores integran las dos grandes ramas del hinduismo.
Visnú es el dios conservador del cosmos, el benefactor. Algunos lo consideran el dios supremo. Se sienta sobre Garuda, el águila divina. Su shakti es Shrí o Lakshmí: la belleza, el esplendor benéfico del dios. Ha realizado diez avatâras, los últimos en forma humana: Râma y Krishna, protagonistas del Râmâyama y de la Bhágavad-gîta, respectivamente. El culto a Visnú y a las deidades de su entorno es muy popular en el Sur de India.
Shiva es el dios transformador, que destruye y rehace la vida. No tiene avatâras, pero sí numerosas shakti: Durgâ, diosa de la guerra; Kâli, la negra, señora del tiempo; Parvati, la hija de la montaña, etcétera. A Shiva se le representa en danza. A sus pies está Ganesha, dios con cabeza de elefante, de culto muy popular. En el entorno shivista figura Nandin, el toro blanco de la fertilidad, al que se relaciona con la renuncia de los ascetas por mor de una característica de lo divino: la coincidencia de los opuestos.
Cosmovisión La aspiración primordial del hindú es fundirse con Brahmân, alcanzar la salvación (moksa), una vez que el espíritu consigue liberarse de su apegamiento a lo corporeo y sensorial. Pero esta creencia exige conocer la cosmovisión hindú, que comienza y termina en Brahmân, lo Uno Absoluto, «lo que es». Su esquema es éste: • Todo el universo surge de Brahmân por emanación y está destinado a durar un kalpa: 4.320.000 años humanos. Cada kalpa se divide en cuatro yugas o edades. Nuestro mundo se hallaría ahora en el cuarto yuga; cuando concluya, comenzará la emanación de un nuevo universo.
• En cada ciclo cósmico, los seres y cosas emanados son mâya: algo aparente, transitorio, sin consistencia. Cuanto más alejados de lo Uno, menos son «lo que es». Pero no hay diferencia radical entre el hombre y los animales: uno y otros son envoltorios físicos de un alma en migración. De ahí la tendencia del hindú al vegetarianismo.
• Mâya suscita en el espíritu humano un apegamiento o vinculación subjetiva (samsâra), mediante la concupiscencia (kâma).
• El kâma es causa del karma: la ley que, según el mérito o demérito de las acciones individuales, determina la reencarnación del alma en un cuerpo de categoría superior o inferior.
La ley del karma Frente a la aspiración del hindú a fundirse con Brahmân, el karma impone que toda acción tiene un peso y un efecto positivo o negativo, que decide el futuro. De ahí que el karma se erija como ley existencial central, justificadora tanto de la división social en castas como del ciclo de las reencarnaciones, que se deben precisamente a las transgresiones del Dharma y a los residuos kármicos dejados en existencias precedentes.
Según la ley del karma, a la fusión con Brahmân –con el efecto concomitante de no volver nunca más a lo mudable, al mâya y al samsâra– sólo llega el alma reencarnada en un brahmín, si ha obtenido su purificación total. La mujer brahmina lo logra si es hombre brahmín en la siguiente reencarnación.
El hindú cree que el karma le obliga a actuar conforme a lo dictaminado para su casta o subcasta, hasta el punto de que si ésta impone el «deber» de robar, eso es lo que ha de hacer para cumplir su propia tarea. Obrar en contra de lo estipulado supone la degeneración futura; así, el alma del brahmín que acepte el regalo de un paria transmigrará a un asno o un toro.
Los sâdhus Los sâdhus, los santones, tienen su propia dinámica a la búsqueda de la fusión con Brahmân. Singulares en casi todo, constituyen una válvula de escape del férreo sistema de castas, lo que justamente sirve para la seguridad del propio sistema. Los sacerdotes brahmines desaconsejan y hasta prohíben el trato con ellos.
Los sâdhus son los ascetas que, llamados por un gurú (maestro), de ordinario entre los 25 y 30 años de edad, se marginan de la sociedad: renuncian a su mujer e hijos, propiedades, nombre propio, a los dioses familiares, a la ropa del hombre común. No vuelven a cortarse la cabellera ni la barba.
Los sâdhus se consagran a Brahmân, lo cual exige un riguroso ascetismo y un autodominio total, con sus implicaciones de excluir el más mínimo pensamiento o deseo de odio, de violencia, de hipocresía o sexual. Unos se exilian en selvas, cuevas y montañas, alimentándose de hierbas y raíces. Otros deambulan por aldeas y ciudades, viviendo de limosnas. Y unos pocos viajan a Occidente convertidos en gurús y fundadores de sectas. En total son unos 11 millones de personas.
La gran mayoría practica el yoga, siempre a la búsqueda de la plena con-ciencia, de la autorrealización y de la disolución final en Brah mân: sea por la vía de la meditación trascendental (jñâna-yoga), de la eliminación de la concupiscencia (kâma-yoga), de la acción desinteresada (karma-yoga), de la entrega amorosa a la divinidad (bhakti-yoga), etcétera.
Religiosidad popular Para muchos hindúes, la religión consiste en cumplir ciertos ritos, utilizando fórmulas convenientes para el bien del individuo, de la familia y de la sociedad. Se trata de un asunto privado, que no cabe unificar, dada la desigualdad natural de los hombres. Cada uno da culto a dioses distintos, según sus deseos y preocupaciones. Los dioses superiores no son tan populares como los locales. Y el culto, con sus ritos y fórmulas, apacigua a estos dioses temidos.
El templo hindú no es el lugar de la oración comunitaria. Es la morada visible de un dios, al que los sacerdotes brahmines cuidan, visten y adoran en varias ceremonias diarias, a las que los fieles pueden asistir solamente como espectadores. Toda forma de culto público es ajena al hinduismo.
A los dioses, tanto en los templos como en el altar familiar, se les ofrece cinco veces al día la pûjâ –flores y comida–, mientras se inciensa la imagen, se encienden lámparas, se queman palillos de madera de sándalo, se cumplen las postraciones y se recitan las fórmulas rituales correspondientes.
Si todo proviene por emanación de Brahmân, los animales y plantas tienen algo de divino; especialmente la vaca, que es sagrada, aunque no sea objeto de culto directo. El hindú descubre también la presencia de lo divino en numerosos lugares: montañas, ríos, lagos. Allí están situados muchos de los templos. Alrededor del lago Bindusagar, por ejemplo, quedan aún quinientos de los siete mil templos que en su día existieron. Y su número resulta incontable a orillas del Ganges, el río sagrado por excelencia, junto al que se suceden las ciudades santas, encabezadas por Benares (Varanasi).
Las peregrinaciones a los lugares sagrados revisten una gran importancia purificadora. En particular, al Ganges, en cuyas aguas se bañan ritualmente cada año millones de hindúes, sobre todo en los mêlas, enormes concentraciones en días considerados propicios.
Una serie de ceremonias privadas, caseras, marcan los hitos principales de la vida del hindú, desde el nacimiento a la muerte. Tales ritos los realizan incluso los poco religiosos o ateos, por su gran importancia familiar y social.
A su muerte, el cuerpo del hindú es sometido a la cremación, en el intento de que el fuego purifique todo vínculo del alma con lo sensorial. No se crema a los menores de ocho años, por considerarlos inmunes al kâma y samsâra. Tampoco a los sâdhus, pues la ascesis ha transformado su potencialidad sexual en energía espiritual.
LA ESTRATIFICACIÓN SOCIAL EN CASTAS Las castas, que tienen su fundamento religioso en la ley del karma, articulan de arriba abajo toda la sociedad hindú desde la invasión de los arios.
Las castas son grupos corporativos cerrados, hereditarios, con jefes y normas específicas. Su tendencia a subdividirse da lugar a nuevos clanes endogámicos, con costumbres y prohibiciones propias respecto al matrimonio, pureza legal, comidas o contactos con los demás. En la actualidad hay censadas casi 5.000 subcastas en India.
La Constitución de 1947 no reconoce las castas y podría parecer que hayan desaparecido en las grandes ciudades, las universidades y las fábricas. Sin embargo, incluso en esos lugares su pujanza es real, por ejemplo, a la hora de permitir o no el acceso a determinados cargos o de contraer matrimonio.
Las castas propiamente dichas son cuatro. A las tres primeras pertenecen los ârya (arios), y a la cuarta los dâsya (autóctonos): 1ª– Los brahmines, sacerdotes e intelectuales, encargados de transmitir la doctrina religiosa y los ritos. Mantienen hoy en gran parte su enorme autoridad de siempre.
2ª– Los ksátriyas, nobles y guerreros, detentadores del poder temporal.
3ª– Los vaishyas, agricultores, ganaderos y comerciantes.
4ª– Los súdras, menestrales y servidores. Su participación en la sociedad hindú es sólo indirecta, por su relación con las otras castas. Los súdras conversos al cristianismo se denominan dalits (oprimidos) y constituyen el 50% de los cristianos de India.
Fuera de las castas hay todavía dos grandes colectivos: • Los asprisyas (intocables) o parias (descastados), que carecen de derechos cívicos y, oficialmente, de religión. Entran ahí curtidores, lavanderos, enterradores, barrenderos, etcétera, que contaminan en grado máximo. Son más de cien millones. Aunque últimamente se haya relajado algo la disciplina, los miembros de las castas no pueden entrar en contacto de ningún modo con ellos.
• Los adivasi, tribus aborígenes, «habitantes de los bosques», que han resistido la hinduización y mantienen sus costumbres propias. Se estima que son 70 millones. Aunque su rango social sea ínfimo, tienen mayor autonomía y poder que los parias.
José Ramón Pérez Arangüena, Revista Palabra, nº 447-448, VIII-IX.01