Entrevista a Joseph Ratzinger. Extractada de “Ser cristiano en la era neopagana”, Editorial Encuentro.
El Papa rechaza la anticoncepción. La experiencia muestra que muchas mujeres católicas no actúan del mismo modo. ¿Se pregunta a sí mismo el Vaticano si su juicio respecto a la moral sexual es aún válido para los tiempos que corren? J. R.- Naturalmente, tenemos la obligación de preguntarnos siempre si nuestras posiciones tienen o no un fundamento. Si la respuesta es positiva, es necesario encontrar el modo más convincente para expresar nuestro pensamiento. Para abordar el problema de la anticoncepción es imprescindible darse cuenta de que sus presupuestos han cambiado. En primer lugar, la anticoncepción tal como la conocemos hoy no ha existido jamás. En segundo término, la cuestión del crecimiento de la población no ha sido nunca tan candente como lo es en la actualidad. Que la Iglesia juzgue el control natural de la natalidad como un comportamiento ético importante constituye un hecho nuevo. De este modo, no sólo responde a la situación actual sino que también protege sus más profundas convicciones. En tiempos pasados este debate no existía pues la humanidad debía ocuparse más de su supervivencia que de su número. Desde luego que la motivación ética ha perdido su antiguo peso y tenemos que aplicarnos con mucho esmero para hacer comprensible nuestra posición, principalmente frente a cada hombre concreto.
¿Cuáles son los elementos que aún conservan validez de la encíclica Humanae vitae, publicada veinte años atrás? J. R. El espacio dedicado a la anticoncepción en la encíclica ocupaba media página. Se trataba de dar una imagen positiva del matrimonio como «lugar» en el que la sexualidad tiene una dignidad humana y mostrar que en el hombre el cuerpo y el espíritu son inseparables. Esto significa que la sexualidad no puede ser confinada en el mundo de los objetos. Es, en este caso, una filosofía de la sexualidad en la unidad de la persona. Creo que esta visión es muy rica, pero que todavía no ha sido profundizada suficientemente. En el Sínodo de 1980 se planteó el problema y se intentó, elaborando con mayor precisión el aspecto antropológico, esclarecer el único punto difícil, el del control de la natalidad, que no se presentaba bien motivado. El Papa en persona ha dedicado a este argumento durante casi un año la catequesis de las audiencias generales de los miércoles. El esfuerzo por lograr una mayor comprensión prosigue ininterrumpidamente. Por esta razón diría que la encíclica tiene consistencia, aunque las motivaciones y la visión antropológica deben ser sometidas a un ulterior examen.
Hace veinte años dijo que la moral sexual representaba un capítulo particularmente oscuro y trágico en la historia del pensamiento cristiano.
J. R.- Sí, es verdad, pues la visión bíblica ha debido contrarrestar con enormes dificultades las corrientes dualísticas y rigoristas. Y no obstante, la doctrina sobre la sacramentalidad del matrimonio no ha permitido nunca que se cayera en una aversión de la sexualidad.
En cuanto a la encíclica Humanae vitae cabe la pregunta de si llega a ser profesor de Teología moral católica sólo quien está dispuesto a aceptar los principios de esta encíclica.
J. R. Quien enseña debe aceptar en cualquier caso la doctrina de la Iglesia. Y si alguien dice un explícito y ponderado «no», en el sentido de que «según mi conciencia no puedo enseñar esto», la consecuencia lógica es que no puede asumir la tarea de enseñar la doctrina de la Iglesia. No hay duda de que no es justo emitir un juicio sobre un estudioso basándose sólo en un aspecto de su pensamiento, sino que es imprescindible conocer su conjunto. El problema esencial es saber si uno, siguiendo la totalidad de su pensamiento, es capaz de aceptar o no la doctrina de la Iglesia. Esto es decisivo.
¿No se ha caracterizado la moral católica en los últimos doscientos años quizá más por el confesionario que por la doctrina de los valores positivos? J. R. Temo que deberé decirle que sí. Los elementos de la Teología moral han sido elaborados con frecuencia como instrucciones para confesores. Por este motivo, la Teología moral ha sido abordada muchas veces en un horizonte bastante restringido. Sólo mediante una mirada retrospectiva se puede entender el por qué de la amplia crisis actual de la Teología moral.
Eminencia, hablemos del Catecismo Universal de la Iglesia Católica. Los periódicos lo presentaban a menudo como un texto de educación cívica, como una lista moralizante de pecados, un vademecum contra la corrupción política…
J.R. Es un grave error afirmar que el catecismo es una lista de pecados. El cristianismo no es moralismo. El cristianismo es la realidad de la historia común de Dios y del hombre. En esta historia en la que predomina el don de Dios, nosotros aprendemos a actuar como hombres. La estructura del catecismo universal es la siguiente: el símbolo apostólico, los sacramentos, la moral y la oración. No estaba previsto, pero luego hemos caído en la cuenta de que es la misma estructura del catecismo del Concilio de Trento. Menos de un tercio del texto trata de la moral, presentada dentro del contexto de la historia de Dios con la humanidad, y de la revelación de Dios que en la comunión de la Iglesia se ofrece con su mismo cuerpo en los sacramentos. De todos modos, esta sección del texto no es una lista de pecados, sino que trata dé mostrar un modelo de vida moral desde una perspectiva cristiana. De este modo se convierte en algo muy simple: es amistad con el Señor, es vivir y caminar con El. Todo ello se resume en el doble amor de Dios y del hombre: la síntesis de toda moral. El resto es interpretación y explicación. Pero para nosotros era importante, cuando preparábamos el catecismo, no hablar de un cristianismo atemporal, sino de un cristianismo vivo en la época actual. Hay quien dice que la Iglesia está obsesionada con la moral sexual, y que sólo interviene en estos temas. Pero hemos demostrado que la dimensión sexual es sólo una de las muchas del ser humano, que existen otras igualmente importantes, como la ético-política. No podíamos olvidarnos de la sed de justicia política y social que provocan los sufrimientos del Tercer Mundo, no sólo de Latinoamérica sino también de Africa y Asia.
El cardenal Franz Kónig hacía un balance de los treinta años que nos separan de la apertura del Concilio y afirmaba que consideraba concluida en la Iglesia la época de las contraposiciones entre derecha e izquierda, progresistas y conservadores. ¿Esto es así porque todos tendemos ahora hacia un moderantismo de centro, o porque lo evidente de la descristianización obliga a volver a empezar desde lo esencial? J. R. Es difícil responder, porque es obvio que las divisiones dentro de la Iglesia no han sido superadas. Quizá se ha abandonado el esquema que contraponía derecha e izquierda, progresistas y conservadores, pero las divisiones continúan existiendo. El viejo esquema político ya no funciona porque incluso a nivel de partidos políticos la izquierda como tal está atravesando un período de profundos replanteamientos, a la búsqueda de una nueva identidad; y una derecha en sentido estricto tampoco existe ya. Liberados pues de estos esquemas políticos y de partido, quizá podamos llegar mejor a las verdaderas raíces de las divisiones que existen en la Iglesia, que en algunas partes son bastante profundas y exigen un proceso no sólo de reflexión sino también de reconciliación, y sobre todo de una renovación espiritual, un regreso a las verdaderas raíces de la fe, que, desde luego, no será fácil.
¿Cuál es el origen de las tensiones que en ocasiones se advierten entre algunos moralistas y Roma? J. R.- Para dar una respuesta completa habría que hacer un análisis a fondo, y éste no es el momento adecuado. Personalmente veo tres planos. Ante todo, siempre se producen dificultades en las comunicaciones, errores de traducción, en el sentido más amplio de la palabra, entre Roma y las iglesias locales. Además -y esto es el punto central- existe una diferencia fundamental entre el programa moral del cristianismo y las ideas actuales sobre la vida. Estos dos elementos están en constante conflicto entre sí. La idea básica del hombre occidental sobre lo que se puede y se debe hacer, sobre cómo hay que vivir rectamente, se opone en muchos aspectos a lo que dice el Evangelio. Roma debe recalcar siempre con habilidad, pero eso es algo secundario. Aunque se diga con delicadeza, permanece la contradicción que hiere y duele, lo cual provoca a su vez una oposición. En tercer lugar ‘paralelamente a lo que llamaría «los errores de Roma»-, hay algunos elementos en Alemania en los que se entrevé el deseo de rechazar a Roma: no se trata sólo de gestos aislados de independencia. Estas tendencias, enraizadas en un determinado grupo, pueden llegar a crear un nuevo tipo de cristianismo, un «cristianismo burgués», y a aprovechar para este fin todas las oportunidades que se les presentan.
Al presentar la encíclica Veritatis Splendor usted subrayó la respuesta en ella contenida respecto a las tendencias culturales de tipo subjetivista y relativista. La óptica intraeclesial subrayó, en cambio, el elemento preceptivo sobre los desequilibrios de la reciente ética teológica. ¿Cuál de los dos aspectos predomina? ¿Considera justificada la impresión según la cual la encíclica constituye una censura hacia la mayoría de los estudios de teología moral de los últimos decenios? J. R.- No habría dicho lo que dije a la prensa si no estuviese convencido de que las miras de la encíclica no son precisamente las de fomentar discusiones intraeclesiales, entabladas por una teología que se encierra en si misma, en sus propias controversias, sino la voluntad de hablar al hombre de hoy. Es un gran documento de diálogo con el mundo y sus abrumadores sufrimientos, lleno de fe cristiana. Me parece innegable que el mundo está atravesando una crisis de fin de época que afecta a los valores básicos y alcanza también a las otras grandes religiones. Es una evidencia indiscutible que tenemos necesidad de valores éticos. En este sentido el Papa estaba históricamente obligado a intervenir, puesto que es responsabilidad de los cristianos custodiar el patrimonio de valores y también de racionalidad que deriva de su fe, y contribuir al hallazgo de convicciones humanas comunes. La Iglesia, como comunidad de los creyentes, tiene una certeza de valores que no se puede extender, en su totalidad, a la humanidad entera, pero se pueden hallar los fundamentos comunes. La encíclica, pues, no solamente confirma una convicción cristiana, sino que además, es una ayuda a la humanidad que busca los fundamentos del ser humano. En este contexto, el Papa interviene no para crear nuevas censuras, sino para dar mayor firmeza y convicción en el diálogo con el mundo a nuestros valores y nuestra fe.
Creo que es importante subrayar que cuando el Santo Padre critica el teleologísmo, el proporcionalismo, un concepto erróneo de autonomía y de opción fundamental, no condena globalmente estas pistas teológicas, sino que interviene para purificarlas e integrar los elementos positivos en la síntesis cristiana. No es un simple «no» o una simple confirmación de la neoescolástica; todo lo contrario, ha examinado detalladamente el concepto de la ley natural en un horizonte humano, filosófico, y así ha recuperado la herencia neoescolástica, insistiendo en el hecho de que el hombre en cuanto hombre, tiene en sí el derecho de ser sí mismo, tiene en sí una dimensión moral. Es deber del Papa dar una guía, indicar los caminos sin salida y trabajar por una catolicidad muy amplia, que sabe integrar todas las riquezas más hondas.
Quisiera hacer hincapié en la necesidad de no perder el fundamento metafísico creacional del hombre: la criatura como tal habla de Dios y es portadora de un mensaje también moral. Es la observación esencial que hizo el Papa: donde se pierde ese fundamento, se pierde el fundamento de la teología católica; donde se saben integrar nuevas visiones en esta visión fundamental el camino puede proseguir.
Usted se muestra preocupado por el consenso en torno a la doctrina moral de la Iglesia. Si bien «la fe y la moral no se miden con la estadística», ¿existe, en su opinión, un modo para consultar al episcopado y al pueblo de Dios sobre la acogida del magisterio moral? J. R.- Cierto. Es importante conocer cuál es la situación, incluso prescindiendo de las estadísticas, pero es importante también ser consciente de que la mayoría, en cuanto tal, no expresa necesariamente los valores fundamentales. Pensemos, por ejemplo, en el consenso universal que, en torno a la esclavitud de los africanos, se manifestó en los comienzos de la era moderna: una época entera puede estar ciega respecto a los valores fundamentales. La mayoría no puede ser un criterio suficiente para definir un valor moral. Por otra parte, es importante que, en la comunión eclesial crezca la fe -como dice la Dei Verbum (cfr. n.8: EV 1/883)- a través de la reflexión, la meditación y el estudio. En este sentido, para el magisterio de la Iglesia siempre es importante basarse en la palabra de Dios y en el dogma formulado, pero también vivir de la vitalidad de la Iglesia, tanto del pasado como del presente, de los laicos y de los ministros.
El problema moral fundamental, así como nos lo plantea la Escritura y se dice en el Padrenuestro, es cumplir la voluntad de Dios. Pero conocer esta voluntad, verla en su profundidad sólo es posible con una mirada amplia a toda la evolución histórica, porque nacen nuevos problemas a los que podemos responder con una conciencia más llena de la voluntad de Dios, sólo conociendo la realidad y, por otra parte, valorando las experiencias concretas de la fe. Pensamos en los tres grandes desafíos de la época actual -ética política, ética económica y bioética- y vemos que por una parte, necesitamos conocer la materia, los problemas como tales en toda su complejidad; por otra parte, necesitamos el sentido moral que traduce la voluntad de Dios -esto es: que el hombre tenga la vida y respete siempre en el hombre la imagen de Dios- en normas concretas. Aquí es donde se da el diálogo de la fe, la búsqueda común para entender la voluntad de Dios en cierto contexto.