El 24 de junio de 1600 nació Juan de Palafox en el pueblo navarro de Fitero. Era fruto de una unión ilícita y ocasional entre don Jaime de Palafox y doña Ana de Casanate. Esta última se las arregló para mantener oculto su embarazo, y al llegar el momento del parto se retiró a los Baños de Fitero con el propósito de dar allí a luz y ocultar el nacimiento de la criatura.
Una vez nacido el pequeño, doña Ana encargó a una de sus criadas que se desembarazara de la criatura. Lo introdujo en una cesta y lo disimuló con unas telas. La sirvienta se dispuso a arrojarlo durante la noche a una acequia cercana al río Alhama. Sin embargo, fue descubierta por el alcaide de los Baños, Pedro Navarro, que sospechó al ver a la criada a esas horas en parajes tan extraños con ese cesto. Al ser interrogada por el alcaide, la pobre mujer confesó su intención y el secreto de su señora. Aquel hombre, casado y con varios hijos, se ofreció a resolver la crianza del niño y lo mantuvo en su pobre casa durante nueve años. Pasado el tiempo, tanto la madre como el padre de aquel pequeño Juan –el nombre con que fue bautizado– supieron de esto y acudieron en su ayuda con discretos socorros. Palafox guardará perpetua gratitud a su familia adoptiva. La pobreza en que creció y el contacto con las gentes humildes fue un aspecto al que sería especialmente sensible durante toda su vida.
Doña Ana de Casanate, que era una viuda de noble estirpe y con dos hijas, reconoció enseguida su ofuscación al haber querido matar a su propio hijo. Quedó tan arrepentida de lo que había hecho que dos años después, en 1602, profesó como carmelita descalza. Dejó el mundo y todos sus bienes de fortuna, y llevó a partir de entonces una vida ejemplar en Tarazona y Zaragoza. Fue diversas veces prelada y fundadora de conventos, y murió con singular buen espíritu en el año 1638.
En 1609, don Jaime de Palafox reconoció a su hijo Juan. Este resultó ser muy inteligente y despierto. Acabados los estudios, recibió de su padre el encargo de gobernar el marquesado de Ariza, con sus siete plazas. No fue tarea fácil, pues los pobladores habían probado durante décadas su ánimo pendenciero. Sin embargo, Juan de Palafox demostró buen sentido de gobierno y se preparó para mayores responsabilidades.
Muerto su padre en febrero de 1625, asumió la tutoría de sus tres hermanastros. Meses después acudió a las Cortes de Aragón, convocadas por Felipe IV. Allí el Conde-Duque de Olivares descubrió su valía y le propuso irse a Madrid, donde fue fiscal del Consejo de Guerra.
Afirma Palafox en sus escritos que durante esos años “se dio a todo género de vicios, de entretenimientos y desenfrenamiento de pasiones”. Pero todo cambió en 1628. Una grave enfermedad de su hermana Lucrecia y la muerte sucesiva de dos grandes personajes le hicieron exclamar: “Mira en qué paran los deseos humanos, ambiciosos y mundanos”.
La conversión fue radical. Junto a la oración y a la frecuencia de sacramentos, se impuso una durísima penitencia voluntaria, que siguió el resto de su vida, al tiempo que con infatigable vigor acometía su trabajo cotidiano. En abril de 1629 fue ordenado sacerdote, y en 1633 obtuvo en Sigüenza los grados de Licenciado y Doctor. Al final de la década fue nombrado Obispo de Puebla (México). El 27 de diciembre de 1639 tuvo lugar en Madrid la consagración episcopal, y poco después se embarcó hacia América, donde vivió nueve años, en los que su ingente capacidad de trabajo y su prudencia de gobierno tuvieron que abordar asuntos complejos y difíciles. Como obispo, no le faltaron trabajos y sufrimientos, pero tampoco el afecto del clero secular y el fervor del pueblo. Destacó su defensa por los derechos de los indios. En cuanto a su ejercicio pastoral, desarrolló la dificultosa labor de agrupar en diócesis las diferentes misiones, para transformar una Iglesia misional en otra adecuadamente asentada. Su labor en Puebla fue enorme: visitó en mula hasta el último rincón del inmenso territorio; ordenó por completo la diócesis; logró la reforma del clero secular y regular y de los conventos de monjas; escribió numerosas pastorales; se volcó en tareas educativas, culturales y sociales; levantó 44 templos, muchas ermitas y más de cien retablos, además de la catedral.
Más adelante regresó a España, donde fue obispo de Burgo de Osma. Allí vivió con gran austeridad y al servicio de los pobres, visitando a los enfermos y a toda su diócesis. Falleció santamente el 1 de octubre de 1659, sin poder legar a sus deudos más que los pocos objetos imprescindibles que le quedaban. El Cabildo, siguiendo las instrucciones establecidas en su testamento, le dio sepultura de limosna “por constar la pobreza con que había muerto”. Dejó un rastro imperecedero, elevó notablemente el nivel espiritual de la diócesis, fue generoso hasta el extremo con los pobres, escribió numerosas pastorales y varios libros, tuvo siempre un gran desvelo por los desprotegidos y se preocupó incesantemente por la justicia.
La fama de santidad, de la que Palafox gozó ya en vida, se tradujo a su muerte en una pronta solicitud popular de beatificación. Tan insistente que sólo siete años después, en 1666, se inició el proceso canónico en Osma, y en 1688 en Puebla. En su vida se confluyen su fecundidad como obispo, reformador, pensador, escritor, mecenas de las artes y la cultura, legislador y asceta. La iglesia aprobó todos sus escritos y actualmente ostenta el título de Venerable.