La tarde del 1 de abril le fue entregado al entonces cardenal Joseph Ratzinger, en el monasterio de Subiaco, cuna de los benedictinos y de Europa, el Premio San Benito «por su labor excepcional a favor de la promoción de la vida y de la familia en Europa». Nadie podía imaginar, aquella tarde, que, pocos días después, el premiado sería elegido Papa y adoptaría el nombre del Patrono de Europa. En aquella ocasión, el cardenal Ratzinger pronunció un importante discurso, en el que, bajo el título Europa en la crisis de las culturas, reflexionó sobre culturas que hoy se contraponen. De este significativo discurso ofrecemos lo publicado en Alfa y Omega Nº 448 el 28.IV.2005 Vivimos momentos de grandes peligros, oportunidades, y de gran responsabilidad para el hombre y para el mundo. Resulta espontáneo pensar en la amenaza del terrorismo, esa nueva guerra sin fronteras y sin frentes. El temor de que pueda adueñarse pronto de armas nucleares y biológicas no es infundado, y ha logrado que, dentro de los Estados de Derecho, se haya tenido que recurrir a sistemas de seguridad parecidos a los que antes sólo existían en las dictaduras; pero, de todos modos, existe la sensación de que todas estas precauciones no puedan bastar jamás del todo en realidad, al no ser posible, ni deseable, un control global.
Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes, son las posibilidades de auto-manipulación que el hombre ha conseguido… Un hombre en el que ya no brilla el esplendor de su ser a imagen y semejanza de Dios, que es lo que le confiere su dignidad e inviolabilidad, sino únicamente el poder de las capacidades humanas. Ya no es más que imagen del hombre –¿de qué hombre?– A ello se añaden los grandes problemas planetarios: desigualdades, creciente pobreza, explotación de la tierra y sus recursos, hambre, enfermedades, choque de culturas. Todo esto demuestra que, al crecimiento de nuestras posibilidades, no corresponde un igual desarrollo de nuestra energía moral. La mentalidad técnica confina a la moral a un ámbito subjetivo, mientras que lo que necesitamos es una moral pública que sepa responder a las amenazas que se ciernen sobre la existencia de todos nosotros. El verdadero y más grave peligro de este momento está, justamente, en este desequilibrio entre posibilidades técnicas y energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y de nuestra dignidad no puede venir, en resumidas cuentas, de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede brotar de la fuerza moral del hombre; donde ésta falte, o no sea suficiente, el poder que tiene el hombre se transformará cada vez más en un poder de destrucción.
Es verdad que hoy existe un nuevo moralismo, cuyas palabras claves son justicia, paz, conservación de lo creado; pero, sin los necesarios valores morales esenciales, este moralismo se queda en vaguedades y se desliza, casi inevitablemente, a la esfera político-partidista. Es, sobre todo, una pretensión dirigida a los demás, y demasiado poco un deber personal de nuestra vida cotidiana. En los últimos decenios hemos visto de sobra, en nuestras calles y plazas, cómo el pacifismo puede desviarse hacia un anarquismo destructivo y hacia el terrorismo. Lo mismo vale decir para un cristianismo y para una teología que reducen el meollo del mensaje de Jesús –el reino de Dios– a los valores del Reino, identificando estos valores con las grandes consignas del moralismo político, y proclamándolo, al mismo tiempo, como la síntesis de las religiones, pero olvidándose así de Dios, a pesar de que Él es el sujeto y la causa del reino de Dios.
Consecuencias morales
Esta breve mirada sobre la situación del mundo nos lleva a reflexionar sobre la actual situación del cristianismo, y, en consecuencia, también sobre las bases de Europa. El cristianismo no partió, ciertamente, de Europa y, por tanto, no puede ser clasificado como una religión europea, pero en Europa fue donde recibió su impronta cultural e intelectual más eficaz históricamente, y, por consiguiente, permanece imbricado de manera especial a Europa. Esta Europa, desde el Renacimiento –y, de modo más acabado, desde la Ilustración– ha desarrollado precisamente una racionalidad científica que, en cierto sentido, es uniforme para todo el mundo. En la estela de esta forma de racionalidad, Europa ha desarrollado una cultura que, de manera hasta ahora desconocida para la Humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, bien negándolo del todo, bien juzgando su existencia no demostrable, incierta y, por tanto, perteneciente al ámbito de las opciones subjetivas, algo en todo caso irrelevante para la vida pública. Esta racionalidad puramente funcional, por decirlo así, ha traído consigo una subversión de la conciencia moral que sostiene que es racional sólo aquello que se puede probar con experimentos. Y, como la moral pertenece a una esfera del todo distinta, desaparece como categoría en cuanto tal, y debe ser buscada de otro modo, puesto que es necesario admitir que, de todas maneras, la moral hace falta. En un mundo basado sobre el cálculo, es el cálculo de las consecuencias lo que determina qué es lo que hay que considerar moral o no. Aquí emerge, sobre todo, la responsabilidad que nosotros, los europeos, debemos asumir en este momento histórico: en el debate en torno a la definición de Europa, en torno a su nueva forma política, no se juega una cierta nostálgica batalla de retaguardia de la Historia, sino sobre todo una gran responsabilidad para la Humanidad de hoy.
Cultura ilustrada
En el debate sobre el Preámbulo de la Constitución europea, esta contraposición queda en evidencia. «Visto –se dice– que en el artículo 52 de la Constitución se garantizan los derechos institucionales de las Iglesias, podemos estar tranquilos»… Pero eso significa que las Iglesias, en la vida de Europa, encuentran su sitio en el ámbito del compromiso político, mientras que en el ámbito de los fundamentos de Europa, la impronta de su contenido no encuentra espacio alguno.
Las razones que se dan en el debate público para este NO son superficiales, y es evidente que, más que indicar su verdadera motivación, la encubren. Las motivaciones que se dan para este NO presuponen la idea de que sólo la cultura ilustrada radical podría ser constitutiva de la identidad europea. Junto a ella pueden coexistir diferentes culturas religiosas con sus respectivos derechos, a condición de que –y en la medida en que– respeten los criterios de la cultura ilustrada y se subordinen a ella. Esta cultura ilustrada está definida sustancialmente por los derechos de libertad; parte de la libertad como un valor fundamental que lo mide todo: la libertad de la opción religiosa, que incluye la neutralidad religiosa del Estado; la libertad de expresar la propia opinión, siempre que no ponga en duda este canon; la ordenación democrática del Estado; la libre formación de partidos; la independencia de la magistratura; y, finalmente, la tutela de los derechos del hombre y la prohibición de discriminaciones. Aquí el canon, la norma, está todavía en trance de formación, puesto que existen todavía derechos del hombre contrastantes, como por ejemplo el contraste entre el deseo de libertad de la mujer y el derecho del nasciturus a la vida. El concepto de discriminación se va ampliando cada vez más, hasta el punto de que la prohibición de discriminar puede transformarse cada vez más en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa.
Muy pronto no se podrá afirmar ya que la homosexualidad constituye, como enseña la Iglesia católica, un desorden objetivo en la estructuración de la existencia humana. Y el hecho de que la Iglesia esté convencida de no tener derecho a ordenar sacerdotes a las mujeres es considerado ya, por algunos y desde ahora, inconciliable con el espíritu de la Constitución europea. Es evidente que este canon de la cultura ilustrada –todo, menos definitivo– contiene valores importantes que los cristianos apreciamos; pero es igualmente evidente que la concepción mal definida, o de hecho no definida, de libertad, que está en la base de esta cultura, trae consigo, inevitablemente, contradicciones; y es evidente que, precisamente a causa de su uso (un uso que parece radical), trae consigo limitaciones de la libertad que hace una generación ni siquiera podíamos imaginar. Una confusa ideología de la libertad conduce a un dogmatismo que cada vez se revela más hostil contra la libertad.