Recientemente un artículo titulado “Herejes”, de Tomás Yerro, salía en defensa del teólogo Tamayo, recordando lo que les pasaba a los herejes de otros tiempos. Es un mal argumento, además de muy sobado. Con la historia en la mano, sólo se puede demostrar lo brutos que han sido nuestros antepasados (los de todos) y lo poco que calaron en el mensaje cristiano. Pero no sirve para juzgar el presente. Es como si cada vez que hablara un socialista, se le mentase a Stalin. Y cada vez que hablara un alemán, se le recordara el Holocausto. Y cada vez que saliera un ilustrado, se le leyeran las horrorosas opiniones de Voltaire sobre la trata de esclavos (de la que era decidido partidario); o se le contara lo que pasó con los hijos de Rousseau. O cada vez que se menciona la izquierda española, se recordara lo que le sucedió al obispo de Barbastro durante la guerra civil. Esta retórica sirve para confundir los sentimientos, pero no aclara la razón.
Para aclararse, hay que atenerse a los datos. Los datos son que, en estos años, el señor Tamayo ha discrepado con frecuencia y duramente de la Iglesia. Y ha dejado claro que no piensa lo que la Iglesia piensa en muchos puntos. Cualquiera que haya leído el periódico en el que escribe, lo sabe. Esta vez sucede lo contrario y es la Iglesia la que discrepa públicamente de Tamayo. Y lo ha hecho en términos mucho menos agresivos, y con muchos menos miles de ejemplares.
Desde el punto de vista democrático, sin querer entrar en la cuestión religiosa, hay que respetar los derechos de las dos partes. Tamayo tiene el derecho de discrepar y no creer lo que cree la Iglesia. La Iglesia tiene el derecho de discrepar y no creer lo que cree Tamayo. Tamayo tiene el derecho de separarse de la Iglesia. Y la Iglesia tiene el derecho de separarse de Tamayo. En un debate público, todos los derechos que se le concedan a Tamayo se le deben conceder a la Iglesia, por el mismo título.
Pero si se quiere entrar en la cuestión religiosa, nos encontramos con un problema doctrinal, que es preciso resolver con criterios doctrinales. Aquí lo que está en juego es que la Iglesia tiene dos mil años de existencia, una confesión de fe y un Catecismo de la Iglesia Católica. Y esa Iglesia, que sabe algo de lo que dice, declara que Tamayo no dice lo mismo. Ante tal discrepancia, Tamayo tiene varias posibilidades: aceptar que no dice lo mismo y corregirse; demostrar que dice lo mismo y no corregirse; demostrar que tiene razón y corregir el Catecismo; hacer su propio Catecismo y fundar otra iglesia. Sólo a esto último se le llama herejía. Y sólo si Tamayo lo hace, puede ser considerado un hereje; no porque lo diga la Iglesia, sino porque lo dice el Diccionario de la Real Academia.
De momento, aparte del señor Yerro, nadie ha llamado hereje al señor Tamayo. La Iglesia no se dedica a ofender a las personas, sino a defender su doctrina. Es seguro que todo el proceso se habrá hecho con mucha delicadeza, probablemente mucha más de la que usa Tamayo cuando le da por discrepar. No sé cuáles serán los sentimientos de Tamayo: si se sentirá mal o se sentirá bien. Si esto le hará feliz o le causará pesar. Si la publicidad gratuita que ha conseguido le resultará ofensiva o la agradecerá por lanzarle a la fama y permitirle vender masivamente sus libros. Si es el momento más bajo o el más alto de su carrera. Si le gusta sentirse un cristiano como todos, o prefiere ser el héroe transgresor que se opone al Catecismo. Cada uno tiene un margen para elegir el papel que quiere jugar en la vida y en la Iglesia. Pero, como en el matrimonio, cuando se trata de dos, la otra parte también tiene derecho a decir algo.
A Tomás Yerro, que compara a Tamayo con San Juan de la Cruz, le reconforta “saber que, en una sociedad cada vez más narcotizante del pensamiento, aún pueden surgir intelectuales disidentes, insumisos, rebeldes, réprobos y heterodoxos”. Cree que hacen falta herejes de la política, la economía, la ciencia, la filosofía, el arte y la literatura. Para Yerro, Tamayo ya ha conseguido ser hereje de la doctrina católica. Hoy por hoy, es lo más fácil y lo menos arriesgado. Ahora debería intentarlo con la economía y convertirse en disidente, insumiso, rebelde, réprobo y heterodoxo con la declaración de hacienda. A ver qué pasa.